Clara Sánchez - PresentimientoS

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¿Nunca te has despertado con la sensación de seguir dentro de un sueño?
Tras un accidente, Julia queda suspendida entre el sueño y la realidad, y sólo su instinto de supervivencia podrá guiarla hasta reencontrarse con las personas que quiere. En Presentimientos, Clara Sánchez narra la envolvente y misteriosa historia de una mujer atrapada en un escenario irreal, pero extrañamente familiar, por el que deambula en busca de una salida.
Una novela lúcida, un viaje lleno de humor y aventuras en el límite de lo desconocido capaz de llevar al lector de la sorpresa a la reflexión más profunda, una combinación perfecta de realidad y fantasía.

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Ahora mientras iba bebiendo poco a poco de la botella se daba cuenta de que había estado a punto de desvanecerse por el calor. Comenzaba a sentir la cabeza más clara y por tanto ahora vería la calle como realmente era. Tiró hacia el puerto por el paseo. ¡Mierda! ¡Esta sí que era buena! Antes no había palmeras y ahora no había bancos de piedra. Recordaba que había permanecido sentada en uno durante bastante rato frente a la sucursal. Puede que los hubiesen retirado por algún motivo y que al pasar por ellos hacía un momento nada más hubiese creído que los veía. En realidad se había fijado en que ya no había palmeras, pero no en que hubiese bancos. A los lados del paseo había una vía de subida y otra de bajada por la que ahora circulaban pocos coches. Era mediodía, la hora de comer. Ya eran las tres menos cuarto. Apretó el paso. Al llegar a la carretera del puerto, el tráfico había disminuido y perfectamente habría podido aparcar cerca del restaurante, lo que no pensaba hacer, no quería arriesgarse a llegar tarde y perder la que consideraba una gran oportunidad. En todo este extraño tiempo nunca había tenido un objetivo tan bueno, tan lleno de posibilidades.

Al pasar por la ventana de Los Gavilanes, vio la gran mesa redonda vacía y se apostó enfrente observando los movimientos de los camareros y el maître que había anotado su pedido. Había gente esperando junto a una pequeña barra de madera. A las tres menos diez el maître miró el reloj y se dirigió al libro de citas. Anotó algo y a continuación sentó a unos clientes en la mesa. Los clientes se miraron sorprendidos, habían tenido suerte, pero jamás sabrían por qué. Julia se quedó mirando el puerto. Apenas quedaban embarcaciones, era como si todo el mundo se hubiera lanzado a navegar. El sol era un hueco transparente, brillante y perfectamente redondo en el cielo. Respiró hondo. Una pareja que había estado leyendo con parsimonia la carta de platos expuesta en una hornacina en la pared se decidió a entrar y abrió la puerta.

Fue entonces cuando del interior llegó aquel olor.

Olor a chocolate con vainilla y menta.

El encargado pidió a la pareja que esperase junto a la pequeña barra en penumbra y luego miró a Julia tratando de recordar.

– Tengo una mesa reservada a nombre de Félix.

El encargado se puso en guardia.

– Lo siento, pero está ocupada, han tardado ustedes demasiado. He esperado media hora.

Mentía, no había llegado a la media hora, pero para el caso daba igual.

– ¿Por qué no llamó al número que le di antes de ocuparla?

– ¿Quién ha dicho que no he llamado? Llamé -dijo el encargado con severidad-, pero no contestó nadie, y usted comprenderá que en estas fechas…

Mentía, no había llamado, pero ese detalle ahora no importaba mucho porque Julia hacía tiempo que había llegado a la conclusión inconsciente de que no era por el teléfono como se iba a comunicar con Félix. Comenzaba a comprender que, bien porque ella no estuviera en sus cabales o porque no lo estaba el mundo, el caso es que las cosas ya no funcionaban como antes y éste había sido su gran error, intentar seguir las pautas de la vida que había perdido.

El olor se hacía más y más intenso. Era maravilloso, le creaba una profunda emoción. Recordó con toda claridad la cocina de grandes baldosas blancas y muebles de madera donde su madre le hacía un pastel que olía exactamente igual y que jamás había vuelto a encontrarse en otro lugar. Su madre decía que usaba un ingrediente secreto que le daba aquel matiz un poco picante y también decía que las medidas eran fundamentales para que oliese así. Se le llenaron los ojos de lágrimas, no podía más, tenía que hacer un último esfuerzo y no sabía cuál era.

– No se preocupe, lo entiendo perfectamente -le dijo el encargado.

El encargado miraba por encima de la cabeza de Julia cómo entraba más gente.

– Disculpe -dijo yendo hacia la puerta-. Estamos a tope.

Julia aprovechó para adentrarse en el pasillo que seguramente conducía a la cocina. El olor era cada vez más intenso. Un camarero con una bandeja en la mano le dijo que el baño se encontraba en el otro pasillo. Julia le dio las gracias y siguió adelante. Empujó unas puertas abatibles y tres cocineros con delantales blancos se la quedaron mirando unos segundos.

Al final de una larga encimera de mármol había una mujer también con delantal y gorro blancos. Alisaba con una espátula el chocolate de una fabulosa tarta. La mujer levantó la cara hacia ella. No le resultaba desconocida esta mujer. Tendría sesenta años y enseguida se notaba que era extranjera. Cara rellena y afable, por el gorro se le escapaban rizos estropajosos. Sobre el mármol estaban dispuestos en fila muchos cacharros de repostería que Julia no sabía para qué servirían y que resultaba muy agradable ver.

Acababa de comprender por qué razón había elegido este restaurante hacía unos días. El verdadero motivo era la tarta.

– Perdone -dijo Julia-. He olido su maravilloso pastel desde fuera. Me trae muchos recuerdos. Es exactamente igual que el que me hacía mi madre cuando era pequeña. ¿Cómo conoce esta receta?

La cocinera hablaba con acento inglés.

– Éste es un pastel de cumpleaños. Ahora pondré «Muchas felicidades» y un nombre. Es una receta más complicada de lo que parece porque hay que medir muy bien los ingredientes.

– Sí, pero ¿cómo la sabe?

– Me la dio la señora que lo encargó. Es fantástica esta receta. Ahora tengo que terminarla. A las cinco hay que llevárselo y se tiene que enfriar.

– A las cinco. Lo comprendo. Perdone. ¿Recuerda el nombre que tiene que poner?

La cocinera la miró y aunque no entendía su curiosidad pareció apiadarse de ella. Se limpió las manos con un paño e hizo el intento de buscar en los bolsillos del delantal, hasta que una voz detrás de ellas, la llamó.

– Margaret, al teléfono.

Era el encargado, que miraba a Julia con cara de malhumor.

– Por favor, señora. Estamos trabajando.

Julia se encontraba muy alterada cuando salió. ¿Qué día era hoy? No, no era el cumpleaños de Tito. Tito nació en invierno. Y además sería demasiada casualidad que fuese para él. Llevaba la botella de agua en la mano. Bebió un poco más, esta vez por hacer algo. Quizá tuviese hambre, no estaba segura. Quizá el que todo el mundo coma más o menos a las mismas horas sirva como recordatorio de que hay que comer. Ya no le quedaba dinero, como mucho para otra botella, lo que le advertía que debería racionarse el agua. Esperaría a la tarde para comer. Prefería comprarse otra botella de agua y esperar. Tenía un plan.

Anduvo ligera hacia el coche. Y de pronto se dio cuenta de que la cabeza le había estado doliendo todo el tiempo porque en este instante había dejado de dolerle y era como si hubiese perdido veinte kilos de peso cerebral de golpe. Lanzó la mirada al frente, y al lanzarla echó de menos algo. Le pareció que la comisaría no estaba. No era posible que la comisaría no estuviera en su sitio. Sería un efecto del calor. El calor ablanda y mueve las imágenes. Por eso probablemente tampoco veía la lonja. Con toda seguridad esta situación absurda y la mala alimentación le estaban afectando. Por fortuna, el coche relucía bajo una capa de polvo. Lo abrió y esperó un poco a que saliera una fuerte bocanada de calor. Juraría que lo había dejado debajo de un árbol, pero ya no estaba. Fuera el árbol, le daba igual el árbol. Ahora había que concentrarse en la tarta y en Margaret.

La tarta y Margaret.

Sólo quedaba su coche en la carretera del puerto. La gente estaría comiendo y echando la siesta. Y no tuvo problema para aparcar delante del restaurante. No quería perderlo de vista, no quería no poder verlo como le había pasado con el supermercado, la lonja, las palmeras. Repasó bien la fachada. En el piso superior había dos balcones y desde abajo se veían las cabezas de los clientes inclinarse hacia los platos. Ahora se daba cuenta de que tenía dos pisos, por eso había tanto jaleo en la cocina. ¿Y si tenía dos entradas? Estuvo tentada de ir a la calle de atrás para comprobarlo, quizá allí hubiese aparcada una furgoneta de reparto del restaurante. Pero desistió. No se atrevió a abandonar este puesto de observación y aventurarse por calles que no conocía y que podrían obligarla a ver el restaurante y la situación de otra manera. Y no quería verlo de otra manera, quería verlo exactamente así.

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