Clara Sánchez - Lo que esconde tu nombre

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Un subyugante relato de terror sin efectos sobrenaturales, y es también, y ante todo, una absorbente novela sobre la memoria y la redención de la culpa. Sandra ha decidido retirarse a un pueblo de la costa levantina: ha dejado el trabajo y, embarazada, pasa los días intentando aplazar la decisión de qué hacer con su vida. En la playa conoce a un matrimonio de octogenarios noruegos que parecen la solución a los problemas de Sandra.
Julián, un anciano que acaba de llegar de Argentina, superviviente del campo de exterminio de Mauthausen, sigue paso a paso las idas y venidas de los noruegos. Un día Julián aborda a Sandra y le revela detalles de un pasado que a Sandra sólo le suenan por alguna película o algún documental: horrores en blanco y negro que no tienen nada que ver con ella. Aunque el relato de Julián le parece a Sandra descabellado, empezará a mirar de una forma nueva a los amigos, las palabras y los silencios de la pareja de ancianos, sin darse cuenta de que el fin de su inocencia está poniendo su vida en peligro.

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Fredrik y el otro estaban mirando unas camisas de oferta. Tres camisas vaqueras por el precio de dos. Me revolvió las tripas que estuvieran hablando de camisas y que estuvieran mirando las tallas, me indignó que fueran más felices que yo, y que Fredrik después de todo lo que había hecho aún tuviera a Karin. Caminaban entre sus víctimas, se cruzaban con gente a la que de buena gana habrían gaseado.

Fredrik dijo en alemán que quería comprar una lubina porque tenían una invitada a comer y se despidieron. Es curioso que yo comiese mucho más antes de entrar en el campo que después de salir. Jamás volví a comer demasiado, como si me diesen respeto un simple trozo de carne y unas zanahorias. Por la comida se puede hacer cualquier cosa, robar, prostituirse, matar. Raquel se salvó por los pelos de entrar con las polacas en el prostíbulo del campo. Aunque a muchos oficiales y kapos les gustaban más los niños, sobre todo los rusos. ¿Qué habrá sido de aquellos niños? Había un kapo en el campo que a veces se metía en el barracón con diez a la vez y no se podía hacer nada para impedirlo.

Fredrik fue al puesto del pescado con bastante gente arremolinada alrededor y cogió número. Calculé que por lo menos tardarían media hora en despacharle. Él también debió de pensarlo y sacó un papel del bolsillo, seguramente la lista de la compra, la leyó, volvió a guardarla, fue hasta la sección del aceite y cogió dos botellas, a continuación sacó las camisas y se quedó mirándolas como si quisiera hipnotizarlas e hizo girar el carro con decisión para desandar el camino. Habría jurado que iba a cambiarlas o a deshacerse de ellas porque de pronto no querría llevar las mismas camisas que el otro. Habría caído en un sentimiento de confraternización que había llevado demasiado lejos o las habría cogido para deshacerse de su amigo lo antes posible.

Llegué antes que él y me situé detrás de unas toallas de playa colgadas todo lo largas que eran para que se apreciaran bien los dibujos. Las camisas eran la oferta estrella y estaban revueltas en un expositor. Fredrik sacó las suyas del carro y las dejó allí y se quedó mirando el resto de las que había y entonces me vi impulsado a decirle desde detrás de las toallas: «Sé quién eres. Eres Fredrik Christensen y te voy a coger, pero primero voy a coger a la enfermera Karin».

Una vez dicho esto me quedé con las ganas de haber dicho algo más, de soltar un poco del veneno que me había subido a la garganta, pero era mejor ser escueto y frío y dejar que su mente trabajara.

Exactamente como me habría ocurrido a mí, se quedó paralizado unos segundos, sin reaccionar, sin saber dónde mirar a pesar de que la voz le había llegado por detrás. Debía de llevar demasiado tiempo sin recibir ningún susto y con la guardia baja. El problema es que me costó trabajo girar el carro por esa tendencia que tienen los carros de los supermercados de irse hacia un lado, quizá debería haberlo abandonado allí, pero no reaccioné a tiempo y cuando me di cuenta lo tenía a unos metros. Venía detrás, no quería volverme para que no me viera la cara, pero sentía que era él, y lo supe con certeza cuando al apretar el paso también lo apretó él, su carro sonaba como un tren descarrilando. También el mío, corría lo que podía para escapar de su enorme zancada, aunque yo tenía la ventaja de que mi cabeza no sobresalía, de que podía desaparecer entre los tambores de detergente. Así que abandoné el carro donde pude y me escondí tras una montaña de libros. Oí alejarse el traquetear de su carro y me escabullí hacia la salida. Me metí en el coche y esperé mientras me limpiaba el sudor y me serenaba. Aún no había llegado el momento de tomarme la pastilla de nitroglicerina que siempre llevaba en el bolsillo de la camisa.

Tardó casi una media hora más en salir, metió la compra en el maletero (por lo que se veía ni por un suceso de este calibre pensaba romper su programa) con la cara desencajada y una mirada despiadada. Me sentía más dueño de mí que nunca. Haría las cosas a mi manera. Me dejaría llevar por la intuición y la experiencia. Yo estaba en el fin del mundo y cuando llega el fin del mundo ya nada vale lo que valía antes. Seguramente no era prudente el paso que acababa de dar, pero por otro lado quería sacarle de sus casillas y que se pusiera en movimiento, y en cualquier caso, lo hecho hecho estaba.

Ahora debía ser prudente y seguirle a más distancia porque aunque no me conocía podría detectarme como una presencia non grata.

Subimos al Tosalet, pero no fuimos a Villa Sol, sino a otra villa, a unos trescientos metros, que no tenía nombre, sólo el número 50. Aparqué bastante más abajo y cuando vi que a la hora no salía, me marché. Teniendo localizado este lugar sería cuestión de poco tiempo enterarme de quién vivía aquí. Con toda seguridad, uno de ellos.

Sandra

A las seis, Fred no había vuelto del centro comercial y Karin empezó a preocuparse. No había forma de localizarle. No tenían móvil. Ninguno de los tres hacíamos mucho caso del teléfono. Por mi parte cuando una tarjeta se me acababa tardaba siglos en comprar otra, me parecía una manera absurda de tirar el dinero que no tenía. Y ellos no se habían acostumbrado a las nuevas tecnologías, tampoco usaban ordenador. Así que me parecía mal marcharme dejando a Karin en esta situación de incertidumbre y continué con el jersey. Cada vez iban saliendo mejor, más iguales todos los puntos. Y a pesar de lo preocupada que estaba Karin por Fred, de cuando en cuando se agachaba a mirar cómo lo llevaba.

A eso de las seis y media nos metimos en la casa. Y algo más tarde le abrí la puerta al chico ancho de cuerpo de la otra noche, llamado Martín, que llevaba la misma camiseta negra sin mangas, vaqueros y zapatillas desgastadas, y al delgaducho, la Anguila, que le daba mucha menos importancia a la ropa y al look que Martín. La Anguila me preguntó por Fred con aire de no saber qué pintaba yo en aquella casa y se me acercó al oído de una forma que me intimidó: ¿Te has quedado a vivir aquí?, dijo.

Menos mal que enseguida llegó Karin. Vino del salón a la puerta de la calle con una rapidez pasmosa.

– Ya me ocupo yo -dijo.

Y se los llevó hacia la salita-despacho que había en la misma planta baja y donde de pasada había visto una mesa con papeles, una máquina de escribir de las de antes y libros. Alcancé a oír que les decía que Fred estaba tardando más de la cuenta y que estaba preocupada.

– Ayudan a Fred con las cuentas y los recados -dijo refiriéndose a la visita cuando volvió a la cocina, donde yo no sabía qué hacer, porque de pronto me encontraba metida en unas vidas que ni me iban ni me venían-. Dicen que esperemos un rato más antes de salir a buscarle. A veces Fred se encuentra con alguien, se pone a hablar y se le pasa el tiempo volando.

Luego se cogió la cabeza con las manos, no en plan dramático, sino para pensar mejor. Unos débiles bucles, recuerdo de los que debieron ser hermosos bucles dorados, le cubrieron los dedos.

– Si a Fred le ocurriera algo sería el fin, ¿comprendes?

Sí, podía hacerme una idea, pero en estas ocasiones es mejor no ahondar y no dije nada. En cuanto a mí, aguantaría un poco más porque de marcharme ahora no podría dormir tranquila. No era tan fácil entrar y salir de las situaciones como si nada. Desde fuera todo se veía de otra manera, del mismo modo que mi hijo dentro de mí las vería de una forma completamente fantástica.

Y cuando por fin Fred abrió la puerta con la llave y entró con las bolsas de la compra sentí un enorme alivio como si me importase mucho, cuando en realidad no me importaba casi nada. Karin tiró las agujas a un lado, se levantó y literalmente corrió hasta Fred. Yo llevé las bolsas a la cocina mientras ellos hablaban en su lengua. Como no entendía ni patata me centré en la entonación. Primero Karin expresó el lógico alivio combinado con alegría. Fred dejó salir su voz neutra tirando a monótona y grave, lo que estaba contando era importante, no era una tontería como que se te pinche una rueda. Karin escuchaba en completo silencio y luego contestó con sorpresa y también con alarma. Su voz había recuperado la fuerza. Estaba claro que tenían un problema.

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