Clara Sánchez - Lo que esconde tu nombre

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Un subyugante relato de terror sin efectos sobrenaturales, y es también, y ante todo, una absorbente novela sobre la memoria y la redención de la culpa. Sandra ha decidido retirarse a un pueblo de la costa levantina: ha dejado el trabajo y, embarazada, pasa los días intentando aplazar la decisión de qué hacer con su vida. En la playa conoce a un matrimonio de octogenarios noruegos que parecen la solución a los problemas de Sandra.
Julián, un anciano que acaba de llegar de Argentina, superviviente del campo de exterminio de Mauthausen, sigue paso a paso las idas y venidas de los noruegos. Un día Julián aborda a Sandra y le revela detalles de un pasado que a Sandra sólo le suenan por alguna película o algún documental: horrores en blanco y negro que no tienen nada que ver con ella. Aunque el relato de Julián le parece a Sandra descabellado, empezará a mirar de una forma nueva a los amigos, las palabras y los silencios de la pareja de ancianos, sin darse cuenta de que el fin de su inocencia está poniendo su vida en peligro.

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A pesar del horror que creó en vida, su entierro estuvo rodeado de belleza, menos mal que no podía disfrutarla. Su mujer, Elfe, estaba allí llorando moderada y calladamente entre Karin y Alice, con caras de estar deseando que aquello terminara pronto. A saber por qué lloraba Elfe. Sí, Elfe, vosotros también morís, de nada ha servido tanta crueldad, total para que la vida haya pasado como un suspiro. Ya ni siquiera recuerdas bien las atrocidades que cometisteis. ¿Recuerdas cómo teníamos que cavar nuestras propias fosas? ¿Tú no sabías nada? Sí, lo sabías y no te arrepientes porque creíais que teníais derecho. Tú también vas a morir, Elfe, nada ni nadie podrá evitarlo.

Lo pensé con todas mis fuerzas para que mi pensamiento le atravesara todas las neuronas que tuviera que atravesarle hasta que comprendiera. Y entonces, atraída por mi fuerza, miró hacia donde yo estaba, pero no podía verme porque me escondía detrás de la lápida de un niño de ocho años con un impresionante ángel tallado en mármol, y empezó a llorar más y más fuerte, lo que no fue del agrado de sus hermanos arios, sobre todo cuando llegó hasta el grupo un anciano de gran estatura, muy parecido a Fredrik, aunque con más carne, y que andaba un poco inclinado hacia delante como si el motor de su cuerpo lo tuviera en la cabeza. Juraría que era Aribert Heim, el Carnicero de Mauthausen , el mismo que le acompañaba en el supermercado el día que asusté a Fredrik, pero entonces no se me ocurrió pensar que aquel hombre tan gordo, tosco y descuidado tirando a sucio fuese el delgado y relamido Heim de antaño. Daba la impresión de que junto a la boca tenía la famosa uve. Qué pena, Salva, que no puedas compartir este momento conmigo y que no hayamos podido pensar juntos qué hacer con ellos. Todos saludaron al Doctor Muerte con respeto, el tipo de respeto que encierra también un poco de asco. A Elfe la sacaron de allí entre dos y los demás volvieron a sus carrozas.

Ya no tenía nada que hacer allí, así que cogí el mejor ramo de flores de la tumba de Wolf, se lo puse al niño de ocho años y salí. Detrás quedaba el ángel de grandes alas y delante un mar gris con la forma del arco del cementerio. Y calle arriba Heim caminando pesadamente hacia el pueblo. Esto sí que no me lo esperaba. Me clavé las uñas en la mano para que no me latiera el corazón más de lo conveniente. Estaba siguiendo a un probable Heim. ¿Y por qué no? ¿Qué se sabía de su paradero? No había certeza de si estaba muerto o vivo. Se suponía que vivía en Chile protegido por Waltraut, la hija que tuvo con una amante austriaca, o por la hija de ésta, su nieta Natasha Diharce, en Viña del Mar. Pero ni esta hija ni los otros dos que vivían en Alemania habían reclamado el seguro de vida de un millón de dólares depositado en un banco alemán, la mejor prueba de que seguía vivo y riéndose de todos nosotros. También se decía que podría haber muerto en El Cairo y también había indicios de que se ocultaba en una urbanización de Alicante.

Probablemente delante de mí, con pantalones vaqueros, un chubasquero y una gorra de marinero muy usada andaba ahora mismo tozudamente, como queriendo anclarse en la vida todo lo que pudiese, el Carnicero de Mauthausen. En aquel lugar que olía a carne quemada y donde los seres como Heim eran los señores de la vida y la muerte dejé de creer en Dios o dejó de gustarme. Si el dios de los campos verdes, de los ríos como el Danubio, de las estrellas y de las personas que te llenan de felicidad también era el dios de Heim, de las cámaras de gas y de los que sienten placer haciendo sufrir a los demás, ese dios no me interesaba, se llamase como se llamase en las miles de religiones del mundo. Un dios de cuya energía salía el bien y el mal al mismo tiempo no me inspiraba confianza, así que empecé a vivir sin él esta vida que yo no había pedido. Y ni en los peores momentos lo he invocado en mis pensamientos, y a todo el mundo le aconsejaría que pasara lo más desapercibido posible ante él.

Iba tan deprisa que parecía que se iba a caer de bruces. Se dirigía al puerto, y yo necesitaba tener su cara a varios centímetros de la mía, verlo de frente, poder examinarle unos minutos sin llamar la atención y sin hacerle sospechar. No podía dejarle marchar sin comprobar que fuera él. Así que me senté en el suelo con dificultad y grité:

– Por favor, ¿puede ayudarme?

Heim se volvió y dudó un segundo, pero al final me tendió la mano. Aquel verdugo me tendía la mano para ayudarme a levantarme, era increíble. No lo hacía porque quisiera sino porque era lo que se esperaba de él en el ambiente en que ahora vivía, del mismo modo que en aquel otro ambiente amputaba brazos y piernas a los prisioneros sin anestesia y sin ser necesario y se entregaba a todo tipo de experimentos macabros. Me estaba ayudando a levantarme a mí, a un residente de aquella agradable urbanización de vacaciones llamada Mauthausen. Me costó incorporarme, en esto no estaba fingiendo, y él tuvo que agacharse un poco más, y lo vi. Lo vi bien, la cicatriz en la comisura de la boca, los ojos claros y su mirada hacia dentro, hacia un mundo hecho a su imagen y semejanza.

Le di las gracias, y él no dijo nada, siguió su camino. Se levantó viento. El mar empezó a rugir. Se sujetó la gorra con la mano y luego se puso la capucha. Podía ir tras él con toda tranquilidad porque a no ser que se volviera completamente no podría verme. Se metió en un barco de madera muy bonito con el nombre de «Estrella» pintado en grandes letras verdes. Seguramente era el nombre que tenía cuando lo compró y no lo borró para poner otro. Nuevas vidas, nuevos nombres, nuevas costumbres, pero la misma alma. Heim, nunca cambiarás, le dije con el pensamiento.

Qué descubrimiento, quizá debería llamar a algún antiguo amigo de Memoria y Acción y contárselo todo, aunque me temía que cuando reaccionaran fuera ya demasiado tarde y, sobre todo, que lo echaran a perder por la sencilla razón de que no se puede poner a alguien al corriente, en un momento, de un sinfín de pequeños detalles que había que tener en cuenta para mantenerse en la frecuencia de este grupo. Porque se trataba de un grupo organizado.

Tampoco sabía si debía mencionárselo a Sandra. Tarde o temprano acabaría viendo a este inofensivo anciano en alguna de las reuniones del grupo y no sería muy recomendable para ella que él leyese en sus ojos que lo había reconocido. Por su propia seguridad sería mejor mantenerla en la ignorancia.

Sandra

Fred y Karin daban por supuesto que cualquier nativo nacía sabiendo hacer una paella. Tuve que suplicarles que no me obligaran a cocinar porque no tenía ni idea, tuve que decirles que prefería la comida noruega a la española y que cualquier cosa que hiciesen ellos me la comería, de modo que sin proponérmelo me quité esa tarea de encima y, como mucho, me limitaba a meter los platos en el lavavajillas, momento en el que Karin se tumbaba en el sofá a ver la telenovela hasta que se dormía y Fred se metía en la salita-biblioteca. Yo aprovechaba para acudir a mis citas con Julián.

Llegué a las cuatro menos cinco al Faro, el sitio que estábamos fijando como lugar de encuentro. Nos estábamos acostumbrando a sentarnos en el mismo banco, entre enanas palmeras salvajes que crecían espontáneamente y que estaba prohibido arrancar, y entre piedras rocosas. El mar enfrente nos servía para quedarnos callados de vez en cuando.

Julián ya estaba allí. Siempre llevaba la misma chaqueta azul claro porque seguramente cuando decidió venir aquí no imaginaba que se iba a quedar tanto tiempo. Había añadido un pañuelo al cuello, que junto con el sombrero panamá le daba un aire de película italiana, pero a no tardar tendría que comprarse algo de más abrigo. Me preguntó cómo me encontraba. Entonces no pude aguantar más y le conté lo de la noche en que había visto a Fred con el uniforme nazi y que había estado buscándolo por los armarios de la casa, pero que no lo había encontrado y que dudaba si no se trataría de un disfraz.

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