Clara Sánchez - PresentimientoS

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¿Nunca te has despertado con la sensación de seguir dentro de un sueño?
Tras un accidente, Julia queda suspendida entre el sueño y la realidad, y sólo su instinto de supervivencia podrá guiarla hasta reencontrarse con las personas que quiere. En Presentimientos, Clara Sánchez narra la envolvente y misteriosa historia de una mujer atrapada en un escenario irreal, pero extrañamente familiar, por el que deambula en busca de una salida.
Una novela lúcida, un viaje lleno de humor y aventuras en el límite de lo desconocido capaz de llevar al lector de la sorpresa a la reflexión más profunda, una combinación perfecta de realidad y fantasía.

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Ocuparon un bajo, que en el fondo era mejor porque tenía un pequeño jardín y no había que subir escaleras con Tito, la silla, la bolsa y la sombrilla. Pero sentían que le debían mucho a los dueños del que dejaban, Tom y Margaret Sherwood. Gracias al instrumental de repostería con que Margaret había provisto la cocina, a Angelita se le ocurrió lo de la tarta, que a Julia le indicó el camino de vuelta al apartamento.

Angelita confesó que aquella mujer llamada Margaret le había dado mucha fuerza, que parecía que el apartamento estaba impregnado de su espíritu y que en un altillo había encontrado ropa de mujer en una caja de cartón donde ponía Margaret y que cuando Angelita se vestía con ella se sentía mucho más joven y más fuerte y que entonces lo que le ocurría le ocurría a una persona que estaba en perfecto estado mental y físico para afrontarlo. Pero al despertar Julia de su largo sueño, había dejado de tener efectividad así que volvió a guardar la ropa lavada y planchada en la caja y la caja donde la había encontrado. Decía que Margaret debía de ser una persona muy positiva y con mucha energía y que todas sus cosas estaban cargadas con esta energía y que pensaba llevarse aquella foto de ella y Tom como recuerdo y dejaría una carta para ellos en el buzón explicándoles lo importante que había sido pasar este tiempo en un apartamento con tanta vida dentro y que en compensación les dejaba un regalo que podían incorporar a la decoración del apartamento o hacer con él lo que quisieran.

Angelita les compró a Tom y Margaret, esos viejos amigos a quienes nunca habían visto y que probablemente jamás conocerían, un frutero muy bonito de barro cocido, que se rompió en cuanto Angelita salió por la puerta camino de Madrid. Se marchó un día antes de trasladarse al nuevo apartamento en el bajo. Era el único que quedaba libre y tenía una habitación menos, así que Angelita dijo que ya era hora de que estuvieran solos y que empezaba a sentirse un estorbo.

Aun vistiendo su propia ropa el aspecto le había cambiado. Se movía con agilidad y se la veía segura del terreno que pisaba. La llevaron al aeropuerto por cortesía, pero no porque lo necesitase o se quedaran intranquilos. En cuanto comprobaron que pasaba el control de seguridad, regresaron. Era mediodía y Julia quería darle de comer a Tito lo antes posible y que se echara la siesta.

El nuevo apartamento olía a detergente. Lo acababan de limpiar y de retirar los rastros de los inquilinos de la quincena anterior. Tito se puso a gritar contento igual que si por un golpe de conocimiento comprendiera todo lo que había sucedido. El jardincito tenía unos metros de césped que teñían de tono verdoso el minúsculo salón. Y quienquiera que lo hubiese limpiado había dejado las puertas abiertas para que se secase el suelo. Pusieron a Tito en la silla mirando hacia fuera. Recorrieron de dos zancadas la habitación, el baño, el cuarto del calentador, donde también había un tendedero de plástico plegado, una cesta con pinzas de colores y una fregona. La distribución era prácticamente igual que la otra, aunque más impersonal. En el buzón figuraba un nombre masculino de resonancia sueca, noruega o danesa. Los muebles eran de mimbre blanco seguramente para no empequeñecer aún más la vivienda. En la cocina no había nada que delatase la personalidad del dueño, sólo en una vitrina junto al sofá se exhibía un juego de café en cerámica búlgara, lo que significaría que habrían hecho un viaje o que alguien se lo había traído como recuerdo. Y había algo más. Sobre la vitrina había una fotografía.

Julia y Félix se quedaron contemplándola boquiabiertos. Era la foto de Tom y Margaret. La misma foto sonriente en el mismo marco de madera. Julia y Félix se miraron sorprendidos. Seguramente con el apartamento entraban algunos muebles y adornos como este marco con la misma foto de prueba, lo que significaba que esas personas no existían. También el florero que había sobre la mesa redonda y el cenicero eran parecidos. Esa foto acompañaba el marco simplemente para que el cliente se hiciera una idea de cómo quedaría su propia foto allí. Y digamos que casi nadie se había molestado en cambiarla.

– Y pensar que he soñado con esa mujer, que he hablado con ella, que hizo la tarta que me condujo hasta aquí. Y todo era real, ella también. Imagínate que ahora también estuviésemos soñando, soñaríamos con cosas y personas que hemos visto en otra vida o en otro mundo -dijo con un tono de voz reflexivo y pausado, místico, en una palabra.

Félix escuchaba a Julia alerta, algo estaba cambiando. Cuando se volvió a él lo miró sonriente, como si por fin lo hubiera aceptado en su vida. Félix dudó si tendría que divorciarse de esta Julia. Si ella había evolucionado hacia otro estado interior, tampoco las circunstancias eran las mismas. ¿Y si dejaba de darle tanta importancia a lo que había descubierto? Al fin y al cabo lo que había descubierto pertenecía al pasado, y ahora ya estaban en el futuro. Había llegado al convencimiento de que hay personas que atraen la información hacia sí, mientras que otras se enteran de lo mínimo. Es una manera de ser, que a veces es mejor no alterar. Después de todo, el mundo se sostenía en tantas mentiras, que si esas mentiras se desmoronaban los cimientos cederían y todos se hundirían, y ante esa perspectiva habría que preguntarse si merecía la pena la verdad.

Llamaron a la puerta a las cuatro de la tarde por el reloj de la mesilla. Julia medio abrió los ojos y volvió a cerrarlos. Estaba consiguiendo dormir muy bien, sin miedo a no despertar, por lo que quizá no fuese preciso recurrir a un psicólogo, o si recurrían sería cosa de poco.

Félix cruzó el pasillo y el verdoso saloncito con enorme pesadez, como si cada una de las pisadas dejase una profunda huella en el suelo. Al segundo timbrazo se precipitó a abrir para que no se despertase Tito y se encontró con un individuo que le resultaba familiar. Llevaba pantalones cortos por la rodilla y náuticos azul marino. Sobre el tronco, un polo negro. Miró a Félix con la cabeza ladeada y en un ángulo que iba de abajo hacia arriba. No le era extraña esta forma de mirar.

– ¿Nos conocemos?

– Le traigo un regalo de Abel. No creo que sepa que murió hace unos días.

¡No me diga! Abel, el paciente del hospital. Ahora recordaba perfectamente al hombre que tenía delante, apoyado en la pared frente a la puerta 403.

– Usted era… -dijo haciéndose a un lado para dejarle entrar. Con los dos dentro, el salón parecía aún más pequeño.

– Cuidaba de él, de que nadie le molestara y de que le atendiesen bien. Nos turnábamos una compañera y yo, ya sabe… Me ha costado dar con ustedes -echó un vistazo al pequeño entorno-. Han cambiado de apartamento.

Félix sintió cierto respeto hacia la profesionalidad y lealtad hacia su jefe de este hombre que cumplía sus promesas, lo que podría significar que el quijotesco Abel gozaría de auténticas cualidades humanas. Así que se sintió obligado a interesarse por él, por cómo falleció.

– ¿Falleció en el mismo hospital? -preguntó Félix.

– A los dos días de salir le repitió el infarto -contestó con la voz práctica de quien sabe que es inútil emocionarse y le entregó un sobre amarillo y acolchado que llevaba en la mano.

– Es mejor que lo abra cuando esté solo -le susurró casi al oído, lo que daba a entender que Félix debía ocultárselo a Julia.

Félix dudó si ofrecerle algo de beber, pero era más fuerte su deseo de que se marchara lo antes posible.

Desde el jardincito lo vio dando la vuelta por el sendero de adoquines rosas hacia la salida. El vello rubio de las pantorrillas le brillaba al sol mientras se ponía unas gafas negras. Los pantalones cortos impecablemente planchados, la alianza en la mano con que le había entregado el paquete lo convertían en un inocente padre de familia, de la misma estirpe de Félix, disfrutando de tiempo libre. Había venido relajado y fuera de servicio a cumplir una última voluntad.

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