Tuve que llevar a Karin en el todoterreno a gimnasia. Lo llamábamos gimnasia por no llamarlo rehabilitación. El gimnasio estaba en el centro, en la calle principal, donde era imposible aparcar, así que la dejaba en la puerta y me iba a buscar sitio y a darme una vuelta. Al cabo de una hora volvía a recogerla preguntándome cuánto me pagarían por esto y también pensaba que Fred sentiría cierto descanso al descargarse de estas obligaciones. Aparte de la gimnasia, estaban las revisiones médicas eirá comprar al centro comercial. También le gustaban los mercadillos, buscar cacharros antiguos, ir a la peluquería y dar un paseo junto al mar o por el Paseo Marítimo si no se podía por la playa. Le gustaba parlotear sobre su infancia en la granja noruega, sobre la belleza incomparable de su madre, sobre la belleza varonil de su padre y sobre la belleza de sus hermanos y de ella misma. Sobre la belleza del salmón que solían comer para cenar y la belleza de las luces en medio de la noche. Cuando se cansaba, me preguntaba por mi vida porque no soportaba el silencio. Yo también caí en sus garras, durante los días que llevaba viviendo en su casa me iba acostumbrando a ella, y Karin no necesitaba hacer nada especial para que mi prioridad fuese contentarla.
A saber qué se le antojaba hoy. La dejé en la puerta del gimnasio, arranqué y al llegar a la esquina un hombre me saludó quitándose el sombrero. Reconocí a Julián, el que quería alquilar la casa de mi hermana. Le hice un saludo con la mano, pero él se acercó al todoterreno.
– ¿Puedo subir 3-dijo abriendo la puerta.
Me preguntó si me apetecía tomarme un batido. Había descubierto un sitio en el Faro en que los hacían con frutas naturales. ¿Qué me parecía?, ¿me arriesgaba a ir con él? Le dije que dentro de una hora en punto tendría que estar de vuelta, y nada más decirlo me sonó raro, como si no fuese yo misma, que llegaba tarde a todas partes. Fn ese momento me di cuenta de que no soportaría la mirada de Karin reprochándome que la hiciera esperar.
Nos pusimos en camino sin sospechar que a partir de ese momento Villa Sol no volvería a ser la misma, como si se hubiesen descorrido las cortinas del teatro y por fin hubiese una historia. No lo comprendí de golpe, de primeras no quise comprender, me asusté. Julián iba serio. Tenía el entrecejo fruncido, la mirada triste. Sacó un recorte de prensa del bolsillo, tal vez fuese el anuncio de alguna otra casa en venta.
– ¿Y su mujer? Nunca la veo-pregunté con la sensación de que había algo tirante o desagradable en el ambiente.
– Mi mujer falleció, nunca ha estado aquí.
En ese momento pensé que en cuanto bajásemos del coche de una sola patada en los huevos me lo quitaba de encima. Pensé que de un solo empujón fuerte podría tirarlo y que tardaría tanto en levantarse que mientras tanto podría correr kilómetros.
– Siento haberte mentido -dijo-, pero es mejor así.
– No te entiendo -dije sintiendo su mirada y tuteándole como hacía él conmigo. Yo no desviaba la vista de la carretera.
– Nunca te habría metido en esto, te lo juro, el caso es que cuando te conocí ya estabas metida.
¿Metida? ¿En qué podía estar yo metida que me pasaba la vida entre plantas del jardín o entre ancianos?
– Creo que es mi deber decirte cuál es tu situación real.
No me gustaba nada que alguien intentara manipularme ni que jugasen conmigo, por eso levanté la voz más de lo debido.
– ¡Ya sé cuál es mi situación!
– No, no lo sabes -dijo él mientras yo aparcaba.
Con la hoja de periódico en la mano me condujo a un banco de piedra desde el que se veía el mar.
– ¿Cómo se portan contigo Fredrik y Karin?
– ¿Fred y Karin?
– La pareja de ancianos noruegos.
No tenía ni idea de por dónde iba la cosa cuando le contesté que bien, que eran cariñosos, que sabían respetar mi espacio y yo el de ellos. Lo del espacio le hizo sonreír vagamente. No me gustó que se riera de algo que yo decía, me puso de malhumor.
– No querría tener que enseñarte esto -dijo mostrándome la hoja de periódico.
En la hoja había una foto, la foto de una pareja. De momento sólo vi eso porque me había quedado colgada de la sonrisa irónica y no me importaba nada más.
– Mírala bien, por favor, ¿no los reconoces?
– No sé qué tiene de gracioso decir que respetan mi espacio.
– Porque es una frase hecha, no te pega.
Cogí la hoja y me fijé en la foto. Eran…, eran Fred y Karin. Me concentré para observarla mejor.
– Sí, son ellos -dijo Julián-. Nazis, criminales peligrosos. Fredrik Christensen eliminó a cientos de judíos, ¿comprendes lo que te digo?
Me quedé perpleja. No sabía qué pensar.
– ¿Estás seguro?
He venido tras él. No quiero que se vaya al otro mundo sin reconocer su culpa, sin pagar de algún modo. Quizá sea el único que siga vivo a estas alturas.
– ¿Por qué me lo dices a mí? ¿Por qué no se lo dices a la policía?
– Cuando llegué aquí pensé precisamente eso, hacerlo público, amargarles la vida, pero ésa sería una pobre venganza, ahora creo que ellos pueden conducirme a más gente. Tú entras y sales de su casa, no recelan de ti. Si no estuvieras embarazada, si no pudieras ser mi nieta y si no me sintiese como un sapo pidiéndotelo, te pediría que me contaras qué ves allí.
– No he visto nada especial y además… son mis amigos.
– ¿Tus amigos? Ya te he dicho que no quiero que corras ningún peligro pero quítate eso de la cabeza, ellos no son amigos de nadie, son vampiros que se alimentan de la sangre de los demás y tu sangre les encanta, les da vida. Ándate con ojo.
No nos tomamos el batido. Julián sabía muy bien dónde hablar conmigo para que no nos viera nadie. Parecíamos la típica pareja de joven y viejo medio ocultos entre los árboles. Ya tenía el teléfono del hotel Costa Azul, donde estaba alojado, por si quería ponerme en contacto con él, pero que bajo ningún concepto fuera allí en persona, porque estaba vigilado y era peligroso. Lo más sensato sería que desapareciera de las vidas de los Christensen y de la suya propia y que regresara a mi vida de siempre. Me rogó que por favor no cayera en la tentación de contarles nada a mis amigos nazis, que aguantara las ganas de contárselo porque luego me alegraría.
– Toma -dijo tendiéndome la página del periódico-, obsérvalos con detenimiento.
La doblé y me la metí en el bolsillo.
¿Qué sabía yo de Julián? No sabía nada de nada. Había aparecido un día por mi casa y ahora me decía estas cosas tan raras. Me lo podía creer porque los nazis habían existido y todo el mundo sabía que había neonazis, flipados con la esvástica y todo eso, pero ¿Fred y Karin? Los conocía, Karin me ponía un cojín en los riñones cuando me sentaba en mi sillón favorito. Era alto, tenía orejeras y reposapiés. Me respetaban el sillón junto a la chimenea, que aún no se encendía, pero que cuando se encendiese sería muy agradable. Fred no hablaba mucho, cuando estaba se limitaba a salir y comprarnos pasteles, a servirnos el té, era Karin la que llevaba el peso del grupo. Karin me estaba enseñando a hacer punto, y a veces Fred recibía alguna visita y se pasaba un buen rato hablando. ¿Y qué tenía eso de particular?
Julián me había inoculado el veneno de la duda. Me acababa de contar cosas terribles de mis amigos. Me había contado que la enfermera Karin era una criminal sin escrúpulos, había ayudado a matar a centenares de personas para prosperar junto a su marido, condecorado por el propio Führer. «¿Sabes cuánto hay que matar para ser digno de una cruz de oro?» Me había obligado a dudar de Fred y Karin y a dudar de él mismo. Ya no era el viejo bondadoso del sombrero blanco que siempre hablaba de su mujer, ahora no sabía quién era. Puede que esa esposa suya hubiese existido o no. Puede que ni siquiera le interesara alquilar la casa. No me gustaba que hubiese jugado conmigo. Por lo menos los noruegos no me habían mentido, tal vez no me habían dicho la verdad, era cierto que no me habían contado su vida, lo que tratándose de gente de ochenta y tantos no era normal, pero a día de hoy los datos que tenía de ellos era lo que había visto y oído y mis propias conclusiones.
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