El comentario de la supuesta madre de Marcus le hizo recordar a él algo grato.
– De joven se hacen muchas tonterías. Seguro que se trata de una chica. Lo pasaremos por esta vez… Yo también lo habría hecho.
Sasa se descalzó, luego se quitó los pantalones y al final se quedó desnuda. A ella sí que sabía dónde la había visto con un traje blanco parecido al que se acababa de quitar. Fue en el baño del restaurante Los Gavilanes cuando intentaba secar las bragas con el secador de manos. Tenía una gran desenvoltura andando desnuda y se pasaba las manos con satisfacción por los gruesos muslos y la barriga un poco caída. Julia reaccionó apartando la vista, pero enseguida la devolvió al salón. No le apetecía ver lo que estaba viendo. La intimidad de los demás por buena que fuera le incomodaba y le desagradaba, pero por su propia seguridad no tenía más remedio que saber.
– ¿Sabes lo que voy a hacer? Voy a darme un baño ahora mismo.
– Bien, puede que te haga compañía dentro de un rato, pero primero voy a seguir el ejemplo de Óscar y me serviré un whisky -dijo él junto al bar años sesenta.
– ¿Por qué no mencionaban a Marcus? ¿Por qué?, ¿por qué? Era incomprensible que no se les pasara por la cabeza que Marcus pudiera haber estado aquí. Hasta que no asomase por la puerta, Julia no se atrevía a bajar la escalera. Si lo hacía, podrían pensar que era una intrusa y nada de lo que dijera sonaría convincente mientras no estuviera presente Marcus. Puesto que no habían hablado de la presencia del Audi, era de suponer que Marcus estaría dando una vuelta con él. Anduvo sigilosamente hacia el dormitorio, porque en cuanto la dueña regresara de bañarse subiría a ducharse, a untarse sus excelentes cremas y a vestirse con las sedas del armario. De no haber estado descalza Julia, tendría que haberse descalzado para no hacer ningún ruido y temió que las puertas chirriaran al abrirlas, falsa alarma, porque allí todo funcionaba a la perfección. Recogió la ropa que había lavado y las zapatillas, colocó en el armario la percha en que había colgado a secar la blusa y se metió en la habitación más alejada de la grande, en la malva.
Estaban cerradas las contraventanas y no podía ver nada del jardín. Se tumbó en la cama a esperar. Estaba cansada y le gustaría tomar algo de fruta. De alguna parte venía olor a naranja, papaya, melón. Era raro que en una mansión como ésta no hubiera empleados atendiéndola. Habrían sido testigos de cómo había llegado Julia hasta allí, y todo sería más fácil. ¡Qué situación tan embarazosa! Sentía una tremenda irritación hacia Óscar, hacia Marcus y hacia sí misma. Esto le ocurría por desviarse de su verdadero propósito. Marcus no llegaba, la ninfa de la piscina no entraba, el marido estaría saboreando su whisky tumbado en el sofá sin hacer ningún ruido. Del techo comenzó a bajar un aire helado. Debían de haber encendido la refrigeración. Se envolvió en la fina colcha de algodón que cubría la cama y cerró los ojos.
Félix
Angelita con las zapatillas de cáñamo parecía mucho más ligera. Había logrado convencerla para que se las comprara la única vez que fueron los tres juntos al supermercado, y así desdramatizar su imagen subiendo y bajando los dieciocho peldaños del apartamento con Tito en brazos. Lo que son las cosas, cuando alquilaron el apartamento Julia y él pensaron que habían tenido una gran suerte por conseguir el último y que así nadie les molestara. Ahora suponía un obstáculo y estarían mejor en una planta baja, pero las plantas bajas a estas alturas estaban todas ocupadas. Las plantas bajas las alquilaban de un año para otro porque la gente, y él lo sabía de buena tinta, es más previsora de lo que se piensa y gracias a la necesidad de prever lo que se hará dentro de una semana o de un año y de protegerse de lo que pueda ocurrirle en el futuro, en un tiempo que aún no existe, prosperaban las compañías de seguros como la suya. Al menos se había vencido el otro gran obstáculo, los tacones de Angelita.
Diariamente Félix pasaba la noche en el hospital y se marchaba por la mañana después de la visita de los médicos a buscar a su suegra al apartamento para que lo sustituyera. Y a su regreso por la tarde le daba tiempo de hacer con sus frágiles muñecas una cantidad increíble de cosas y de pasear a su nieto por la urbanización hasta la hora de la cena. La situación era trágica por dentro, sin embargo por fuera el aire era azul y se oían los gritos de los niños y los pájaros. La tragedia ocurría en un mundo feliz. Y a no ser que se fuese clarividente nadie podía saber por lo que estaban pasando.
Angelita también se había puesto una falda amplia de aire hippie, que Félix supuso que habría encontrado en alguna tienda cercana a la playa, de esas en que además de periódicos y revistas se amontonan chanclas, grandes toallas con motivos playeros, bronceadores, camisetas y pantalones y faldas de algodón. Otro cambio que hizo fue cortarse el pelo y teñirlo de rubio, un rubio amarillento como la paja mojada. Ahora parecía una joven que hubiese envejecido de repente sin tiempo para adaptarse a su edad.
– Me han teñido a la fuerza -dijo Angelita ante la cara de sorpresa de Félix, que acababa de regresar del hospital después de pasar una noche de perros.
– Han hecho bien, porque lleves canas Julia no va a despertar.
– Mi hija ha tenido mucha suerte al encontrar un hombre como tú. Ojalá pueda enterarse -dijo contemplándole con una intensidad que le ruborizó.
Mientras esta nueva Angelita preparaba café en una cafetera que Félix no había visto antes, pensó que él estaba tan cansado y Angelita había rejuvenecido tanto que bien podría marcharse en un taxi en lugar de llevarla él al hospital. Así que llamó a la parada de taxis del pueblo y dio la dirección. Tenían que recoger a una señora.
– Perdone -dijo la voz del hombre que estaba tomando nota-. ¿Cómo está su esposa?
Se hizo un silencio. Félix se encontraba demasiado cansado para pensar con rapidez.
– He reconocido su número, soy el taxista que le llevó al hospital con el niño hace ya cuatro o cinco noches.
Eran cuatro noches. ¿Cuatro noches? De eso hacía mil años. Ahora el mundo era otro, la vida era otra y el taxista ya no podía ayudarle.
– Sigue en el hospital -dijo Félix-. Perdone, me ha sorprendido volver a hablar con usted.
– Bueno, hoy me ha tocado a mí centralizar las llamadas y distribuir los taxis. He pensado algunas veces en usted, en cómo le irían las cosas. Ahora mismo mando uno.
– No sé si entonces le di las gracias. Estaba desbordado -Félix notó que la voz empezaba a salirle a trompicones y se detuvo.
– Me las dio, no se preocupe.
– Aún estoy desbordado -dijo Félix mientras se hundía en un torrente de lástima hacia sí mismo.
– Ya, bueno, las cosas vienen cuando uno menos las espera. Pero ni lo malo dura eternamente. Voy a poner en marcha el taxi.
Se sabe que las situaciones no duran eternamente cuando ya han terminado, mientras tanto, duran eternamente. ¿Cómo podía saber Félix que ésta no iba a durar toda la vida?
– Sí, además con el problema siempre viene la solución -dijo Félix sin mucha convicción, una frase en la que antaño había creído bastante, pero que en la situación actual perdía fuerza.
Luego cerró la lengüeta del móvil y señaló con él hacia la puerta.
– Viene un taxi a buscarte.
Su suegra le puso el café y le preguntó si no iba a comer nada más. Félix se limitó a negar con la cabeza y ella, con una agilidad impensable unos días antes, cogió el bolso y salió.
Habría preferido dormir en la playa abrasándose bajo el sol, pero tenía miedo de embarcarse en un sueño profundo y dejar solo a Tito. No quería repetir la angustiosa experiencia con Sandra. Así que puso el despertador para la hora de comer. En el fondo nunca había dormido tanto, o mejor dicho, nunca había querido dormir tanto. Dormir era olvidar, vivir otra vida en que también se está a ratos. Colocó a Tito en la cama grande, se tumbó junto a él y lo abarcó con el brazo. Estaba seguro de que a pesar de que no fuese su hora de dormir le entraría sueño y dormiría un poco. Olía a colonia suave en exceso. A Angelita se le iba la mano con la colonia, con la sal y con el azúcar y aunque a veces había estado a punto de llamarle la atención sobre este punto, no iba a hacerlo porque no era momento de fijarse en pequeñeces frente al ritmo de trabajo que llevaba. Su comportamiento era admirable.
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