Clara Sánchez - PresentimientoS

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¿Nunca te has despertado con la sensación de seguir dentro de un sueño?
Tras un accidente, Julia queda suspendida entre el sueño y la realidad, y sólo su instinto de supervivencia podrá guiarla hasta reencontrarse con las personas que quiere. En Presentimientos, Clara Sánchez narra la envolvente y misteriosa historia de una mujer atrapada en un escenario irreal, pero extrañamente familiar, por el que deambula en busca de una salida.
Una novela lúcida, un viaje lleno de humor y aventuras en el límite de lo desconocido capaz de llevar al lector de la sorpresa a la reflexión más profunda, una combinación perfecta de realidad y fantasía.

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De todos modos, pensando, pensando, había llegado a la última frontera, a la puerta metálica que la separaba de la calle y no quería tirar la toalla tan pronto. Intentaría moverse entre las sombras para trepar el muro. Imaginó que estaba en una de esas películas en que siempre hay un modo de salvar la situación. Ahora ella era la actriz y ésta su película y debía encontrar algún apoyo en la pared para el pie y un asidero para la mano. Rozó con la punta de la zapatilla en una juntura y tuvo la impresión de que ella misma excavaba un pequeño hueco. Con las yemas de los dedos excavó otro para la mano. Era más fácil que en las películas. Sólo tenía que continuar así hasta llegar arriba. Entonces se daría la vuelta y seguiría el mismo procedimiento para descender por el otro lado.

Lo había logrado. Pocas veces en los últimos tiempos había sentido una seguridad en sí misma tan grande. Aún era joven y más fuerte de lo que creía, podía trepar muros y podría recuperar el coche y podría encontrar a Félix y a Tito. Pisaba terreno pedregoso y buscó la carretera que ascendía hasta allí. Por fortuna ahora se trataba de bajar. Comenzó a correr por el asfalto. Iba tan deprisa que casi volaba. Ojalá fuera capaz de volar de verdad, facilitaría mucho las cosas, claro que en ese caso ya no necesitaría el coche. En su descenso se iba encontrando con algún coche que otro y con chalés a los lados protegidos por muros y árboles. Ya nadie se dejaba ni una simple bicicleta fuera de las casas, que ella sin dudar habría cogido prestada. Únicamente tenía las propias piernas, que serían más lentas, pero que también eran muy baratas y sobre todo iban siempre con ella. Bajaba y bajaba la montaña y a veces las curvas eran tan cerradas que los conductores se asustaban al ver a aquella extravagante mujer corriendo a tales horas por aquel sitio y se preguntarían de dónde habría salido.

Por fin llegó a la carretera general con la lengua fuera y en una gasolinera preguntó si un taxi que estaba repostando se había quedado libre. Sudaba como un pollo. Se pasó las manos por la cara y notó que las piernas le flaqueaban. Entró en el coche sin esperar una respuesta. Entonces el taxista se asomó por la ventanilla con cara de pocos amigos.

– He terminado el servicio -dijo.

– Llevo una hora buscando taxi -repuso Julia poniéndose la mano en el corazón porque le costaba respirar-. Es cuestión de vida o muerte.

El taxista abrió la portezuela.

– No crea que es la primera vez que intentan engañarme dándome pena.

– Si quiere, salgo, pero necesito llegar a mi casa porque me estoy muriendo.

El taxista dudó un segundo.

– ¿Y dónde es eso?

– Cerca de La Felicidad.

Cuando vio que el taxista se dirigía a su asiento y que ponía el coche en marcha, Julia se recostó y cerró los ojos. Este hombre sólo tenía que librarse de ella, llegar a su hogar y descansar, no sabía lo afortunado que era. En cambio ella lo tenía todo por hacer. Debía recuperar el coche y seguir buscando. No podía relajarse, se desanudó el pañuelo de seda blanco y negro debajo de la blusa y lo dobló muy cuidadosamente, tratando de alisar lo mejor posible los picos del nudo. Era un pañuelo precioso, la mano resbalaba por la seda con enorme suavidad.

– Déjeme aquí -dijo a unos metros de la discoteca.

El taxista se volvió para decirle cuánto costaba la carrera. Julia le interrumpió.

– Tome -dijo-. Regálele este pañuelo a su mujer. Es de seda natural. Le gustará mucho.

– No tiene para pagarme, me lo imaginaba -dijo dando un golpe en el volante.

– Este pañuelo cuesta unos tres mil euros. Sale ganando, créame. Y vuelve a casa con un regalo.

Mientras el taxista lo examinaba, ella salió y se dirigió al parking de la discoteca. Oyó que el taxi arrancaba.

Se puso el sujetador detrás de una palmera para llevar menos cosas en las manos. Por algunas partes el firmamento ya no estaba tan negro y cuando esto ocurría era porque dentro de nada iba a amanecer. El fresco que corre entre la noche y el amanecer le había secado el sudor. Respiró hondo y se pasó los dedos por el pelo mientras examinaba la puerta del local.

Salieron dos parejas riéndose. Tal vez eran los últimos, ya apenas quedaban coches. El suyo tampoco estaba allí. Se dijo que si milagrosamente lo encontraba aparcado con las llaves puestas, se largaría en él sin pedirle explicaciones a Marcus. No quería perder más el tiempo porque había un objetivo que estaba por encima de todos los demás y que daba sentido a todo lo que hacía, porque si Félix y Tito no existieran nada de esto estaría ocurriendo. Así que no podía distraerse por el camino hacia ellos, no podía extraviarse en ninguna pequeña parada ni en ningún pequeño alto. No podía perder la perspectiva. Fue derecha a la puerta.

El portero le bloqueó el paso.

– Ya hemos cerrado.

– Es igual. Marcus me ha dicho que viniera a esta hora. Me está esperando.

El portero, que no era ni más ni menos que el clásico portero de discoteca ancho y con cara de saber pegar, empujar y lanzar a cualquiera a varios metros, compuso un gesto de recelo.

– Creo que ya se ha ido.

– Es imposible. Dile que Julia está aquí. Se trata de un negocio importante para él.

El portero empujó la puerta con desgana. Al andar, los pantalones se le pegaban a los musculosos muslos. Cuidaba mucho su cuerpo. Julia lo siguió, hasta que él se dio cuenta y se volvió enfadado.

– ¿Sabes una cosa? -dijo Julia adelantándose a la regañina-. Tienes un físico espectacular y perdona que te lo diga así, de sopetón.

– Bueno… -dijo él sin saber qué decir-. Marcus está en aquella mesa al final de la barra. Está hablando con el jefe.

– ¿Con el jefe? ¿No es Marcus el dueño de la discoteca?

– ¿El dueño? ¿Eso te ha dicho?

Julia asintió expectante.

– Hay una diferencia entre ser el dueño y ser el encargado, el relaciones públicas, el que lo lleva todo. Pero no le digas que te lo he dicho, no quiero líos con ése.

En realidad no había salido de la boca del propio Marcus que él era el jefe, se lo había dicho Óscar que para el caso era lo mismo. Mientras tanto, iba acercándose a aquella mesa donde había dos hombres. Ya se habían apagado las luces que hacían resplandecer las camisas blancas y los dientes. La seguridad de Julia empezaba a quebrarse. ¿Y si el gran objetivo de Marcus fuese más poderoso que el suyo?

Félix

Volvió a ducharse rápidamente y se vistió. A la media hora estaba en el hospital. Le alegró mucho ver a Hortensia. Le estaba dando a Julia lo que llamaba la cena. Y a Félix se le ocurrió pensar que tal vez se le podía alimentar de forma natural, pero tampoco podía saber si él sería capaz de tragar estando dormido aunque los músculos respondieran. Cuando se está dormido se está en otro sitio y no se come ni se bebe en éste. Nada más se sueña que se come y se bebe. Al mismo tiempo Hortensia le hablaba alto y alegremente como solía hacer con cualquier enfermo para animarle y espabilarle.

– Ya verás qué paella te vas a comer cuando despiertes. Un bañito en la playa y luego una paella con langosta, centollos y ostras, un zumo de naranja, papaya y de postre melón.

Abel la escuchaba con cara de asco balanceando con las piernas cruzadas una de las zapatillas de piel con iniciales grabadas.

– La paella no lleva ostras ni se acompaña con zumo -dijo.

Hortensia recogió las gomas y jeringas y se volvió hacia él.

– ¡Qué sabrás tú!

– Esta mujer hace que me ponga peor -dijo en cuanto ella salió-. Creo que si no la viese me recuperaría antes.

Félix no apartaba la vista de Julia. Era terrible estar acostumbrándose a verla así. Y también era terrible no haber querido darse cuenta de que a Julia las cosas no le iban bien, sobre todo cuando tras el parto empezó a deprimirse y a pasarse más tiempo en la cama dormida que levantada.

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