Clara Sánchez - PresentimientoS

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¿Nunca te has despertado con la sensación de seguir dentro de un sueño?
Tras un accidente, Julia queda suspendida entre el sueño y la realidad, y sólo su instinto de supervivencia podrá guiarla hasta reencontrarse con las personas que quiere. En Presentimientos, Clara Sánchez narra la envolvente y misteriosa historia de una mujer atrapada en un escenario irreal, pero extrañamente familiar, por el que deambula en busca de una salida.
Una novela lúcida, un viaje lleno de humor y aventuras en el límite de lo desconocido capaz de llevar al lector de la sorpresa a la reflexión más profunda, una combinación perfecta de realidad y fantasía.

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Julia

Anduvieron de la puerta de la discoteca al parking observándose de reojo.

– ¿Dónde está el coche? -preguntó Óscar mirando el cielo hacia la Osa Mayor.

Julia caminó unos pasos y se apoyó en el capó.

– No es nada del otro mundo -lo revisó con movimientos de mecánico-. Por lo menos, tiene cinco años.

– Tiene dos -dijo Julia.

– Como si tiene uno. No creo que te dé más de los tres mil euros que te dije.

Puso la pesada mano del reloj y el anillo en la ventanilla del conductor.

– ¿Vamos?

– Hay un problema -contestó Julia-. No tiene apenas gasolina.

– Y no tienes dinero -añadió él-. Está bien. Iremos a la gasolinera y en cuanto el jefe te pague me lo devuelves.

– ¿Y si no lo compra?

– Entonces tendrás que devolverlo de todas formas.

Julia le dejó conducir hasta la gasolinera. Mientras él comprobaba que se llenaba el depósito hasta la mitad, ella consideró la posibilidad de llevarlo ella hasta la casa, pero también pensó que si tenía las manos ocupadas con el volante estaría en inferioridad de condiciones. Fue un pensamiento repentino que tenía que ver con el hecho de que se estaban alejando del pueblo y se dirigía con un extraño a algún sitio que no conocía, lo que suponía un riesgo.

Pasaron el faro y subieron por una carretera llena de curvas bordeando el abismo que la montaña iba dejando abajo. Al principio Julia se agarraba con miedo al asiento y luego se dejó llevar. Necesitaba descansar un momento de tanto estar alerta. Lo único que podría suceder era que se precipitaran abajo, y entonces todo terminaría. Incluso de día daba la impresión de que los árboles, los coches y los chalés con sus pérgolas y sus piscinas bajaban rodando desde los montes que circundan la costa y que hacen que el mar sea más profundo aún.

Atravesaban la nada en una nave con los motores en silencio. El brazo de Óscar no era musculoso ni tenía nada especial y no se entendía por qué le gustaba ir enseñándolo. A Julia le molestó oír su voz preguntándole si estaba casada. Sus movimientos iban dirigidos a ponerle la mano en el muslo y preferiría asegurarse de no ser rechazado. Julia le dijo de mala gana que ya le había contado en el súper que no encontraba a su marido y a su hijo.

– ¿Y eso es verdad? La gente que roba cuenta muchas mentiras para salirse con la suya.

De pronto se abrió un hueco de luz amarillenta en la oscuridad, que se iba agrandando según se acercaban a él. Óscar pulsó un pequeño mando a distancia, y unas verjas se abrieron. Los faros del coche trazaron una semicircunferencia sobre plantas olorosas. Abrió la puerta de entrada y pasaron a un enorme salón separado del universo por una larga pared de cristal.

– Vendrá ahora. Me dijo que le esperásemos. Tenía un asunto que atender en La Felicidad. ¿Quieres tomar algo?

– No creo que alguien con esta casa necesite mi coche.

– Es su negocio. Exportar, importar. Ya sabes. A veces hace cosas por capricho.

Óscar se sirvió una ginebra azul y se recostó en un sillón cuadrado de piel blanca con las piernas abiertas en plan cómodo, pero la realidad era que no pegaba con el salón. La casa debía de costar como mínimo treinta o cuarenta millones de euros y tenía la sensación de haberla visto antes. Desde luego no recordaba haber estado nunca en ésta o en otra igual, pero más o menos sabía dónde se encontraban los dormitorios. Se dirigió sin titubear al baño de invitados. Puede que fuera una de esas casas particulares que salen en las revistas. Las paredes estaban cubiertas con cerámica antigua y el lavabo era de cristal grueso, sobre el que había una planta verde. Se estaba bien allí.

Al salir, le dijo a Óscar que haría tiempo dando una vuelta por el jardín y le pidió un cigarrillo para filmárselo bajo la luna.

– No te pierdas por ahí -le dijo él alargándole el cigarrillo ya encendido-, y entierra la colilla.

Julia no fumó hasta que estuvo fuera, entonces absorbió una gran bocanada que le llenó la garganta, el pecho y la cabeza de humo, aunque le desagradó notar el filtro húmedo de la saliva de Óscar. Óscar lo había chupado demasiado pensando quizá que a ella le gustaría. No era lo que se dice fumadora, ni se acordaba de fumar por lo general, pero ahora le venía bien esta pequeña barrera entre el universo y ella, entre el jardín y ella, incluso se había mareado un poco probablemente por fumar con el estómago vacío. Había comprobado que tenía el estómago más sensible que el resto de la gente y que no podía seguir su ritmo, pero ahora le daba igual.

Por mucho que se internase entre árboles y flores nunca llegaba a una valla, a un límite del jardín. Todo en esta casa era de dimensiones olímpicas. El mantenimiento de tanto terreno debía de costar otra fortuna. Sería muy bonito que Tito creciese en un jardín así, seguramente se le podría construir una casita en un árbol, por supuesto un árbol sólido y fuerte. Un niño debería tener todas las cosas que ya no se pueden disfrutar de mayores. Fue hacia la piscina, que parecía fundirse con el mar. Abajo sonaban las olas, en la oscuridad más absoluta. Sin embargo, debajo del agua iluminada y transparente había letras que no podía leer por mucho que lo intentase. Las letras ondeaban como peces. Se preguntó si pondría Marcus.

– Báñate si quieres -dijo una voz a su espalda que le resultaba conocida. Más aún, sabía de quién era. Se volvió-. Hola -dijo él con las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta.

Era una chaqueta ligera de lino que se había puesto sobre la camisa que llevaba en la discoteca.

– No me digas que eres el dueño de La Felicidad… y de esta casa.

– Y que tú eres la que quiere vender un coche.

Parecía que de pronto todo encajaba. En medio de su jardín Marcus resultaba aún mejor que entre las sombras del local. Las ráfagas ondulantes que desprendía la piscina le aclararon los ojos. Era muy difícil saber qué pensaba este hombre, no porque fuera inexpresivo sino porque sus pensamientos eran completamente extraños para ella. Julia dirigió la vista hacia la casa.

– ¿No tienes familia?

Durante un interminable instante pareció que no iba a contestar, como si hubiese pensado, ¿a ti qué te importa?, pero luego, para alivio de Julia, cambió de opinión.

– Ahora estoy solo.

– Yo también estoy sola ahora -dijo Julia sin necesidad puesto que él no le había preguntado. Desde que vivía con Félix había comprendido la importancia de saber retener y controlar la información por banal que fuera. Por la boca muere el pez, se dijo.

Marcus le prestó más atención. Una atención que la intimidó. Lo más probable era que acabasen en la cama. Claro que… podría irse ahora mismo, poner alguna excusa y marcharse, pero ¿adonde? Al menos esto era algo.

Marcus echó a andar hacia las cristaleras. Óscar los miraba desde dentro con el vaso en la mano del anillo.

– Tendremos que ver ese coche -dijo Marcus con una voz inesperadamente cálida.

Queriendo o sin querer, transmitía la idea de que ella le interesaba. Julia sabía que no era una belleza que encajara en la imagen que uno se hacía de Marcus: un hombre de mundo, un hombre de la noche, dueño de una discoteca muy concurrida de la costa. Al lado de alguien así se esperaba ver a una modelo, a una mujer despampanante, aunque Julia tenía la ventaja de ser atípica, un poco extraña. Siempre que le había gustado a un chico le había dicho que le gustaba porque era diferente.

Al salón no se podía entrar directamente por las cristaleras. Había que bordearlas y hacerlo por una puerta lateral. Cuando llegaron, Óscar se había ido. Había dejado el vaso con dos dedos de líquido y la rodaja de limón en la barra del bar años sesenta, que ocupaba una esquina del salón.

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