Miró a mi alrededor como buscando a una mujer invisible.
– Se ha quedado en el hotel, no se encuentra bien. ¿No sabrá usted de alguna casa parecida a ésta que esté en alquiler?
Me quité el sombrero panamá y me abaniqué con él sin sentir auténtico calor, lo hice por alargar el momento y no marcharme sin más. Y dio resultado, porque abrió la verja.
– Puede pasar y sentarse, le traeré un vaso de agua. Aún hace calor.
– Por curiosidad, ¿cuántas habitaciones tiene?
– Tres -dijo desde dentro. Luego se oyó el chorro del agua y algún ruido más.
– Aquí se está muy bien -dijo tendiéndome el vaso-. Todo el día saliendo y entrando en contacto con la naturaleza. Ya ve, los árboles, las flores, el aire, el sol. Es lo que más me conviene en estos momentos.
Se notaba que tenía los problemas típicos de la edad, no saber qué hacer con la vida, el miedo a la soledad y la energía.
– Gracias por permitirme sentarme. Me tomo una pastilla para el corazón que me baja mucho la tensión.
Me dijo que me entendía muy bien porque ella al poco de llegar aquí se mareó en la playa y lo pasó fatal. Arrancó una camiseta del tendedero y se la puso encima.
– Estoy embarazada de cinco meses.
De cinco meses, pensé para mí, esto lo complicaba todo. ¿Cómo iba a meter a una embarazada en este berenjenal? Me levanté dispuesto a marcharme como si ya hubiera descansado lo suficiente.
– ¿Adonde va? -dijo alegremente-. Si la casa le gusta voy a enseñársela.
La seguí adentro, al piso superior. Sí, tenía la barriga abultada, redondeada. El ya lejano embarazo de Raquel me conectaba de alguna manera con el de esta chica, algo sabía yo de esas cosas, no me sonaban a chino. No tuvo inconveniente en que le echase un vistazo a su cuarto con la cama revuelta. Parecía verlo todo normal, natural. Hablaba, decía que se encontraba en esta casa como en un monasterio y que había venido a aislarse y reflexionar sobre su vida. Yo no preguntaba, era mejor que ella contase lo que quisiera.
– Antes no le dije la verdad. Esta casa es de mi hermana y la alquila por temporadas. Puede que el verano que viene esté libre. Si quiere hablo con ella.
Le dije que de acuerdo, que también yo se lo comentaría a mi mujer.
– Mi nombre es Julián -le dije estrechándole la mano-. Si no le importa me pasaré por aquí en otro momento.
– Sandra -dijo ella sin sonreír, pero sin estar seria. De algún modo, no necesitaba sonreír para ser agradable-. Venga cuando quiera.
Y añadió con cierta preocupación:
– Antes iba algunos días a la playa con unos amigos, pero han desaparecido, han dejado de venir sin darme ninguna explicación.
Debía de referirse a Fredrik y Karin, lo que junto con lo del hotel significaba que mi presencia les había puesto muy nerviosos.
– No se preocupe, volverán.
– Bueno, son mayores, quizá alguno haya enfermado.
– También eso es posible -dije, tanto para ella como para mí mismo.
Nada más llegar al hotel pensaba llamar a mi hija para decirle que por fin había encontrado una casita ideal para nosotros dos, de momento no estaba libre pero seguramente lo estaría en verano. Y también le diría que mi estancia aquí se iba a alargar unos días más de los previstos. Ella insistiría en venir hasta aquí para vigilar que no hiciera ninguna locura, pero yo le diría que sería mejor ahorrar ese dinero para el alquiler de la futura casa. Y por supuesto me callaría lo de la suite, no porque deseara disfrutarla yo solo, sino porque en esta situación una suite no suponía ningún placer.
Aunque casi nunca las cosas suceden en el orden en que se piensan. Y en cuanto puse el pie en el vestíbulo, Roberto, el conserje, salió del mostrador y fue hasta mí para decirme que alrededor de las once un individuo había preguntado si me había marchado del hotel. Afortunadamente estaba Roberto de servicio.
– Le dije que ésa era información confidencial -dijo Roberto-, pero cuando insistió en que era importante y que quería hablar con el director, creí que lo mejor era decirle que había abandonado el hotel. No sé si habré metido la pata. Tendría unos treinta años, moreno y ancho de cuerpo, más bajo que yo.
– Gracias -dije-. No conozco a nadie de esas características. Como le dije, creo que me están confundiendo con otra persona.
Roberto me miraba a la defensiva, ya no se creía todo lo que le decía.
– Entonces daré orden a mis compañeros de que no contesten ninguna pregunta sobre usted.
Le sonreí y abrí los brazos en señal de impotencia y en señal de que no escondía nada y de que estaba siendo objeto de una confusión absurda.
La puerta de la habitación permanecía como la había dejado. Al abrirla, los papeles transparentes cayeron al suelo y los recogí. No era buena noticia que Fredrik tuviera seguidores (como el que había preguntado por mí, como los que habían destrozado el cuarto), quizá, jóvenes neonazis. Mejor sería que se tratase de matones a sueldo, serían menos fanáticos. Volvía a sentirme como David contra Goliat, un David sin fuerzas. Y por otra parte, ¿qué pensaría Roberto de mí?
Eché de menos seguir con el jersey que había comenzado a tejer y echaba de menos a estos abuelos adoptivos que habían entrado y salido de mi vida como si mi vida fuera el metro o el autobús, pero sobre todo no me parecía normal. Estaba fuera de toda lógica que ellos fueran más caóticos que yo, que siempre me había considerado la reina del cambiar de opinión y del no tener las ideas claras. Pensaba que al llegar a su edad las dudas habrían pasado a la historia, porque el camino ya estaba hecho y no habría que darle tantas vueltas a lo que se iba a hacer dentro de diez minutos. Podría ser que yo sin querer hubiese dicho o hecho algo que les hubiese molestado, al fin y al cabo éramos de diferentes culturas y de diferentes generaciones, y sería normal que surgieran malentendidos. Aún recordaba aquella mirada, totalmente incomprensible para mí, que se echaron mientras yo hablaba. O, lo más sencillo, que Karin hubiese recaído con lo de la artrosis. ¿Y me importaba mucho que a Karin se la comieran los dolores? En parte sí y en parte ya había regado las plantas, había tendido y recogido y doblado más ropa y lo sabía casi todo sobre Ira. Necesitaba volver a ver a personas conocidas que me dieran la bienvenida y calor humano, y no tenía que buscarlas, las tenía al alcance de la mano con sólo montarme en la Vespino y ponerla en marcha.
Así que al atardecer preparé para ascender hasta el Tosalet una mochila con algo de ropa por si me quedaba a dormir. En el fondo me atreví a subir a esa hora con la secreta intención de no tener que bajar de noche. Y aunque sería bonito rodar en medio de las estrellas, los árboles y los montes a la luz de la luna, también aumentaba la sensación de riesgo, de peligro, de indefensión. El miedo a todo y a nada se me había metido en el cuerpo, se había apoderado de mí, una cobardía sin sentido. O puede que fuese precaución. Los coches que llevaba pegados a la espalda se desesperaban porque no era fácil adelantar en las curvas, pero el precipicio de mi derecha me impresionaba más que ellos. ¡Jódete y jódete!, decía entre dientes a los coches. Para colmo hacia la mitad del camino empezó a lloviznar con gotas que se fueron haciendo más y más grandes. Fue angustioso porque no podía parar y se veía poco. Así que respiré cuando llegué a la zona residencial de los noruegos.
Callejeé con la moto hasta Villa Sol. Ahora las gotas se habían convertido en agujas de plata, parecía que tenían luz propia y que iluminaban la oscuridad. La noche se había ido echando encima. ¿Qué hacía aquí? Ni mis padres ni Santi se podrían imaginar que ahora mismo estaba buscando la casa de unos extranjeros jubilados en un paraje extraño en medio de la lluvia. No sé por qué hacía esto. Hacía cosas sin sentido porque ahora no tenía trabajo ni disciplina. Pero tener trabajo era darle un sentido superficial a la vida, una seguridad falsa. Tampoco me convencía que la panacea de la vida fuese tener un horario y estar atada a un sueldo. ¿Y si el destino me hubiese puesto en el camino a Fred y Karin para poder librarme de una vida tan mediocre? Villa Sol, la granja del fiordo, el todoterreno verde oliva y el Mercedes negro que había visto que guardaban en el garaje tendrían que ser para alguien a su muerte. Y su muerte podría llegar en cualquier momento. No me guiaba el interés. Había subido hasta aquí jugándome la vida porque en las circunstancias actuales me encontraba mejor con ellos que sin ellos, lo que no impedía que considerase la posibilidad de que influyesen en mi futuro para bien. Ya me veía criando a mi hijo en esta casa y llevándole al colegio en el todoterreno. Vendería el Mercedes y alquilaría el piso superior para vivir con desahogo. En el invernadero pondría un pequeño taller de cerámica y me dedicaría a la artesanía. Quizá pudiera vender algunas piezas en el mercadillo de los jueves. Y todo esto lo tendría porque Fred y Karin me querían como a una auténtica nieta, más que a una nieta, porque nuestra relación era espontánea, elegida por nosotros y no por ataduras de sangre, de lo que habría mucho que hablar, ¿qué era eso de la sangre?
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