Clara Sánchez - PresentimientoS

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¿Nunca te has despertado con la sensación de seguir dentro de un sueño?
Tras un accidente, Julia queda suspendida entre el sueño y la realidad, y sólo su instinto de supervivencia podrá guiarla hasta reencontrarse con las personas que quiere. En Presentimientos, Clara Sánchez narra la envolvente y misteriosa historia de una mujer atrapada en un escenario irreal, pero extrañamente familiar, por el que deambula en busca de una salida.
Una novela lúcida, un viaje lleno de humor y aventuras en el límite de lo desconocido capaz de llevar al lector de la sorpresa a la reflexión más profunda, una combinación perfecta de realidad y fantasía.

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Angelita desde hacía unos días había ido recuperando su vestuario anterior. Y se le veía la raíz del pelo completamente blanca. Ya no se mostraba tan ágil, con tanta energía, ni segura de sí. Era como uno de esos héroes que en un momento de su vida reaccionan con un acto de valentía, de fuerza o de agilidad sorprendentes, sobrehumanos y después vuelven agotados a su estado anterior.

– En la otra vida reservé una mesa como ésta -dijo Julia como quien ha regresado de un largo y exótico viaje y tiene tantas cosas que relatar que no puede evitar que vayan saliendo.

Contó lo que había maquinado para que llamasen desde el restaurante a Félix al ver que unos clientes apuntados en el gran libro de la entrada no acudían. Félix y su madre la miraban sin comprender. Pero había una explicación. En su desesperación al no poder comunicar con Félix, Julia pensó que tal vez otra persona sí pudiese y que Félix al recibir aquella llamada comprendería que era una forma de darle una dirección para encontrarse con ella. En el razonamiento de los sueños nada es absurdo, no como en la vida real en que algunas cosas son absurdas y otras, no.

– Pero el maître no llamó por teléfono, optó sin más por sentar allí a otras personas -dijo Julia.

– Bueno, es lo que suelen hacer -dijo Félix-. Y te digo que en tu lugar, de haberme encontrado en esas situaciones tan difíciles, no habría sabido cómo reaccionar.

– Entonces me llegó el olor de la tarta. Fue una gran idea -dijo Julia mirando cariñosamente a su madre-. Una tarta encaja muy bien en un restaurante. Creo que me iba agarrando a todo lo que podía para encontrar la puerta del apartamento, que no era ni más ni menos que la puerta a esta vida.

– Estoy muy orgullosa de ti -le dijo Angelita dándole enternecida un muñeco a Tito-. Te las has arreglado muy bien y has sabido cuidar de ti. Pocos han pasado por algo tan duro.

Julia agachó la cabeza algo incómoda. Nunca le habían gustado las muestras excesivas de afecto procedentes de su madre. No estaba acostumbrada a ellas y no sabía qué hacer con ellas, cómo corresponder, no tenían ese tipo de relación tan expresiva. Y además, ahora según le había confesado a Félix la abrazaba y la estrechaba en cuanto la pillaba a solas en cualquier lugar del reducido apartamento, lo que le resultaba muy agobiante. No se podía pasar de estar completamente sola y en la indigencia a ser abrumadoramente querida, escuchada, atendida, comprendida y admirada.

De regreso al apartamento con el consabido atasco en la carretera del puerto, Angelita entretuvo a su nieto cantándole canciones infantiles. Era la primera vez que Félix la oía, quizá porque Angelita desde que él la conocía nunca había estado tan contenta como ahora, y le sorprendió mucho lo mal que cantaba. Soltaba tantos gallos y deformaba de tal manera las melodías que a Félix le costaba trabajo reconocer las canciones. Jamás se había topado con alguien con una falta tan absoluta de oído para la música. Se había quedado más noqueado que si su suegra se hubiese arrancado con un aria perfecta. Para Julia no era ninguna novedad y siguió sumida en el paisaje y sus pensamientos. Iba ensimismada en el mar, en la oscuridad a veces brillante que se extendía hasta el horizonte. Hasta que en un momento determinado varias filas de apartamentos lo ocultaron, entonces sólo llegaba el ruido de las olas, rítmico.

Al pasar junto a La Felicidad Julia le pidió que fuera más despacio. Las potentes luces de sus letras oscurecían las estrellas. Le dijo que cuando dejasen a Tito y a su madre en el apartamento podrían volver a tomarse una copa allí, no quería regresar a Madrid sin bailar un poco. Angelita bajó el tono de sus cánticos, desde luego sabría que no era María Callas, pero tampoco era completamente consciente de hasta qué punto. La Felicidad empezaba a animarse a las doce, dentro de una hora, y a ellos les vendría bien un poco de diversión. Félix trataría de no aburrirse o por lo menos de disimularlo para que Julia fuera feliz.

Julia se puso un vestido largo, negro, con la espalda al aire. Le estaba ancho, pero el pelo al cepillárselo cobró tal protagonismo que todo lo demás pasó a un segundo plano. En estos días había recuperado el brillo y los rizos grandes se le disparaban en todas direcciones, mientras que el volumen del cuerpo se había reducido a la mínima expresión. Parecía que hubiese salido del sueño con un aspecto más irreal que al entrar en él. Se retocó a conciencia, se pintó los labios, los ojos y las uñas de los pies. Se empeñó en ponerse tacones a pesar de que aún no se encontraba bastante fuerte. Y se puso el anillo de su madre, el anillo luminoso como ella lo llamaba.

Al verla así, a Félix le pareció un milagro que hubiesen abandonado el hospital para siempre y que esta Julia fuese la Julia de la cama que estuvo al borde de no despertar nunca. Hasta ahora no se había atrevido a tocarla más allá de abrazarla y besarla como un padre o un hermano, su fragilidad lo paralizaba en el terreno sexual. Tampoco podía olvidar que existía Marcus y que ella estaba enamorada de él. ¿Para qué más? ¿Para qué engañarse? Lo único que importaba unos días atrás era que volviera a la vida, ahora que ya estaba aquí todo había cambiado aunque ni ella misma lo supiera.

– ¿Sabes una cosa? -dijo Julia pensativa, dándole vueltas al anillo-. He aprendido a defenderme. Real o no he tenido un curso intensivo de supervivencia.

– Ya no necesitas defenderte, nadie va a hacerte daño -dijo Félix con tono de saber que eso era algo imposible.

Félix se puso la camisa de cuadros tostados que habían comprado en el supermercado. Puesta no parecía tan barata, y a Julia le gustaba, aunque eso ya poco importaba. El caso fue que entre unas cosas y otras llegaron a La Felicidad a la una cuando el ambiente ya se encontraba en su apogeo. El portero les dio las buenas noches. Julia cogió a su marido cariñosamente del brazo. Estaba contenta. En la pista la gente se exhibía y se desahogaba. Se acercaron a la barra a pedir unas bebidas y buscaron un sitio para sentarse. Tuvieron suerte porque encontraron una pequeña mesa en todo el meollo por así decir, cerca de la pista, que era lo que ellos querían, sentirse rodeados de gente alegre y superficial a la que mirar. Parecían una de esas parejas consolidadas, que se conocen tan a fondo que se entretienen más viendo lo que hacen los demás que haciéndolo ellos mismos.

A Félix la música y el alcohol le iban levantando el ánimo más de lo esperado. Aun así a las tres pensó que sería una hora más que prudencial para marcharse a casa, cuando una camisa roja se cruzó en su visión; su forma de moverse le resultaba familiar. La siguió con la vista haciendo un esfuerzo para no perderla en la distancia entre otras camisas, hasta que llegó a un extremo de la barra y se colocó de frente observando el panorama. Era Marcus. Félix creía que ya se habría largado. Había dado por supuesto que terminada la tarea que había venido a hacer, se marcharía a cualquier otro sitio a fundirse el dinero que Félix le había pagado. Un hombre como él podría sentir interés por lugares más excitantes que Las Marinas, donde en el fondo imperaban los jubilados y las familias con niños. Esperaba que Julia no lo descubriera, suponía que éste no sería el mejor momento para un encuentro así. Félix preferiría que Julia se sintiera más fuerte cuando esto ocurriera y después que hiciese lo que considerara mejor para ella.

Julia se levantó para ir al lavabo. Se notaba que disfrutaba de cada paso que daba, de cada cara y cosa que veía, de la música, incluso de la conversación de Félix. Cuando Félix hablaba, ella escuchaba atentamente como si cada palabra fuera decisiva para seguir viviendo. En algún momento de estos días le confesó que todo lo que él solía contarle de su trabajo en la aseguradora y cómo lo interpretaba y sacaba conclusiones le había servido de gran ayuda para avanzar y salir adelante. Y esto era algo que Félix jamás se habría esperado, ni de Julia, ni de nadie. No se tenía por una persona original, ni demasiado reflexiva, le aburría divagar sobre la vida. Casi todo lo que sabía con algo de certeza era fruto de la observación, y la observación le había llevado a pensar que uno no debía hacer más de lo que buenamente podía. Las mayores pifias las cometían los que se pasaban de héroes, de víctimas, de salvadores o simplemente de listos. Era mejor no forzar nada, aunque si era sincero, él en la enfermedad de Julia había sido demasiado osado. Pero ¿y los de Tucson? ¿Hasta dónde habrían pretendido llegar los de Tucson?

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