Clara Sánchez - PresentimientoS

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¿Nunca te has despertado con la sensación de seguir dentro de un sueño?
Tras un accidente, Julia queda suspendida entre el sueño y la realidad, y sólo su instinto de supervivencia podrá guiarla hasta reencontrarse con las personas que quiere. En Presentimientos, Clara Sánchez narra la envolvente y misteriosa historia de una mujer atrapada en un escenario irreal, pero extrañamente familiar, por el que deambula en busca de una salida.
Una novela lúcida, un viaje lleno de humor y aventuras en el límite de lo desconocido capaz de llevar al lector de la sorpresa a la reflexión más profunda, una combinación perfecta de realidad y fantasía.

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Cuando por fin salió, trató de buscar a Tito y a Sandra con la vista, pero se encontraba desorientado. La playa de repente se había llenado de gente. Parecía que se habían multiplicado los niños en sus sillitas y las Sandras vagando por allí, hasta que localizó el color teja de los apartamentos asomando detrás de otros amarillos que asomaban tras paredes blancas y la posición respecto a ellos de su hijo y la desconocida en cuyas manos lo había dejado. Pero seguía sin verlos. Miró el reloj. Hacía sólo veinte minutos que se había metido en el agua, aunque allí había perdido la noción del tiempo y le había dado la impresión de que era mucho más. Le pareció reconocer a una pareja que ya estaba tumbada en las hamacas cuando llegaron Tito y él a eso de las cuatro, pero se encontraban tan ensimismados bronceándose que era inútil preguntarles nada.

Muy bien, se dijo para no desanimarse, tarde o temprano daré con ellos. Recorría la playa a grandes zancadas, aminoraba cuando avistaba un niño o una chica de las características de Sandra y lanzaba la mirada contra los pequeños campamentos esparcidos por la arena por si reconocía la toalla de peces y medusas de Tito. Pero ¿hasta dónde pretendía llegar? La playa era muy larga, podría tardar más de una hora en recorrerla. Volvió sobre sus pasos con la esperanza de encontrarlos donde los había dejado, de que antes, por esas cosas inexplicables que pasan, no los hubiese visto. Regresó corriendo todo lo rápido que la arena le permitía. Con la diferencia de que ahora descubrió una cucharilla brillando semienterrada. Era la cucharilla con la que le había dado el yogur a Tito, no había la menor duda. Así que debía ir a los apartamentos y hablar con alguien, preguntar por la chica y pedir prestado un móvil para llamar a la policía.

La arena, cuanto más alejada de la orilla más quemaba, pero el asfalto era peor, le abrasaba los pies. ¿Cómo se le había ocurrido dejar a Tito con una desconocida?, debía de estar realmente mal para perder así el sentido común y la noción de lo que está y no está bien. Tito era su hijo, un hijo pequeño, indefenso con el que cualquiera podría hacer lo que quisiera. Era lo que más quería en el mundo y lo había abandonado con cualquiera para darse un chapuzón en el mar. ¿Tan vital era darse un baño? Había llegado a un punto en que se sorprendía a sí mismo. No tenía llave para entrar, la había dejado en la bolsa de osos, y tuvo que esperar a que saliese alguien. Se había fiado de Sandra, no había sabido leer bien en su cara. Los hoyos junto a la boca y los piercings lo habían despistado. Le había confundido su espontaneidad. La chica miraba a los ojos y no trataba de ocultar ninguna parte de su cuerpo, no se cruzaba de brazos ni creaba barreras de ningún tipo entre ellos, inspiraba confianza, pero tal vez el sol le había impedido percibir la micromusculatura de la cara, la que se esconde tras la musculatura más evidente, por ejemplo la que se contrae alrededor de los ojos cuando uno se ríe de verdad y no finge. Hasta ahí no había llegado, ni siquiera había pensado en ello. Se había dejado arrastrar por la novedad y cabía la posibilidad de que le hubiese engañado.

Despachó con rapidez varios pasadizos y saltó sobre las palas y los cubos de unos niños para poder toparse con la piscina. Eran las seis y media y el momento de mayor barullo en la urbanización, la transición entre la siesta y la hora de la cena, que para los extranjeros empezaba a las ocho. A esa hora, como si alguien diese una palmada, los veraneantes aparecían vestidos y arreglados con prendas claras que oscurecían más la bronceada piel, y hasta los más feos resultaban guapos, y hasta los más cascados, sanos. Todo el mundo participaba de un aspecto saludable que se extendía por todas partes. Los niños se estaban lanzando a la piscina de las formas más extravagantes posibles y el agua estallaba en el aire. Sombreando el césped había diversos árboles de los que Félix solamente podía identificar por su nombre el sauce llorón. Abuelas, madres jóvenes, padres de cuarenta años con aire ausente, adolescentes haciendo tiempo para que llegara la noche.

Se paró en seco. Tras las lánguidas ramas del sauce vio la bolsa de osos colgando de la silla y a su lado a Tito en los brazos de Sandra. En un brazo, mejor dicho, porque con la otra mano fumaba y la alargaba lejos de Tito lo más que podía, pero la dirección del viento lanzaba el humo hacia él. Y todo esto ocurría fuera de Julia, en otro universo distinto al suyo en que ella no sabía absolutamente nada de Sandra.

La voz de Félix sonó dura, era imposible que sonara de otra manera.

– Os he estado buscando.

Sandra no dijo nada, mantuvo el aire risueño de la cara como pudo, los hoyuelos se le alisaron y los ojos se oscurecieron un poco. Era la musculatura externa la que aguantaba el tipo, la interna se había desmoronado.

– ¿Por qué lo has hecho? -dijo apretando las mandíbulas de una manera que él sabía que era desproporcionada, pero que por primera vez no podía controlar y quizá cuando pudiese controlarla ya fuese tarde y hubiese dicho algo irreparable.

– Pero ¿es que no me oíste? -replicó ella.

Félix negó con la cabeza, era mejor tener la boca cerrada. Notaba el peso del sol y la sal en los hombros. Tito lo miraba alegremente, aún no le afectaba que su padre estuviera enfadado.

Resultaba que nada más sentarse junto a Tito el viento empezó a meterles arena en los ojos, y no era plan, sobre todo por el niño, así que cuando Félix iba hacia el agua Sandra le gritó que se llevaba a Tito a la piscina de los apartamentos. Creía que le había oído, le pareció ver un gesto de la mano afirmativo.

De todos modos, no parecía amedrentada porque tuvo serenidad para reparar en los pies desnudos de Félix. ¿No había visto las chanclas? Se las había dejado allí, pero claro, la arena las habría cubierto.

Félix le quitó al niño de encima, lo puso en la silla y echó un vistazo alrededor por si se dejaban algo. Ella continuó en la misma postura, con el brazo del cigarrillo estirado.

– En el futuro cuando nos veas aquí, en la playa o donde sea, mantente alejada de nosotros.

Ahora sí que a Sandra le cambió la expresión, sólo se le ocurrió dar una calada y mientras la daba la silla de Tito traqueteó por los adoquines rosas.

Fue a este último minuto al que no paró de darle vueltas Félix en la cabeza mientras le preparaba la papilla de frutas a Tito; mientras se la daba, le cambiaba y le pasaba la esponja por la cara y la cabeza y mientras se duchaba rápidamente y respiraba aliviado porque su hijo estuviese sano y a salvo aunque hoy Angelita debiera regresar más tarde al apartamento. No le contaría nada, no valía la pena alarmarla con hechos que no habían ocurrido en realidad. Los únicos hechos que importaban eran los que cambiaban las cosas. Ahora que se había apaciguado, la frase que le dijo a Sandra le parecía brutal.

En el trayecto al hospital no le habló a Tito como solía hacer, lo sentó y le puso el cinturón de seguridad mecánicamente sin pensar en lo que hacía porque su comportamiento con Sandra le reconcomía. Se había dejado llevar por un impulso primitivo, el impulso de desahogarse. En el momento en que los vio a Tito y a ella comprendió que a la chica no la había guiado ninguna mala intención, sin embargo, él no quiso relajarse, no quiso sentirse aliviado porque había algo más profundo que sólo le concernía a él. Si se trataba con un poco de objetividad a sí mismo, lo que tenía era un gran sentimiento de culpa porque había estado disfrutando como pocas veces del agua y de la vida mientras se bañaba y porque había sido feliz. Se había comportado como un energúmeno puesto que Sandra no sabía nada de lo que ocurría. Supondría que estaba divorciado y que pasaba las vacaciones con su hijo y su madre. Supondría que todo el mundo que está en una playa tendría ganas de pasarlo bien, y supondría que en el fondo le estaba haciendo un favor arrancándole de su monotonía, y puede que acertase. Así que, si tenía tiempo y ganas y si el remordimiento persistía después de ver a Julia, buscaría la manera de disculparse.

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