Clara Sánchez - PresentimientoS

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¿Nunca te has despertado con la sensación de seguir dentro de un sueño?
Tras un accidente, Julia queda suspendida entre el sueño y la realidad, y sólo su instinto de supervivencia podrá guiarla hasta reencontrarse con las personas que quiere. En Presentimientos, Clara Sánchez narra la envolvente y misteriosa historia de una mujer atrapada en un escenario irreal, pero extrañamente familiar, por el que deambula en busca de una salida.
Una novela lúcida, un viaje lleno de humor y aventuras en el límite de lo desconocido capaz de llevar al lector de la sorpresa a la reflexión más profunda, una combinación perfecta de realidad y fantasía.

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– Muy bien -dijo Abel enderezando el manojo de huesos que cubría el pijama-. Me marcho a mis aposentos. Pero el anillo va a durar poco en esa mano.

Y salió arrastrando las zapatillas de piel con unas iniciales grabadas, que durante estos días se habían ido fijando en la memoria de Félix como la puesta del sol o la salida de la luna.

Julia

Te estamos esperando, le había dicho su madre. Pero ¿dónde la estaban esperando? Era lo malo de los sueños, que los mensajes nunca estaban completos. Al igual que la vez que oyó el llanto de Tito en el semáforo, la voz había sonado dentro y fuera de su cabeza, dentro y fuera del coche, en un lugar que era y no era éste, por lo que nada extraño que hubiese vivido hasta este momento era tan extraño como esto. Abrió los ojos ya completamente alerta. Se había quedado traspuesta unos minutos sobre el volante. En ese lugar invisible era quizá donde su madre le decía que estaban esperándola. Cosas de la mente. Se decía que el cerebro estaba por descubrir y puede que tuviesen razón. Notaba el anillo en el dedo, su peso, el contacto metálico. Era un círculo sin principio ni fin. Si uno fuese andando por ese círculo tendría la sensación de ir hacia delante y, sin embargo, también estaría retrocediendo y dando vueltas, como ella estos días. Su madre desde la vida normal le enviaba un mensaje, que sin duda era producto de su propia imaginación, pero que lograba aliviarla y que no se encontrara tan desvalida. Seguramente ella misma valiéndose del recuerdo de su madre ponía en palabras algo que su familia, estuviera donde estuviera, querría trasmitirle.

Puso en marcha el coche. El sol se iba ocultando dejando un rastro de sangre a su paso. Y cuando fijó la vista en el volante vio sobre la goma negra, en el dedo corazón, el anillo. Ya no era un recuerdo, era real. Puede que lo hubiese tenido todo el tiempo con ella y que no hubiese reparado en él hasta que lo apurado de la situación la había obligado a invocar a su madre. Ésta podría ser una explicación de por qué había sentido claramente su voz y cómo le acariciaba la cabeza.

Tiró hacia el puerto. Aparcaría e iría de nuevo a la comisaría. Esta vez pediría que mandaran una unidad a investigar todos los complejos Las Adelfas y que recorrieran las playas de Levante y de Poniente y todas las que hubiese más allá, y también pediría que no parasen de llamar al móvil de Félix.

Aparcó en el solar de costumbre. La lonja chorreaba agua. Algunos limpiaban las barcas. Era una imagen que había visto muchas veces y que siempre era agradable. Las barcas de madera tenían gruesas capas de pintura. Eran blancas o verdes y olían a brea. En una de ellas se leía «Vanessa» y en otra «Duende». El agua pegaba suavemente contra sus flancos.

En la puerta de la comisaría los africanos de las túnicas la saludaron con las cabezas. El que siempre estuvieran allí hacía que apenas se reparase en ellos. Su seriedad, su quietud, su mirada perdida en otro paisaje los volvían casi invisibles. Una mujer joven, de unos treinta años, con turbante clavó en ella sus ojos como si quisiera decirle algo. Puede que hasta que uno no está enfermo no comience a fijarse en los enfermos y hasta que no se tenga hambre, en los hambrientos. Y ahora que Julia necesitaba ayuda se fijó en esta mujer que también parecía necesitada y en la que jamás antes habría reparado.

– Hola -dijo Julia-. ¿Necesitas ayuda?

– Estoy esperando -dijo cambiando de postura.

Su voz era cálida y un punto áspera en algunos sonidos y recordaba la arena caliente del desierto.

– Espero que me devuelvan el pasaporte -dijo.

– ¿Cómo te llamas?

Se llamaba Monique Wengué o algo así. En un primer vistazo Julia creyó que iba descalza, pero luego vio que llevaba unas sandalias de suela muy finas sujetas por el dedo.

El guardia de la puerta le preguntó a Julia qué quería, y ella dijo que denunciar un robo. Arriba sólo había dos funcionarios hipnotizados por las pantallas de sus ordenadores, y tuvo que llamar la atención de uno de ellos pronunciando un sonoro buenas tardes. Explicó lo más sencillo y fácil de entender, que le habían robado el bolso con la documentación y necesitaba algún resguardo que acreditara su identidad. Entonces, nada más decir esto, de debajo del mostrador comenzó a surgir una figura. Pelo rubio de seda escapándose del pasador y cola de caballo cayendo sobre la camisa azul recién planchada del uniforme. Reconoció a Julia, y Julia a ella. Era la funcionaria esplendorosamente pulcra. Llevaba una pulsera con pequeños colgantes que tintineó al levantarse. Era una pulsera que estaba de moda, la llamaban la pulsera de la suerte.

Guiñó sus ojos azules para recopilar todo lo que sabía sobre Julia.

– Se trataba de la desaparición de su marido y su hijo, ¿verdad?

Julia hizo un gesto afirmativo mientras la funcionaria abría una carpeta.

– Lo siento -dijo-. Seguimos sin saber nada. Por aquí no han venido.

– ¿Está segura?

– Completamente. Cualquier incidencia por pequeña que sea la registramos aquí. Y puedo asegurarle que no ha venido nadie llamado Félix preguntando por alguien llamada Julia.

Entonces intervino su compañero con cara de recelo.

– A mí me ha dicho que le han robado la documentación y que quiere denunciarlo.

– ¿Es eso cierto? -preguntó la funcionaria separándose con un pequeño soplo unas hebras doradas que le habían ido a parar a la boca.

– El caso es que cuando iba camino del apartamento que ahora no logro encontrar se produjo un accidente en la carretera y al salir para enterarme de qué había pasado me robaron el bolso del coche. Estoy sin nada y para retirar dinero del banco necesito identificarme.

– Bien, entonces no nos liemos -dijo él, que ya se había formado sobre ella.una opinión nada favorable-. Se trata de dos cosas distintas. Una es el robo del bolso y otra la pérdida de sus familiares.

– Esto sí que es nuevo -añadió la del pelo maravilloso-. ¿Qué quiere denunciar exactamente, la desaparición de su familia o el robo del bolso?

En cualquier caso, los trámites había que hacerlos al día siguiente, así que decidió no insistir más y no crear con su tozudez una situación tensa del mismo calibre que la surgida en la sucursal bancaria, donde sabía que no sería bien recibida.

Cuando bajó, Monique ya no estaba ni el resto de africanos con túnicas, incluso ellos, dentro de su precariedad, tendrían un sitio donde ir. El atardecer iba pasando del tono cobrizo a otro de plata mate, de brillo apagado. Anduvo lentamente por el puerto camino del solar donde permanecía aparcado el coche. Pero antes de llegar se sentó en un saliente de cemento a descansar y a contemplar cómo el mar cambiaba del gris al negro y empezaba a reflejar la luz de la luna y las de las urbanizaciones que lo iban rodeando hasta donde podían. Si no fuese por todas las preocupaciones que la atormentaban se habría sentido completamente libre, lo que en cierto modo significaba que mientras se tuviera memoria no se podía llegar a ser del todo libre, puede que ni siquiera un poco libre.

Su próximo objetivo consistía en que llegasen las doce para ir a La Felicidad. Y se dio cuenta de que podría estar así, contemplando el mar casi sin cambiar de postura hasta esa hora. Y le pareció que flotaba sobre la masa oscura y que estirando los brazos podía cruzarla de lado a lado y que era todo muy fácil y que no debía tener miedo en este silencio y esta paz.

Félix

Hasta la noche en que Julia salió a comprar la leche y no regresó, Félix no tuvo una noción clara de lo que era la sensación de peligro. Por todos los casos que veía en su trabajo, había llegado a la conclusión de que muchas personas se salvaban por el azar, el destino, la suerte o como se quiera llamar a una combinación de circunstancias que nos afectan favorable o desfavorablemente y también que algunas se salvaban porque presienten el peligro y logran anticiparse a los acontecimientos unas décimas de segundo. Y también que a otras les atrae el peligro. Ahora Félix empezaba a tener miedo, lo que no podía permitirse de ningún modo porque si algo debilitaba y le hacía a uno sentirse inseguro y en manos de fuerzas incontrolables era precisamente el miedo.

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