De lo que me había dado Fred separé algo para unos ovillos de algodón perlado y unas agujas nuevas para empezar el segundo jersey. Guardaría el primero como recuerdo porque me había servido para equivocarme y aprender, pero el que llevaría mi hijo sería este otro, en el que pondría todo el cuidado del mundo. Inevitablemente al llegar a la sisa tendría que preguntarle a Karin. El resto lo haría yo sola.
Así que después de comer, mientras Fred y Karin se vestían para ir al entierro de un amigo suyo, a la hora en que otros días Karin se echaba la siesta en el sofá tapada con una manta y con la televisión encendida porque la televisión para Karin era un narcótico, saqué el ovillo y las agujas de una bolsa de terciopelo morado que me había regalado Karin para guardarlos y me puse a darle y a darle a las agujas, eso sí, lentamente, hasta que más o menos al cuarto de hora me empezaron a salir de la cabeza pensamientos, como de un hormiguero. Pasaban uno tras otro, aparecían y desaparecían, menos el asunto del uniforme y el recorte de prensa que me había dado Julián. Según Julián eran nazis, lo que encajaba con el uniforme de oficial de las SS que le había visto puesto a Fred aquella noche al volver de la fiesta en casa de Otto y Alice. El uniforme, un uniforme de la enorme talla de Fred, ¿sería alquilado o de su propiedad? Si Julián tenía razón, lo guardarían en algún sitio. Aunque si me olvidaba de sus sospechas también podría pensar que la gente tiene unas fantasías de lo más raras y en este caso puede que no tuviesen nada que ver con lo que el uniforme significaba. Comparado con los que se excitaban sexualmente vistiéndose de dibujos animados, lo de Fred podía tener un pase, quizá era su manera de animarse con Karin. Pero ¿por qué quería engañarme a mí misma? Fred con el uniforme era un perfecto nazi. Lo que ocurría era que sin uniforme, con ropa normal, yo no sabía cómo era un nazi, ¿en qué se les notaba? No permitirían que se les notase. Yo no notaba nada especial.
Y a mí ¿qué me importaba? Sí, sí me importaba, o sentía curiosidad, no sé. El caso es que dejé las agujas en la bolsa de terciopelo y salí a la aventura por la casa. Hasta este momento nunca había sentido una tentación seria de husmear. De alguna manera estaba volviendo a la infancia, cuando era tan placentero abrir cajones y escudriñar lo que había dentro sin que nadie supiera que lo estaba viendo. Aunque ahora el placer se mezclaba con la prevención.
La casa tenía dos pisos, un sótano, un invernadero, un trastero, un garaje y en lo más alto una buhardilla sin escaleras ni ningún tipo de acceso. Normal, porque para ellos dos les sobraba casa. Repartidos por las habitaciones había baúles y arcones antiguos muy bonitos donde se guardaban los abultados edredones y las alfombras en verano, y armarios. Cuando yo fuese vieja y no pudiera estar todo el día por ahí también querría tener una casa muy grande, como ésta, para ir de una habitación a otra sin aburrirme. Karin tenía que subir trabajosamente al piso superior agarrándose de la artística barandilla de caoba. Seguramente cuando se instalaron aquí no se podía imaginar que terminaría así. Y puede que lo peor no hubiese llegado aún. Así que procuraba quedarse en la planta baja hasta la hora de acostarse y cada vez había más cachivaches suyos abajo que tendrían que estar arriba, pero que iba dejando aquí para no tener que ir por ellos o mandarme a mí a traérselos. Le dije que para que no hubiese tantas cosas por en medio, zapatos, vestidos, algún jersey, una chaqueta, los guardaría en un baúl en la salita-biblioteca, pero ella me dijo que ni se me ocurriera porque en la salita-biblioteca sólo podía entrar Fred. Fred era muy celoso con el orden que le daba a sus papeles y los libros y se ponía fuera de sí si alguien le tocaba sus cosas. Por este motivo esa puerta permanecía cerrada con llave, para que no entrase alguien por descuido y evitar así un disgusto. Sin embargo, cuando tenían que esperarle sus conocidos, Martín, la Anguila u Otto, les permitían estar allí solos, lo que pensándolo bien no era de mi incumbencia y me callé. Era evidente que esa puerta estaba cerrada sólo para mí.
Subí a las habitaciones haciendo, aunque no hubiese nadie aparte de mí, el mínimo ruido posible. Sólo se oía el tictac de un reloj antiguo de porcelana, que debía de ser muy valioso, y normalmente también habrían sonado los ronquidos de Karin. Solía dormir tres cuartos de hora roncando a pleno pulmón. Las puertas llevaban sin engrasar mil años y todas chirriaban. Según Karin funcionaban como alarmas ante la presencia de cualquier intruso. También las puertas del armario chirriaban. Las abrí y me quedé maravillada ante los preciosos trajes de noche de Karin. No era sólo el blanco que llevaba puesto en la fiesta de Otto y Alice. Eran por lo menos cien, metidos en fundas de tela. Seguro que cada uno costaba un dineral. Nada más pude ver unos cuantos subiendo las fundas y no del todo. Empotrada en la pared del armario había una caja fuerte donde seguramente guardarían las joyas, porque con estos vestidos habría que llevar joyas igual de valiosas. A continuación abrí la parte del armario perteneciente a Fred. El orden era aún mayor que en la parte de Karin. Las fundas aquí eran transparentes y dentro no había ningún uniforme. Me quedé un instante embobada con la perfecta colocación de las corbatas, de los pañuelos, de los calcetines. Cerré y miré en el baúl lacado que había a los pies de la cama y tal como me imaginaba había un edredón. Salí y volví a cerrar con la sensación de que mis huellas estarían por todas partes, una consideración absurda creada por un temor infundado. También pasé al cuarto de invitados y miré en los cajones de la cómoda y en el correspondiente armario. Y me asomé a los tres dormitorios restantes. Al fondo del pasillo había una puerta también cerrada con llave. Había muchos sitios donde podría estar guardado el uniforme de nazi, pero también podría ser que fuese alquilado y lo hubiesen devuelto. No me di cuenta del tiempo que llevaba yendo de un lado para otro, abriendo armarios y cerrándolos, hasta que oí la puerta de la calle y las zancadas de Fred subiendo la escalera.
Le pregunté por el entierro, y él me preguntó si había habido alguna novedad en la casa en su ausencia. Le dije que no y noté que se quedaba con ganas de saber qué estaba haciendo por allí arriba, así que le dije que me había echado a descansar en mi cama y que ahora me sentía atontada y que me marchaba a dar una vuelta en la moto para despejarme.
Bajé al pueblo y fui hasta el hotel de Julián. Recordaba que me había dicho algo de que no fuese por allí, pero nunca me tomaba en serio esas cosas, me parecían exageradas, así que aparqué un momento, escribí una nota diciéndole que le esperaba al día siguiente a las cuatro en el Faro, pasé al vestíbulo, hice como que miraba un periódico, me escabullí hacia los ascensores, llegué a su habitación y le metí la nota por debajo de la puerta. Salí como había entrado, tratando de que no me viese nadie, pero no sabía si lo habría conseguido.
Al día siguiente de lo del Nordic Club tuvimos entierro. Era nada más ni nada menos que el de Antón Wolf, comandante de un batallón de las Waffen-SS, célebre por haber participado en la matanza de cuatrocientos civiles de un pueblo italiano, la mayoría mujeres y niños. Seguramente Salva lo tenía localizado, pero yo no había sido capaz de verlo, de nuevo se me escapaba uno de ellos delante de mis narices, aunque fuese para el otro mundo. Lo había tenido ante los prismáticos y no lo había reconocido, como si en el fondo estuviera olvidando más de lo que creía. Estaba tan pendiente de lo que hacían Fredrik y Otto que Antón Wolf me pasó desapercibido. Había logrado escapar. Fue enterrado frente al mar.
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