Él prometía que se lo devolvería con intereses. Julia por su parte, entre la angustia y el exceso de trabajo, iba cayendo en una fatiga continua. Siempre tenía sueño.
Por fortuna, tras el nacimiento de Tito, Marcus la dejó tranquila unos meses. Y ella no le echaba de menos. La paz, la tranquilidad y el no tener que engañar a Félix eran muy superiores a los sentimientos fuertes. Durante la baja por maternidad, se dedicaba a Tito todo el tiempo. Le cambiaba, le daba de mamar y observaba a este pequeño ser que había venido al mundo porque ella y Félix habían querido. Lo normal era que mientras le daba de mamar y entre toma y toma le entrase sueño y se quedara traspuesta o profundamente dormida, hasta que la despertaba el llanto del niño. No lograba recuperarse del cansancio que había ido acumulando desde que conoció a Marcus y ni siquiera se acordaba ya de cuándo no lo sentía. Parecía que los lejanos tiempos en que era una persona como las demás se habían extinguido como los dinosaurios.
Y cuando se acabó la baja y se incorporó sin ninguna gana, a rastras como si dijéramos, al bar del hotel, Marcus reapareció. Estaba más guapo que nunca. La cara más curtida por el aire y el sol y los ojos tan claros que hacían pensar que para volver aquí habría cruzado a nado océanos profundamente azules. Julia, sin embargo, cayó en la cuenta de que la había pillado por sorpresa y que iba más descuidada que en los viejos tiempos. Marcus le preguntó cómo se llamaba su hijo.
– Tito -dijo Julia con gran precaución.
– ¿Está bien?
– Sí, muy bien.
– Me gustaría que hablásemos. No quiero malentendidos entre nosotros.
– ¿Cómo va lo de tu deuda?
– Saldada. Está completamente saldada. No tienes que preocuparte por eso.
Julia acababa de comprender que el problema no era Marcus, sino que ella tenía un infierno dentro que necesitaba arder, lanzar grandes llamas al cielo. Y era de suponer que Marcus también lo tendría. Sólo que Julia no lo manejaba ni lo resistía tan bien como Marcus el suyo. Y empezaron de nuevo a verse, ahora con más complicaciones porque Tito exigía mucha dedicación. Julia llegó a tal grado de confusión que tuvo que implicar a su madre. En varias ocasiones dejó a Tito con ella para poder verle con más tranquilidad. Se planteó incluso la posibilidad de divorciarse de Félix y comenzar una nueva vida con Marcus, si éste hubiese expresado un fuerte deseo de que así fuera, pero no lo hizo porque tenía otras preocupaciones más urgentes. Marcus volvía a necesitar dinero. Resulta que había emprendido un negocio que no estaba saliendo bien. Otra vez el dinero.
«Lo único que te importa es el dinero, ¿verdad?», le dijo un día Julia por decir. Y Marcus le sostuvo la mirada con una frialdad que a Julia le obligó a bajar la suya.
Ahora, retrospectivamente, veía su vida más en conjunto y las conexiones entre las partes le daban aparente sentido a los acontecimientos y una explicación, la explicación de que un clavo arranca otro clavo y un problema tapa otro. Julia tuvo que ir al médico porque se quedaba dormida en cualquier parte. Era exagerado, tenía que tratarse de algo más que cansancio, y lo único bueno de su dolencia era que el asunto Marcus había pasado a segundo plano. ¿Y si estaba enferma? El médico achacó su estado a la depresión posparto. La depresión le habría provocado desórdenes en el sueño. Le recetó pastillas, cuyo efecto no se hacía notar demasiado.
Entre tanto, Marcus dijo que si no reunía dinero suficiente para pagar un local que había comprado tendría que marcharse fuera del país. Y Félix reservó un apartamento en Las Marinas para pasar el mes de julio, lo que a Julia le pareció una gran idea. Ya no podía más, no controlaba su cuerpo y no se sentía capaz de hacer frente a su vida.
Si se había producido la extraña circunstancia de que también él estuviese esta noche aquí, en La Felicidad, sería porque tenían que verse y hablarse. Se apartó a un lado para no molestar a las que entraban y salían del baño, bastante serenas todavía. Sabía que de un momento a otro él la vería, vería su pelo rojo entre las ráfagas de luz. Y así fue, de pronto notó que la luz la iluminaba aquí y allá y que la mirada de aguilucho de Marcus se detenía en ella. Ya no había vuelta atrás. Julia fijó la vista en él para dejarle claro que le había visto y que no podía huir. Así que sin dejar de mirarle avanzó y avanzó. Jamás los tacones le habían resultado tan odiosos. Estaba tardando una eternidad en llegar. Entonces Marcus se apartó de la barra y también anduvo hacia ella. Se encontraron a mitad de camino. Julia se retiró hacia la pared, donde era improbable que los viera Félix. Marcus la siguió, parecía tan asombrado como ella.
– Vaya -dijo-. ¡Qué sorpresa verte aquí! -dijo Marcus.
– Sí, la verdad es que no creía que fuera a volver a verte y menos en Las Marinas. Es una coincidencia increíble.
Julia consideró que ya se estaba embalando a hablar. Marcus era un hombre de pocas palabras y su silencio resultaba un arma bastante poderosa para tirarle a ella de la lengua. Lo lograba sin mover un dedo, sólo creando un intenso horror al vacío. Ahora él la observaba sopesando la situación.
– Ya -dijo-. Imagino que andará por aquí tu marido.
– Sí. Esperaba que me preguntases por mi hijo.
– ¿Por qué? ¿Le ha sucedido algo?
Julia negó con la cabeza descorazonada, no le estaba gustando hablar con Marcus. Aquella penumbra le recordaba la habitación del hotel. Por un lado era un alivio no haberlo matado de verdad, pero por otro le gustaría matarlo con la facilidad con la que lo hizo en el sueño.
– Sé una cosa, Marcus.
Él, como era de esperar, no preguntó.
– Sé que robaste la diadema de la novia.
Hizo como que no recordaba, frunciendo el entrecejo con tanta fuerza que le dejó un surco.
– No entiendo lo que dices.
– Sí que lo entiendes. Robaste la joya y la vendiste y cuando te gastaste el dinero volviste a mí de nuevo. Me importas una mierda.
Marcus sonrió. Por primera vez en su vida, sonrió, y con la sonrisa los músculos se le descolocaron, la mirada le cambió, se hizo más blanda, los labios se le estiraron y le dibujaron unos surcos a los lados un poco ridículos. Julia lamentó que esta sonrisa no le hubiese llegado antes y deshiciese así el hechizo que la había mantenido atada a un sueño, y éste sí que había sido un sueño absurdo. En el fondo todo lo que acababa de decirle, casi ahogándose de rabia, habría carecido de valor y habría caído en el vacío si no fuese por esa sonrisa, que había vuelto el mundo del derecho. Lo estaba viendo como era. Ya no significaba nada. Sólo se dijo para sí, lo hecho, hecho está.
Marcus había sido descubierto y podía liberar su verdadero ser. El Marcus del sueño era el real.
– Crees que sabes algo y no sabes nada. Tu pequeña mente sólo ve cosas pequeñas, hechos pequeños, ideas pequeñas. Tienes fantasías pequeñas y una vida aburrida -dijo Marcus tal vez calibrando su poder sobre Julia.
– ¿Sabes una cosa? -replicó Julia indignada-. Aunque no lo creas, existe una vida en que ya estás muerto. En esa vida yo misma te he matado. He tenido la sensación de haberte matado y de tener que cargar con la culpa. No era agradable, pero tampoco me daba ninguna pena y no me dejabas ningún recuerdo. Ya no tenemos nada más que decirnos.
Cuando Julia emprendió la retirada, Marcus la sujetó por el brazo. Pero Julia ya estaba preocupada por Félix, le horrorizaba que los sorprendiese. No sabría qué decirle ni por dónde empezar a explicarle aquel embrollo que al fin y al cabo ya había pasado, y uno puede hacerse a la idea de que el pasado es sólo un sueño, a veces bueno y otras malo.
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