Clara Sánchez - PresentimientoS

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¿Nunca te has despertado con la sensación de seguir dentro de un sueño?
Tras un accidente, Julia queda suspendida entre el sueño y la realidad, y sólo su instinto de supervivencia podrá guiarla hasta reencontrarse con las personas que quiere. En Presentimientos, Clara Sánchez narra la envolvente y misteriosa historia de una mujer atrapada en un escenario irreal, pero extrañamente familiar, por el que deambula en busca de una salida.
Una novela lúcida, un viaje lleno de humor y aventuras en el límite de lo desconocido capaz de llevar al lector de la sorpresa a la reflexión más profunda, una combinación perfecta de realidad y fantasía.

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– Soy yo, Félix -dijo-. Esta tarde he soñado contigo. He soñado que estábamos en la playa y que de repente huíamos de alguien o de algo y corríamos a refugiarnos, lo que no sé es hacia dónde corríamos.

Entonces Félix se interrumpió. Había logrado grabar el sueño en su mente como una fotografía por la que se movían Julia y él corriendo. Hasta ahora en lo que más había reparado era en ellos dos, en la palidez de Julia y su cara de susto, en la camisa de cuadros tostados de él y había pasado por alto el paisaje. La arena estaba un poco fría porque el sol ya se había puesto y el mar era una masa de agua completamente gris. En la parte opuesta al mar había alguna palmera, algunos árboles, creía que pinos, y matorrales y en un alto un edificio ensombrecido por la lejanía y la poca luz, una luz que más que de anochecer era de eclipse total.

El café le había despejado tanto que echó de menos tener a mano algún libro y se le ocurrió que tal vez Abel pudiera prestarle uno o alguna revista, aunque no se acordaba con certeza de cuál era su habitación y tendría que buscarla. Le pasó la mano por la frente a Julia, apagó la luz y entornó la puerta al salir.

Se preguntó si los días y las noches en la mente de Julia se corresponderían con la luz y oscuridad de la habitación y si los días y las horas durarían igual que para los despiertos. Fuera, los corredores y el pequeño mostrador de enfermería que en este hospital, y quizá también en otros, llamaban control, tenían un brillo mareante bajo la luz de los fluorescentes. Casi todas las puertas estaban como la de Julia, medio abiertas, dejando escapar suspiros, toses, penumbra y un ligero olor a antibiótico. Félix pasaba ante ellas despacio esperando descubrir algo que le sonara a Abel. Y lo encontró. Por la puerta entreabierta de la 403 se escapaban pequeños destellos de su voz, casi imperceptibles para otros, pero no para él, en cuyo oído la voz de Abel había logrado un puesto de primera línea.

Tratándose de cualquier otra persona Félix habría llamado a la puerta o habría carraspeado o dicho algo antes de entrar, pero Abel no se merecía tanto miramiento. Se lo encontró reclinado en el respaldo de la cama con un portafirmas abierto sobre las piernas y hablando por el móvil. Tras mirar muy sorprendido a Félix, terminó una frase con cierto aire de incomodidad y dejó caer la lengüeta del aparato con un chasquido.

– ¿Ha ocurrido algo? -preguntó.

El otro paciente roncaba de espalda a ellos y de cara a las persianas bajadas de la ventana, lo que ayudaba a explicar por qué -aparte del aburrimiento- se pasaba la vida en la habitación de Julia. La habitación 407 en comparación con ésta era un lugar hermoso en que se esperaba un milagro. La luz de la cama de Abel sólo le alumbraba a él y dejaba al otro con su mesilla, su suero y su mundo en la oscuridad. No obstante, Félix forzó la voz para darle un tono lo más bajo posible.

– No, no ha ocurrido nada. He acertado de casualidad con la habitación.

Abel se ladeó para dejar el móvil en la mesilla. Era un último modelo plateado hasta la extenuación, que uno no esperaba encontrarse en unas manos moribundas. También cerró la carpeta. Era de piel de vacuno marrón mate con las mismas iniciales grabadas de las zapatillas. Sobre la butaca se medio resbalaba una bata de seda de rayas granates y negras, que bien se podría poner para ir a la habitación de Julia o para bajar al bar, pero que tal vez le parecía demasiado señorial para un hospital. ¿Quién era este individuo? No le importaba, fue una pregunta mecánica hecha por un cerebro acostumbrado a preguntarse cosas.

– No te preocupes por éste -dijo refiriéndose a su compañero de cuarto-. Lo tienen drogado para que no haga trabajar mucho al corazón. Si hablo en voz baja no es por él sino por las enfermeras, para que no entren pidiéndome que descanse y de paso armando jaleo.

Le resultaba curioso que Abel no le invitase a sentarse. Se diría que no le gustaba recibir visitas en sus aposentos como él decía. Sería una de esas personas que prefieren ir a casa de los demás y no al revés. Se cruzó de brazos en un intento clarísimo aunque inconsciente de interponer una barrera entre ellos, de proteger su intimidad y de expresar impaciencia.

– No he traído nada para leer y la noche es larga -dijo Félix mientras miraba a un hombre alto y con traje que entró sin hacer ruido.

¿Un médico?, ¿un hijo?, preguntas que se forman solas por la costumbre de relacionarlo todo sin que le importase nada de Abel ni nada de nadie aparte de Julia y Tito, que eran las únicas personas de este mundo que podían hacer que la tierra temblase bajo sus pies. El hombre volvió a salir a una señal de Abel con la cabeza.

– Ahí están los periódicos y unas cuantas revistas. Puedes llevártelos.

Al salir vio que el del traje permanecía apoyado en la pared del pasillo unos metros más allá y que le observaba de medio lado, con una media ojeada desde un ángulo difícil. Por el contrario Félix lo abarcó de frente. Pelo rapado según la corriente imperante, buena preparación física, unos treinta y cinco años, botas recias de cordones y suela de goma, por eso no se le oyó entrar. Podría ser un hijo de Abel que iba a pasar la noche con él, del mismo modo que Félix la pasaba con Julia. Pero no lo era. Un hijo se comportaría de otra manera, paseando arriba y abajo y no le habría mirado nada o le habría mirado abiertamente, incluso le habría enviado una señal de agrado por ser alguien que tenía relación con su padre en un lugar donde los lazos humanos adquieren una importancia extraordinaria. Era un guardaespaldas. Vigilaba la puerta. Estaba entrenado para pasar mucho tiempo en un mismo sitio mirando hacia un mismo lugar. Y además estaba allí como podría encontrarse en cualquier otra parte, no se le sentía involucrado en el ambiente de enfermedad y debilidad física reinantes. Estaba desempeñando el trabajo de proteger la vida de Abel de una agresión física, no de una agresión patógena si es que se podía decir así.

La presencia ausente de Julia era tan fuerte que hacía que el resto del mundo se desvaneciera a su alrededor. Incluso Tito se desvanecía un poco porque, por pequeño y desvalido que fuera, jugaba en el equipo de los despiertos. Así que en cuanto Félix entró en la 407 el mundo del pasillo perdió importancia, ya era pasado. En el fondo todo era pasado y puede que fuera excesivo el esfuerzo y la lucha que entablaba la humanidad por arañar unas décimas de presente. Una batalla casi fantástica que se daba en un margen tan estrecho que apenas existía, que era una ilusión. Qué poca cosa era el presente, era igual que verse en el filo de un cristal roto.

Puede que sólo Julia viviera el presente porque si se guiaba por sus propios sueños tendría la impresión de que lo que ocurría en un tiempo único, que no se podía decir que fuera inmóvil sino simultáneo e instantáneo.

Aunque el tiempo es relativo y cada uno lo gana o lo pierde a su manera, hay un lugar en que es completamente distinto y donde no parece que exista pasado ni futuro, sino un intenso e infinito presente llamado sueño, y uno sale de ese tiempo profundo, extrañado, con sensación de irrealidad y de lejanía. Claro que podría ser diferente si no se dormía sólo ocho o diez horas o un día entero, sino cinco días seguidos como era el caso de Julia hasta este momento. Entonces podría suceder que de la misma forma que un niño va creando su propio pasado también lo crease el sueño.

Nunca se le había ocurrido a Félix pensar tanto en los sueños, no les había dado importancia, consideraba que eran unas horas que el cerebro necesitaba para descansar, para fijar unos recuerdos y borrar otros y para autorrepararse. Ahora había algo más, había descubierto que al despertar tenía la fuerte impresión de acabar de salir de otro sitio en que rigen otras leyes físicas y donde uno puede verse a sí mismo haciendo algo. A veces ni siquiera se puede recordar ese lugar, pero se sabe que se ha estado ahí. No era raro que durante el sueño saltase varias veces de escenario en escenario con total naturalidad y que aceptase situaciones estrafalarias como lo más normal del mundo, quizá porque ahí eran normales, de la misma forma que aquí no se pueden modificar otras que nos parecen de pesadilla y que no hay más remedio que aceptar.

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