Clara Sánchez - PresentimientoS

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¿Nunca te has despertado con la sensación de seguir dentro de un sueño?
Tras un accidente, Julia queda suspendida entre el sueño y la realidad, y sólo su instinto de supervivencia podrá guiarla hasta reencontrarse con las personas que quiere. En Presentimientos, Clara Sánchez narra la envolvente y misteriosa historia de una mujer atrapada en un escenario irreal, pero extrañamente familiar, por el que deambula en busca de una salida.
Una novela lúcida, un viaje lleno de humor y aventuras en el límite de lo desconocido capaz de llevar al lector de la sorpresa a la reflexión más profunda, una combinación perfecta de realidad y fantasía.

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A eso de las nueve, mientras Félix bajaba a la cafetería a tomarse un bocadillo y un café, Abel se quedó tumbado en la cama de al lado que nadie ocupaba porque para cualquier enfermo sería muy deprimente y negativo estar junto a un paciente permanentemente dormido, menos en el caso de Abel, al que todo el personal sanitario de la planta estaba harto de decirle que ésa no era su habitación y que debía descansar más.

En el fondo, era en la cafetería del hospital donde mejor se encontraba Félix porque allí hasta lo más grave era normal. Allí le comprendían. Allí a todo el mundo le ocurría algo, y no quería que trasladaran a Julia a ningún otro lugar porque allí estaba el principio de su largo sueño y allí aún había esperanza de que se abriera el círculo por decirlo de alguna manera, a pesar de que el doctor Romano le había dicho que en un caso como el suyo según pasaban los días el reloj iba en contra de su vuelta a la normalidad.

Debían intentarlo todo. Atender las señales que lanzaba la propia Julia por imperceptibles que fuesen y también las reacciones de quienes la rodeaban, porque esas mismas reacciones revelarían la intensidad de las señales. Si lo pensaba, el mismo Abel había cambiado algo desde que le hablaba a Julia. Tal vez le había contado un gran secreto o puede que una banalidad, el caso era que se le veía más pensativo, reflexivo como si hablando y hablando hubiera descubierto alguna verdad sobre sí mismo. Ahora Abel cuando estaba sentado en la cama vacía o en la silla se quedaba absorto en el suelo comprendido entre los pies, en un claro acto de reflexión. Félix podría haberle preguntado si le ocurría algo, si es que se había producido algún cambio en su evolución clínica, pero no era necesario llegar a ese grado de confianza, era evidente que la presencia de Julia y algo que emanaba de ella estaban influyendo en su manera de ver las cosas y de verse a sí mismo.

Félix se sentó en una mesa junto al jardín al que daba la cafetería. Estaba agradablemente iluminado por unas luces verdes ocultas entre piedras y plantas. Ahora Tito ya estaría acostado y Angelita vería la televisión limpiándose de vez en cuando la humedad perenne de los ojos. La rejuvenecida vejez de su suegra no eliminaría, sin embargo, la experiencia que dan los años. Se preguntó si lo que se llama experiencia no sería un cargamento de prejuicios, ilusiones y falsas ideas. Le gustaría saber en qué consistía la experiencia de Angelita, y la de Abel. No querría que le contaran sus vidas sino sólo la experiencia de esas vidas, que le dijeran qué se sabe cuando se llega a ese punto.

En este sentido Julia era sorprendente. A veces parecía tener mucha menos experiencia de la que le correspondía por la edad y su trabajo, que la obligaba a relacionarse con bastante gente. Y otras daba la impresión de haber llegado a una gran madurez. Sin embargo, a Félix no le dio por pensar en ello seriamente, ni seriamente ni de ninguna forma. No le gustaba observar ni analizar a Julia como si fuera un cliente, una sospechosa o una desconocida, Julia era parte de su vida, no de su trabajo. En el momento que le hiciera más pensar que sentir ya no sería la Julia de quien se había enamorado.

Aprovechó que a Julia le interesaba la investigación que él realizaba en su hotel sobre el robo de la diadema de la novia para citarse con ella fuera de allí. A Julia le gustaba ir como cliente a los bares de otros hoteles para comprobar cómo era el servicio y mejorar el suyo. Cuando su jefe, Óscar Laredo, se jubilara, ella pasaría a ser la encargada principal y quería introducir mejoras. Lo observaba todo con ojos expertos, los uniformes, la colocación de las botellas, la disposición de las mesas, el sabor del café, la rapidez con que cambiaban los ceniceros, el tipo de pequeñas bandejas en que traían las cuentas. Comentaba las reformas que haría, como pintar las paredes de la zona más alejada de las ventanas de amarillo intenso y colocar lamparitas de luz muy tenue aunque fuese de día. Decía que las casas necesitan mucha luz, que entre el sol a raudales, pero lo ideal para el bar de un hotel era la atmósfera de pub inglés. La semioscuridad donde todo el mundo tenga un aire misterioso y no resalten los defectos. La gente que se cita en el bar de un hotel quiere verse atractiva y hablar en voz baja y es un error que aunque sean las cuatro de la tarde entre claridad como si estuviera en medio de la calle porque se priva a los clientes de intimidad. Para ellos este tipo de bares tendría que ser como el salón de una casa que no fuera la suya. Tenía las ideas tan claras sobre lo que quería que Félix llegó a pensar que cuando ahorrase suficiente dinero compraría un local para que Julia montara un negocio a su gusto. Pero no hizo falta porque aquella ilusión duró hasta más o menos su cuarto mes de embarazo.

¿Qué le ocurrió a Julia en esa época? Por la manía de respetar la personalidad y privacidad de su mujer al máximo no se había enterado de pormenores que ahora la ayudarían, porque ahora podría ser que su supervivencia dependiera de lo que Félix supiera de ella y de lo que supiera que ella sabía. Si alguien le pidiera que describiese a Julia tendría que ponerse en el lugar de otro o recordarla como la primera vez que la vio.

La cafetería del hospital cerraba a las diez, y los camareros ya tenían caras de cansados. Un día tras otro había ido conociendo a los de los dos turnos. El de la mañana era hosco y el que ahora le había servido el bocadillo, la cerveza y el café se llamaba Rachid y era marroquí. Había empezado a barrer y a colocar las sillas sobre las mesas libres como una manera indirecta de meterles prisa, así que Félix le dejó una buena propina a Rachid y se levantó deseando que llegase de nuevo la mañana para tomarse un café en este mismo sitio.

Recorrió el camino de vuelta. Ascensores, pasillos, salas de espera con alguien viendo la televisión, más pasillos. Al llegar a la altura de la 407, oyó un murmullo. Era la voz de Abel que en cuanto vio a Félix se calló. Estaba sentado junto a la cama de Julia, y Félix lo miró intrigado durante unos segundos.

– ¿Ocurre algo? -preguntó.

Abel pareció turbarse un poco, lo que alarmó a Félix en algún intrincado lugar de su cabeza.

– No ha habido ningún cambio, ni para bien ni para mal -dijo mirando al suelo-. Bueno, tengo que irme, que pases buena noche.

Félix no dejó de observar a Abel mientras salía. Era la segunda vez que lo pillaba farfullándole en voz baja algo seguramente inconfesable puesto que se callaba en cuanto oía entrar a Félix. Serían secretos o pensamientos que no se atrevería a decirle a nadie que estuviera despierto. Se trataba sin lugar a dudas de un abuso de confianza y sintió ganas de ir a la habitación de aquel falso Quijote y preguntarle qué le había estado diciendo a su mujer en voz baja durante la hora que él se había ausentado y antes, durante el rato en que no habían estado en el cuarto ni su suegra ni él, y puede que siempre que no hubiera testigos, pero lo detuvo algo reconfortante que había en el fondo de este comportamiento, algo que le hacía pensar que iba en la línea correcta con Julia. Y era que si Abel no creía posible que Julia recibiera ningún estímulo externo ¿por qué le hablaba? Abel aparentaba observar con absoluto escepticismo los intentos de Félix, Angelita e incluso Hortensia por crear emociones en Julia y, sin embargo, le hablaba. Besó a Julia en la frente. Olía muy bien. Le pasó la mano por el pelo. Estaba suave, sedoso. No sabía cómo se las arreglaría Angelita para poder lavárselo, seguramente la ayudaba Hortensia. Hortensia era partidaria de cortárselo, más que por comodidad seguramente para que su hermosura no les crease melancolía, nostalgia y desesperación. Nunca hacía comentarios sobre su aspecto, sólo sobre su espíritu, un posible espíritu que había que llamar, alentar y espabilar para que a su vez espabilase el cuerpo material.

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