– Puedo asegurarte que no. Si pudieran, lo llevarían puesto todo el día. Y si pudieran, vallarían un trozo de terreno, el más pedregoso y donde la tierra estuviera más seca, y nos meterían a todos allí y nos maltratarían y nos matarían para usar nuestros huesos, dientes, piel y pelo y para imponerse como seres superiores.
¿Y quién era Julián? ¿Sería éste su verdadero nombre? ¿Por qué tenía que confiar más en él que en Karin y Fred? ¿Y si estaba un poco loco? Aunque también era cierto que yo no les había mencionado nada del uniforme a ninguno de los dos. No tenía ninguna prueba de que fuese auténtico y aun así había evitado mencionarlo. El instinto me había dicho que no debía incomodarlos y obligarlos a darme una explicación.
– Ellos no se sienten culpables -dijo Julián-. No he conocido jamás a ninguno que haya mostrado ningún tipo de arrepentimiento. Piensan que son víctimas de un mundo que ha cambiado y que no les comprende. De alguna manera -añadió cabizbajo- su falta de sentimiento de culpa ha puesto a salvo a muchos de ellos, también a Fredrik y Karin. Se han librado, han logrado sobrevivir muy bien. Seguramente en la intimidad continúan alimentando sus fantasías de superioridad.
Se me quedó mirando para comprobar mi reacción, pero no tuve ninguna, no había visto en ellos ningún indicio real de que se sintiesen nazis, sólo sospechas.
– ¿Y si tuvieses razón, qué quieres que haga yo? Ya te he contado lo poco que sé.
– Nada. No quiero que hagas nada. Quiero avisarte para que te alejes a tiempo. Si te enredas más con ellos no vas a salir bien parada. Ellos siempre ganan…, hasta ahora. No voy a tener compasión.
¿Que no iba a tener compasión? ¿Pero qué pretendería hacer este flaco anciano disfrazado de italiano? ¿Y qué hacía yo escuchándole? ¿Cómo se puede comprobar si alguien tiene demencia senil?
– ¿Y si me diese por hacer algo, qué tendría que hacer?
Se quedó contemplando el mar, más bajo que nosotros y que se apretaba contra el horizonte en un profundo azul.
– La cruz de oro. Si encontrases la cruz de oro saldríamos de dudas. Mejor dicho, saldrías tú, porque cuando vine aquí yo ya sabía quién era él.
– Necesito pensarlo -dije.
Me resistía a creer que Fred y Karin fuesen nazis. Los nazis eran seres incomprensibles. Lo último que se me habría pasado por la cabeza en esta vida es que fuese a conocer a uno. Los había visto en películas y en documentales y siempre me habían parecido irreales. Los uniformes, las botas, los estandartes, las muchedumbres con los brazos en alto, la raza aria, la cruz gamada, tanta y tan retorcida maldad. Era asombroso que la gente, personas con cerebro, se los hubiesen tomado en serio y les hubiesen dejado hacer todo lo que hicieron.
– Te lo repito una vez más, no deberías hacerlo. No te dejes intimidar por ellos y no te dejes explotar por mí. Tú no deberías estar en esta historia. Deberías estar con un chico que te quiera, con alguien que te haga feliz. No malgastes tu vida.
– No sé cómo no se malgasta la vida.
– Siendo feliz, estando contenta, disfrutando de la vida. Enamórate.
– Me gustaría mucho, pero no es tan fácil.
– ¿Y el padre de tu hijo?
– ¿Santi? A veces lo echo de menos, pero no tanto como lo echaría de menos si estuviese enamorada.
– ¿Sabes una cosa?, el enamoramiento pasa.
El resto del tiempo estuvimos hablando de mis sentimientos. Se notaba que él había querido mucho a su Raquel, por lo que tenía que haber existido de verdad. Así que le pregunté cómo supo que la quería, qué había sentido para saberlo. La pregunta lo desconcertó y se quedó pensativo un momento.
– Porque a veces me hacía volar -dijo.
Me dijo que si necesitaba hablar con él, vendría pasado mañana a ese mismo sitio a las cuatro de la tarde.
Así que Otto vivía en el número 50 con una mujer llamada Alice con pinta de pies a cabeza de guardiana de campo. Conocía esa mirada helada, era muy parecida a la de Use Coch, famosa entre todos nosotros por sus colecciones de piel humana tatuada. Me repugnaba casi más que Otto, aunque no más que Karin y Fredrik. Y el que se llevaba la palma de la repugnancia era Heim, el hombre con el cerebro más podrido que haya pisado este planeta y que ahora acaparaba el cincuenta por ciento de mi atención. Llené de notas los dos cuadernos que había traído de Buenos Aires y tuve que ir a una papelería a comprar otros dos. Si a mí me ocurría algo o si no era capaz de cazarlos de alguna manera, quería que quedase constancia de estos días y de los desvelos del pobre Salva, de los míos y también los de Sandra, porque Sandra se merecía que alguien le dijera a su hijo la clase de madre que tenía. Para hablar de Sandra decía «Ella» por si los cuadernos caían en otras manos, y tendría que pensar muy bien a quién se los enviaría si las cosas se ponían mal, porque no quería que toda esta investigación desapareciera como había sucedido con la de Salva. El problema de ser viejo es que nadie te toma en serio. Se nos considera anclados en el pasado e incapaces de comprender el presente y seguramente por eso habían tirado los papeles de Salva. También anotaba lo que me iba gastando. Quería que mi hija comprendiera que no me había gastado el dinero en caprichos sino en gasolina, el alquiler del coche, el alquiler de la suite al precio de una modesta habitación, ropa de abrigo, cuadernos, líquido para limpiar las lentillas, el menú de mediodía del bar y unas monedas para la lavandería, con las que me evitaba los precios de lavado y planchado del hotel. Me había traído bastantes medicamentos pero en caso de que se me acabasen tendría que ir al hospital y explicar mi situación, porque eran demasiado caros.
La lavandería estaba dos calles más arriba del hotel y mientras esperaba aprovechaba para redactar mis informes. Iba allí cuando ya no me quedaba ni un solo calcetín ni un solo calzoncillo. Las camisas a veces me las lavaba yo mismo usando los frasquitos de gel de la habitación y las colgaba de la barra del baño bien estiradas en la percha para no tener que plancharlas. A veces también me sentaba un poco en la terraza a escribir y me tapaba con una manta, de forma que respiraba bien y no tenía frío. Me había ido acostumbrando tanto a esta habitación, a esta terraza, a montar en el coche y vigilar a los carcamales nazis que no se me ocurría qué otra cosa podría hacer que no fuera ésta. Parecía que todo esto lo habían preparado al milímetro Salva y Raquel desde algún lugar lejano de mi mente para que le encontrara sentido a lo que me quedaba de vida.
Ahora también había añadido al anterior itinerario la casa del difunto Antón Wolf. Estaba escondida tirando hacia el interior, donde se habían restaurado y modernizado casas de huerta conservando el aire rústico. Sólo tuve que ir al registro de la propiedad para averiguar la dirección. Estaba a nombre de Elfe.
No era fácil dar con ella, había que meterse por un camino de tierra y yo lo hice con total descaro, como si me hubiese perdido. Antes de entrar en la propiedad ya estaba ladrando un perro. Me dispuse a girar, para dejar el morro apuntando al sendero, en la puerta de la casa, rodeada de un jardín tan silvestre que parecía campo. Lo hice despacio para darle tiempo a Elfe a salir. Bajo una pérgola había dos coches, uno flamante y otro viejo.
Era una mujer en las últimas. Los ojos se le habían empequeñecido de llorar y tenía el pelo sucio y sin peinar. En otro momento de la historia de la humanidad me habría dado pena. Su dolor me inspiraba curiosidad, podría ser el dolor de haberlo tenido todo y ahora estar dejando de tenerlo. Le acercó el agua al perro y luego vino a mí.
– Disculpe -dije-. Creo que me he confundido, busco…
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