No había dormido bien por culpa de los descomunales ronquidos del compañero de la cama de al lado y porque las enfermeras entraban cada dos por tres haciendo ruido, pero me encontraba bien, en plena forma, incluso me pegaría un bañito en el mar cuando hubiese terminado lo principal. Y lo principal consistía en acercarme por Villa Sol, algo demasiado peligroso en estos momentos, por lo menos hasta que cambiase de coche. Así que lo mejor sería dirigirme a casa de Sandra para comprobar si habían vuelto por allí los Christensen.
La ropa me olía a hospital, me palpé los bolsillos para revisar que llevaba todo conmigo, era un día hermoso como ninguno. Aparqué el coche en otro lado diferente por pura precaución, aunque no creía posible que pudieran relacionarme con Sandra de ninguna manera, y fui callejeando hasta la casita.
Nadie salió a la llamada del timbre, las contraventanas estaban entornadas y en el tendedero había unas toallas tendidas, la manguera culebreaba en el enlosado. No localicé la moto en el jardín. No se oía ningún tipo de música. Así que regresé al coche y bebí un poco de agua de una de las botellas que procuraba tener siempre a mano, y pensé que lo más lógico era que a estas horas Sandra estuviera en la playa, probablemente con los noruegos. Y me encaminé hacia allí.
Al menos en el lugar en que solían situarse no estaban. Sólo había unos niños correteando y una pareja besándose. Anduve cerca de un kilómetro por la parte de arriba por si los veía en algún punto hasta que decidí abandonar y regresar al coche. Me encontraba mucho más ágil que antes de ingresar en el hospital. Y aunque no hacía demasiado calor, el agua estaba tan azul y la espuma tan blanca y en cualquier momento podían acabar con mi vida los matones de Fredrik o los infartos, que decidí quedarme en calzoncillos, que afortunadamente eran de tela y me llegaban por medio muslo y casi parecían un bañador, y darme un chapuzón. Ya estaba haciendo lo que Raquel llamaba locuras porque lo que para un joven era sano a mí podría suponerme una neumonía, pero cuando quise darme cuenta ya estaba dentro de las olas, y al frío siguió un gran bienestar. ¿Por qué no disfrutar del paraíso si se tiene a mano? Raquel siempre me decía que a las personas que, como nosotros, habíamos sufrido mucho nos daba miedo disfrutar, nos daba miedo ser felices y también decía que hay muchas clases de sufrimiento en el mundo y que nadie se libra del todo de padecerlo, por lo que tampoco nos debíamos sentir especiales. Si he de decir la verdad yo admiraba mucho a la gente frivola y con gran capacidad de pasarlo bien en la vida, de divertirse con cualquier cosa. Ir de compras, jugar un partido y cenar con amigos sin tener nada más en que pensar. Para mí su estilo de vida era deseable e inalcanzable. La inocencia era un milagro más frágil que la nieve. Y era más fácil que los alegres llegaran a ser de los míos que yo uno de los suyos. En el fondo quería que Fredrik y Karin, frivolos corrompidos y perversos, fueran de los míos, que sufrieran, que probaran el dolor. Ahora lo veía claro, la justicia jamás podría hacer justicia como yo quería. Si Fredrik tenía matones, yo tenía odio.
Me sequé levantando los brazos y dando pequeños saltos en la arena y luego me senté para recibir del sol toda la vitamina D posible. Me encontraba mejor que nunca, cerré los ojos. Vivir, siempre vivir. En estos momentos estaba sintiendo menos miedo del recomendable.
Por precaución cambié de bar para comer y me pedí un menú. Tenía hambre, hambre de verdad. Aún notaba la sal en la piel y también noté el pelo, el poco que me quedaba, fosco y revuelto, me pasé la mano por la cabeza, un día de estos tendría que cortármelo. El baño me había dado hambre y también el hecho de que apenas había probado el desayuno del hospital, sin comparación posible con el bufé del hotel. Aunque me encontraba con energía suficiente para seguir adelante y acercarme por los alrededores de los Christensen, comprobé que no llevaba las pastillas encima, y regresé al hotel.
En recepción Roberto me dio el alto con cara de preocupación. Me habló bajo para que no le oyera el otro conserje ni los clientes acodados en el mostrador.
– Estaba preocupado, la camarera me ha dicho que no ha dormido en la habitación.
Era evidente que de alguien como yo sólo se puede esperar que no haya dormido en su cama porque se haya muerto en cualquier otro sitio.
– No ha sido nada, me marché de excursión y se me hizo tan de noche que me quedé en otro hotel. Gracias por preocuparse.
Y luego agregué en plan confidencial:
– ¿Ha habido alguna novedad?
– No, que yo sepa. Bueno…, el detective quiere verle.
Sin consultarme, Roberto cogió el teléfono, informó de que yo estaba ahora mismo en el hotel y colgó.
– El detective se llama Tony y le espera en el bar. ¿Ha comido ya?
Asentí pensando en si debía o no subir a la habitación a coger las pastillas.
– Entonces puede aprovechar para tomar café.
Me sacudí el sombrero en la pierna, que desprendió algo de arena, y fui hacia el bar.
Roberto debía de haber hecho una buena descripción de mi persona porque, al entrar, un chico robusto, que en un par de años sería gordo, vino hacia mí, me tendió la mano y me condujo a una mesita, un velador, diría Raquel, con una lamparita encendida a pesar de que era de día, lo que no impedía que el bar estuviera siempre en penumbra para crear un clima de intimidad.
– Sentimos mucho el incidente del otro día en su habitación.
– Bueno, son cosas que pasan.
Tony empuñaba una botella de cerveza en su fuerte mano. Yo me pedí un café, muy bueno por cierto, y mientras lo saboreaba, Tony volvió a pedirme disculpas. Demasiadas disculpas en conjunto. Llevaba una chaqueta que parecía que se le iba a rajar por la espalda cuando se encorvaba sobre la mesita velador.
– Llevo en esto mucho tiempo -dijo Tony mirándome fijamente con ojos algo saltones- y todo tiene siempre, y digo siempre, una explicación.
Me quedé pensando en esta frase con la taza en los labios.
– Hijo, entonces podrá explicarme qué ha ocurrido.
Creo que no le gustó que le llamase hijo, a mí tampoco me habría gustado, lo hice adrede para comprobar el grado de seguridad en sí mismo. No tenía mucha.
– Aún no puedo, pero podré -dijo poniéndose más serio-. ¿Lo vamos a tener por aquí mucho tiempo?
– Espero que sí, por lo menos mientras haga buen tiempo.
– Me han dicho que cree que le han confundido con otro.
– ¿No es lo más lógico? -dije.
– Tal vez -respondió, y se tomó un último y largo sorbo.
Yo también di fin de la taza. Nos levantamos.
– Esperemos que no vuelva a repetirse -dijo.
Me pareció que la frase iba dirigida a mí y la recogí. Trató de recomponerse la chaqueta, de removerse dentro de su segunda piel. Rebusqué a alguien de mi pasado que se pareciera a Tony y encontré a varios. No eran precisamente de Premio Nobel, pero lograban que el mundo acabara siendo tal como ellos lo veían.
Estaba casi seguro de que Tony había hecho el destrozo de la habitación por orden de Fredrik Christensen o que había permitido que lo hicieran. Había algo en el movimiento de los ojos que lo delataba. De camino a los ascensores le dije a Roberto que necesitaba cambiar de coche porque éste no iba muy bien. Roberto asintió con gesto de haber barajado esta posibilidad. Ya no me miraba como el primer día, me miraba con más respeto e interés.
Tuve que usar una botella de agua del minibar para tomarme la medicación, algo que me repateaba porque dentro del minibar todo era varios euros más caro. Y cada euro de más que gastaba se lo estaba sisando a la herencia de mi hija. Nadie nos iba a recompensar ni a ella ni a mí por este servicio. A nadie le importaba, había otras cosas en qué pensar, otros enemigos. Yo me había quedado atrás, en mi mundo, allí estaban mis odios, mis amigos y mis enemigos, y no tenía fuerza ni cabeza para nada más. Y para ser sincero era la primera vez que no esperaba recompensa ni reconocimiento, era la primera vez que nadie se enteraría de si fracasaba o triunfaba, era la primera vez que la opinión de los demás me importaba una mierda, y me sentía libre.
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