Como siempre que entraba en el hospital, le dio la impresión de que las puertas se cerraban tras él herméticamente, lo que tampoco le importaba mucho porque era el único sitio en que no pensaba en el hospital.
Y como siempre, recorrió el pasillo y al llegar al cuarto de Julia le pareció oír una voz. El instinto le dijo que debía detenerse. Era la voz de Abel, que como el humo buscaba la salida. Llegaban palabras y sonidos sueltos igual que si se escapasen de un confesionario. Debía de estar sólo él porque nadie le interrumpía, ni se oía ningún ruido más. A Félix le desagradó que, aunque dormida, un desconocido le estuviese hablando en susurros, que de alguna manera estuviera asaltando su intimidad por el oído. Si de verdad Julia era capaz de escuchar, no podría hacer nada por no enterarse de lo que este hombre le contaba, y seguramente lo que le contaba no podía decirse en voz alta, porque entonces hablaría en voz alta, a no ser que le diese pudor que alguien pensara que hablarle a Julia era como estar hablando solo.
De pronto Abel se calló, había escuchado un pequeño grito de alegría de Tito. Félix entró con él en brazos. Abel estaba sentado en el sillón junto a la cama y hacía que miraba al suelo para darse tiempo a reaccionar. En Julia no se apreciaba aparentemente ninguna alteración, pero los ojos expertos de Félix captaron la tensión de la frente y de las manos. ¿Qué habría salido por esos labios demasiado rojos? No se atrevió a preguntárselo porque no sabía si la agresividad que se le había despertado con el asunto de Sandra ya estaba superada. Tal vez si empezaba a increpar a Abel no pudiera controlarse. Abel levantó la vista y mostró su rostro quijotesco.
– Tu suegra ha bajado a tomarse algo a la cafetería, se sentía un poco mareada. Los enfermos soportamos bien este ambiente, pero para los que venís de la calle es muy agresivo.
– ¿Cuánto tiempo hace que ha bajado? -preguntó Félix dejando a Tito sobre la cama vacía. Ya no se molestaba en traer el capazo para este pequeño rato, sólo un biberón con agua y el chupete.
– Una media hora, tal vez menos.
Félix pensó que media hora hablando era mucho tiempo y también Abel, que debía de tener en cuenta el hecho de que le hubiesen oído, pero no podía acortar ni alargar el tiempo. Félix permaneció de pie al lado de Tito esperando algo. Por fortuna, Abel comprendió que ese algo consistía en que se marchara.
– Bien, me marcho. Si me necesitáis, ya sabéis dónde encontrarme, no me iré muy lejos -dijo riéndose y después de reírse, tosió.
La tos lo acompañó por el pasillo.
– Soy yo, Félix -le dijo a Julia cogiéndole la mano.
La tenía fría. Tal vez soñaba que hacía frío o que se estaba bañando en el mar. Así que se le ocurrió decirle que hoy la playa estaba espléndida y el agua tan transparente que si uno miraba hacia abajo podía verse las piernas y, en el fondo, las algas. Notó que se relajaba y también él, y dudó si decirle que esa misma tarde había conocido a una chica llamada Sandra muy simpática, atolondrada y exasperante, que había sido muy cariñosa con Tito. No se lo dijo.
Tampoco le dijo nada a Angelita cuando regresó de la cafetería.
Nunca lograba descansar bien en el hospital, pero esta noche en particular apenas podía dormir. Tras un breve sueño de media hora en el sillón, una enfermera lo despertó con la brusquedad que les sirve para mantenerse ellas mismas activas, y al marcharse la respiración de Julia se hizo más fuerte como si estuviera esforzándose para despertar también ella. Félix se agitó mucho, seguramente quiso pensar que ya había llegado el fin y que la tortura terminaba. Así que le cogió la mano y se la apretó.
– Venga, sal ya de ahí -le dijo-. ¡Ven aquí! Te estoy cogiendo de la mano y te traigo aquí.
Se notaba que Julia hacía un esfuerzo tremendo. En medio de la oscuridad del cuarto su respiración era cada vez más rápida y soltó un gemido. Puede que en el sueño llorase o estuviera trepando a algún lado o corriendo y no pudiera más.
– Es muy fácil. Es mucho más fácil de lo que crees porque estoy aquí, a tu lado. Estamos en el mismo sitio, en la misma habitación, pero no lo sabes, sólo tienes que intentar saberlo, decirte a ti misma que estás conmigo, sentir mi mano, oír mi voz y olvidar todo lo demás, todo lo que tengas alrededor, a las personas con las que estés. Nada de eso es real. En cuanto sepas que nada de eso es real, volverás aquí, a la vida verdadera.
Tal vez en Tucson, esa clínica de la que le había hablado el doctor Romano, este estado lo habrían aprovechado al máximo, dispondrían de técnicas muy especializadas, sabrían cuándo era el momento idóneo para hacer saltar al paciente a la vigilia, incluso le ayudarían aplicándole electrodos. ¿Y si estaban perdiendo una oportunidad única?
Le hundió los dedos hasta la raíz del pelo y se los pasó por el cuero cabelludo. Luego le cogió la mata de pelo con las dos manos y tiró un poco de él, sin hacerle daño, lo suficiente para que lo sintiera, sólo para hacerle reaccionar.
La respiración se le agitó aún más y movió la cabeza. ¿O se la había movido él mismo? Aunque trataba de no sugestionarse, no era imposible que cayera en la trampa de sus propios deseos. Le soltó el pelo un poco pesaroso por lo que había hecho porque sospechaba que no había sido una experiencia agradable. ¿Y si una mano invisible le tirara a él del pelo por muy suavemente que lo hiciera? Como mínimo le asustaría. No sabría quién hacía aquello porque no lo vería a no ser que en su sueño atribuyese está acción a alguien conocido. Pero la realidad era que sobre lo que ocurría en esta habitación Julia estaba ciega. Y sobre lo que ocurría en su mente era imposible hacerse una idea.
– No tengas miedo -le dijo-. Soy yo, Félix. Sólo intento que vuelvas con nosotros, pero desde aquí doy palos de ciego, no puedo meterme en tu cabeza, así que eres tú la que debe encontrar la forma de saltar a este lado. Por muchos peligros que creas que corres estás a salvo y segura. No olvides que no te puede pasar nada malo.
Dudó si contarle que había sufrido un accidente, pero al instante se arrepintió de haberlo considerado siquiera. Sería una manera de hacerle percibir hechos negativos, de enviarle señales de peligro. Así que prefirió permanecer en silencio con su mano en la suya. Por el ventanal herméticamente cerrado que iba de parte a parte de la pared, entraba la noche, entre cuyas estrellas se agigantaba la cama con Julia tumbada.
Julia
A las once ya estaba cansada de contemplar la noche inmensa y misteriosa. Necesitaba el contacto de otros seres humanos, ver a gente a quien contarle lo que le ocurría. Uno no puede empezar a estar solo de repente, en unos días. Incluso los que cometen un crimen llega un momento en que deben de sentir el impulso de contarlo, de compartir con otros lo que han hecho. Y también Julia echaba de menos una cara humana frente a la suya a la que mirar y que la mirase. Seguramente sólo los humanos quieren que los demás sepan que existen.
Por supuesto no pensaba pagar la entrada. Pensaba esperar junto al coche a que empezara el verdadero barullo para entrar, cuando de pronto vio a Marcus, el tipo de la primera noche. El corazón le dio un vuelco porque lo conocía, era su conocido más antiguo desde que salió de casa sin poder ya regresar a ella. Y el haber bailado con él, el haber estado tan cerca, lo hacía doblemente reconocible. Era la persona con la que más intimidad había tenido desde que salió del apartamento.
Llevaba pantalones negros y una camisa también negra de manga por el codo. Tampoco hoy estaba hablando con nadie. Debía de estar bordeando los cuarenta y tenía algo muy masculino y probablemente lo que llaman magnetismo animal. Y en el fondo, en algún milímetro de su mente ahora le halagaba que la otra noche se hubiera fijado en ella y que no la dejase marchar. Sin embargo, en este momento ni siquiera la miró. O mejor dicho, su mirada, aunque la tenía de frente y no había nada más interesante por allí, pasó de largo. Seguramente la vería como ella se había visto en el vídeo del supermercado. Aun así se atrevió a dar unos pasos hacia él.
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