Clara Sánchez - PresentimientoS

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¿Nunca te has despertado con la sensación de seguir dentro de un sueño?
Tras un accidente, Julia queda suspendida entre el sueño y la realidad, y sólo su instinto de supervivencia podrá guiarla hasta reencontrarse con las personas que quiere. En Presentimientos, Clara Sánchez narra la envolvente y misteriosa historia de una mujer atrapada en un escenario irreal, pero extrañamente familiar, por el que deambula en busca de una salida.
Una novela lúcida, un viaje lleno de humor y aventuras en el límite de lo desconocido capaz de llevar al lector de la sorpresa a la reflexión más profunda, una combinación perfecta de realidad y fantasía.

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Era más alta que ninguna de las que estaban allí y más delgada. Le dirigió sus ojos difíciles de interpretar porque hasta entonces Julia había llamado negros a ojos que sólo eran marrones más o menos oscuros, pero nunca había visto unos ojos negros de verdad como debe de ser la materia oscura o los agujeros negros o el fondo más profundo del mar al que nunca haya llegado un rayo de luz. Julia no estaba segura de si Monique la estaba reconociendo. Se arregló un poco el turbante y le dijo:

– Tienes suerte y tarde o temprano encontrarás lo que buscas.

Salió seguida por Julia. Julia se encontraba torpe detrás de sus elegantes andares. Monique se balanceaba como si estuviera hecha de notas musicales. ¿Qué había querido decir?

– ¿Qué has querido decir? -preguntó.

Monique no escuchaba, siguió andando y andando, mezclándose con las luces erráticas de la decoración y con la gente. Julia se orientaba por el turbante, pero en un instante el turbante se deshizo en el aire. Así que volvió al baño preguntándose si Monique no sería un espíritu encarnado a las órdenes del arcángel Abel. O si no sería el mismo Abel en forma de mujer. El baño era el lugar al que volver en este momento. En otro instante no lo habría tenido en cuenta, en cambio ahora no se le ocurría ninguno mejor.

Habían quedado dos cabinas vacías y se metió en una. El segundo paso consistía en arreglarse todo lo que pudiese para mejorar su aspecto. Por alguna razón debía gustar a Marcus. Parecía que en su destino figurase el gustar a Marcus, algo que se tenía que cumplir fuese como fuese. Se lavó las manos y con ellas húmedas se moldeó los rizos. Cuando se secasen quedarían bastante bien. Luego se abrió la blusa y le pidió a una chica muy bronceada que apenas llevaba ropa el pintalabios. Bajo el secador de manos se alborotó los rizos húmedos y se alisó la blusa. El aspecto había mejorado, se encontraba más segura.

En la barra, la camisa de Marcus se desplazaba como un glaciar bajo el sol. Su obligación era acercarse a él y entrar en su área de fuerza, en su olor, en la seriedad introspectiva de sus ojos grises ante los que sentía algo que ningunos otros ojos le hacían sentir.

– ¡Joder! -dijo Óscar sorprendido y cortándole a Julia el paso hacia la barra-. En este sitio pareces otra.

La miró de arriba abajo de una manera que la incomodó. No se había desabrochado la blusa y se había pintado los labios para este chico, pero era a él a quien había venido a ver, o al menos eso había creído.

– Tú también -le dijo en un tono que él no supo cómo encajar.

Llevaba una camiseta negra ajustada sin mangas sobre unos pantalones blancos de lino. Deportivas blancas. Y llevaba un sello con una piedra en la mano del reloj. Acababa de perder la masculinidad del uniforme del supermercado. Entonces no se había fijado en el detalle del sello, que ahora sobresalía en todo su esplendor. La visión de un anillo en el dedo de un hombre le resultaba decepcionante, y el hombre en cuestión dejaba inmediatamente de interesarle y de gustarle. Por no resistir, no resistía ni las alianzas y había tenido que pedirle a Félix que se la quitara. Y se había visto obligada a explicarle que no tenía nada que ver con quererle o no quererle sino con una mañera de estar en el mundo. Los que llevaban sortijas, cadenas o pulseras pertenecían al pelotón de los que de entrada no le interesaban.

– El que va a comprarte el coche tiene ahora trabajo. Dice que le esperemos en su casa. No quiere mezclar las cosas.

Óscar se encendió un cigarrillo. Se había puesto gomina. Debía de tardar bastante en acicalarse.

– ¿Lo conoces mucho? -preguntó Julia dando por sentado que Óscar y ella se conocían bastante.

– Es el dueño de esto. Lo veo todas las noches. ¡Joder! -dijo impacientándose-. ¿Quieres vender el coche o no? A él no le hace falta y a mí me da igual. Lo hago por ti.

La que parecía la mejor solución para conseguir dinero hacía un rato ahora no estaba tan clara para Julia porque el coche era lo único que le quedaba de la vida que no encontraba. Al casarse, disponían de dos coches pequeños, aportación de cada uno de ellos, y Félix vendió el suyo para comprar otro más grande y más familiar donde cupiesen varias maletas o una buena compra del supermercado. El primer viaje que hicieron fue a los Pirineos. Era verano y un profundo olor a monte lo inundaba todo, y vieron valles enteros de color malva como si flotase un velo sobre ellos, ¿o había sido un sueño? La manta que encontró en el maletero la guardaron allí entonces, algo que aunque sin importancia aparente era de lo poco que conservaba.

– Está bien, vayamos -le dijo a Óscar.

Por segunda vez abandonaba a Marcus apoyado en la barra de La Felicidad sobre la que caían azulados haces de luz, aunque lamentablemente él no era consciente de que Julia le dejaba. Si en algo se parecía esta vida a la vida normal era en que tampoco ahora podía hacer lo que quería. Tampoco podía quedarse al lado de Marcus.

En la calle, Óscar era más niño que dentro. Y Julia infinitamente más mayor.

Qui nto día

Félix

Hoy el doctor Romano tenía muy buen color de cara, que le hacía más afable de lo habitual aunque sin perder la seriedad que lo caracterizaba y en el fondo le daba tanta credibilidad. ¿Quién pondría su vida en manos de un doctor Romano alegre y desenfadado? Seguramente tenía tan pocas ocasiones de sonreír y alegrarse de algo en la clínica, que había optado por un gesto grave que no hiciera pensar a los pacientes que se los tomaba a la ligera. Pero ahora ese color ligeramente bronceado y saludable delataba otra vida aparte, una casa en la sierra o en la playa donde se olvidaría de todos ellos, donde por fin se reiría y bebería con los amigos, donde tal vez hubiese una mujer a quien besar y contarle cómo le había ido el día en el hospital. En realidad no era tan viejo como parecía. Tenía la piel tersa y bastante viveza en los ojos. Era el pelo blanco y la sombra también blanca pegada al mentón lo que le convertía en un falso viejo. La falta de relieve musculoso, las manos pequeñas y las muñecas delicadas y flexibles indicaban que no se había distraído haciendo deporte y que salvo estas escapadas de fin de semana se dedicaba a su profesión en cuerpo y alma.

– Creo que mi mujer me oye y que escucha lo que se le dice y que reacciona en su mundo de sueños, que lo que siente aquí la lleva a hacer algo allí. Tal vez pudiésemos ayudarla a encontrar esos pasillos de los que me habló el primer día, que la traigan hasta aquí.

El doctor cabeceó como animando a hablar, pero sin afirmar.

– ¿Quiere que le diga que sí, que yo también lo creo? -hizo una pausa. El cerco blanco de alrededor de la boca se inmovilizó-. En Tucson han realizado un experimento por el que se ha descubierto que un cerebro profundamente dormido continúa asimilando información, sobre todo, información que tenga especial importancia para el que duerme. En nuestro caso necesitaríamos evidencias de que es así, no creencias ni suposiciones de alguien tan implicado emocionalmente como usted. Y en caso afirmativo tampoco estamos preparados ni sabríamos cómo entrar en el mundo que se esté creando en su cabeza.

Félix no dijo nada, ¿qué iba a decir?, si estas palabras parecían salidas de sí mismo. Por un instante se quedó con la mente en blanco. El doctor Romano logró sacar de su gesto serio e impenetrable otro más serio aún, que le hizo a Félix sentirse completamente perdido en el despacho provisto de un ordenador, libros de consulta en estanterías chapadas en nogal, medicamentos en un armario con puerta de cristal. Las persianas de gradulux de las ventanas estaban más altas de un lado que de otro, lo que indicaba que en estos despachos importaba más el contenido que la forma. A veces lo recibía en este despacho y a veces en otro. No estaban personalizados, ni los sanitarios tenían ningún interés en dejar su huella, aunque fuese mínimamente como los empleados de la aseguradora, que enseguida ponían pegatinas en su ordenador y en la mesa recuerdos traídos de las vacaciones.

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