Clara Sánchez - PresentimientoS

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¿Nunca te has despertado con la sensación de seguir dentro de un sueño?
Tras un accidente, Julia queda suspendida entre el sueño y la realidad, y sólo su instinto de supervivencia podrá guiarla hasta reencontrarse con las personas que quiere. En Presentimientos, Clara Sánchez narra la envolvente y misteriosa historia de una mujer atrapada en un escenario irreal, pero extrañamente familiar, por el que deambula en busca de una salida.
Una novela lúcida, un viaje lleno de humor y aventuras en el límite de lo desconocido capaz de llevar al lector de la sorpresa a la reflexión más profunda, una combinación perfecta de realidad y fantasía.

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Desde niño no había vuelto a sentir lo que sintió la tarde del cuarto día. El mundo tenía ahora cuatro días de antigüedad, el tiempo que llevaba Julia en el hospital. Antes había un mundo y ahora había otro aunque a ojos del resto de la gente pareciese el mismo. Como siempre, por la mañana fue a recoger a su suegra al apartamento para llevarla al hospital. Y a eso de las once, de vuelta de nuevo en el apartamento, pudo ducharse, desayunar y dormir un rato. Sobre todo, necesitaba estirarse todo lo largo que era sobre el colchón y cerrar los ojos aunque no durmiese. Mientras, oía los aspersores como quien está viendo una película, porque no pertenecían a su mundo real, nada normal pertenecía a su mundo real. Su mundo real era una isla de la que no se podía salir por muchas vueltas que se dieran. Aunque se intentase y se idearan nuevos caminos, al final todo empezaba y terminaba en Julia y no había escapatoria.

Al mediodía después de darle a Tito el puré que había dejado preparado su suegra, se hizo una tortilla de atún y se la comió frente a la televisión encendida, pero pensando en Julia, pensando con toda intensidad qué más podía hacer para arrancarla de ese estado. Tal vez traerla al apartamento para estar con ella constantemente. Se tumbó y se quedó de nuevo dormitando. Durmió en profundidad una media hora, más que durante el tiempo que había estado en la cama. Lo despertó Tito. Hacía calor en el apartamento. Era el momento en que había que cerrar las persianas y las cortinas porque el sol se metía por todas las rendijas. Le cambió y pensó que donde mejor estarían sería en la orilla de la playa.

Se bañaron. Félix tomó a Tito en brazos y lo sumergió varias veces en un agua tan cristalina y verdosa como si el fondo estuviese formado de esmeraldas. Tito movía las piernas de alegría y gritaba. Estaba viviendo, estaba siendo feliz y no lo sabía. Los rayos del sol los traspasaban y los volvían invisibles. El pelo infantilmente rubio de Tito desaparecía entre los reflejos del agua. Todo era demasiado grandioso para ser cierto. Sacó a su hijo pisando con dificultad sobre guijarros y lo enrolló con la toalla aterciopelada de peces y medusas que Julia le había comprado. Le puso el pequeño sombrero que también le había comprado para la playa. A Félix habían empezado a escocerle los ojos en el agua y no paraban de caerle las lágrimas. La puta sal. Vistió a Tito con un pañal, una camiseta de tirantes y otra de manga corta. Donde ellos estaban el aire empezaba a correr más de la cuenta. Era el momento de la retirada. Cuando llegase al hospital, le diría a Angelita que diese al niño por bañado, que ningún agua puede ser tan sana como la del mar. Sólo le lavaría la cara para que no la tuviese tirante. Además, siempre sufría al imaginar a su suegra sacando a Tito de la bañera con sus flacos brazos. Siempre sufría imaginando que se le escurría al suelo.

Cuando ya lo había acomodado en la silla y le había dado zumo del biberón, se giró hacia el mar y se pasó las manos por la cara. Apretó un poco los párpados con los dedos para aliviar el escozor y al volver a abrirlos, la vio.

– Hola tigrecillo -le dijo a Tito.

Era una chica de unos dieciocho años, tal vez menos. Por su trabajo estaba acostumbrado a calcular la edad con bastante precisión. Incluso en la gente que parece mucho más joven de lo que es hay rasgos a veces imperceptibles para ellos mismos que delatan el paso del tiempo.

– ¿Cómo se llama? -le preguntó a Félix.

– Tito, ¿y tú?

– Sandra. ¿Es tu hijo esta monada?

Félix asintió. Qué suerte tenía Sandra, aún no estaba encerrada en una isla. Era una chica alegre y superficial como todos querrían ser siempre, o al menos un poco más de tiempo, y en algunos casos se contentarían con haberlo sido por lo menos una vez.

– Vives ahí -dijo Sandra volviéndose hacia los apartamentos-. Y yo también, soy tu vecina. Te veo entrar y salir con esta preciosidad. También os veo en la piscina. ¿A que sí, Tito, guapo? Pero tú tienes la cabeza en otro sitio, no ves a nadie.

– Ya -dijo Félix sin querer ser descortés, pero deseando cortar la conversación.

Por el moreno de la piel, Sandra llevaría alrededor de un mes correteando por la playa. Tenía unas partes más ennegrecidas que otras porque el sol se le había ido pegando mientras se bañaba o hacía deporte y no tumbada en una hamaca. Los ojos se habían contagiado del color verdoso del mar y resultaban más bonitos de lo que serían en otra parte y el pelo lo llevaba cortado con unos mechones más largos que otros. Unos eran rojos, otros rosas y otros negros. Un pequeño alfiler le atravesaba la ceja y un tornillo plateado el labio. En las muñecas llevaba atadas cintas que dejaban líneas de piel blanca al descubierto. Debía de ser una punki y seguramente para vestirse usaría botas militares y pantalones rotos y mataría el tiempo hablando con los colegas sentada en el sillín de una moto. La naturaleza y el aire libre no parecían su sitio natural.

– Estamos formando un equipo de voleibol. Mañana vamos a jugar un partido, ¿te apuntas?

Puede que Félix al ir en bañador no aparentase la edad que tenía ni lo clásico y del montón que era. Julia se había empeñado en comprarle uno de esos meybas modernos que arrancan bastante debajo del ombligo y que llegan a las rodillas y ahora ocurría esto. Tampoco llevaba las gafas, hasta que no se secase del todo no pensaba ponérselas. Se pasó las manos por el pelo porque con el agua se le habría revuelto, cayeron granos de arena y sal y sintió que con este bañador y este pelo estaba siendo otro, alguien que le podría gustar a aquella chica.

Ella dirigió la vista hacia Tito.

– La señora mayor puede cuidarle -dijo ella.

Quizá se había quedado traspuesto tumbado en la arena y esto era una fantasía provocada por la necesidad de salir de su pequeño y angustioso mundo, y Sandra representaba una vida en que todo era posible. A ella los ojos se le entrecerraban tras la pantalla verdeazulada del aire. De los hombros le salía luz. A su espalda se extendía un desierto de arena con toallas y sombrillas.

– Piénsate lo de mañana -dijo riendo de tal manera que se le formaban dos pequeños hoyos a los lados de la boca. La nariz era aguileña y la piel se le estiraba y brillaba especialmente en el pabellón-. Necesitamos a dos más y uno tienes que ser tú.

– Bien, me lo pensaré -contestó Félix enrollando la esterilla.

– Espera. Mira cómo estás de arena. Podrías bañarte mientras yo cuido de Tito. Aprovecha mientras estoy con él. ¿A que sí, terroncito?

La verdad es que le sentaría muy bien meterse en el agua esmeralda y bracear un rato, libre, tranquilo. Cuanto mejor se encontrara de ánimo mejor podría atender a Julia.

– Venga-dijo ella, sentándose junto al niño. Cogió el biberón con zumo y se lo puso en la boca.

Félix consultó el reloj. Total eran las cinco y cuarto, había tiempo para bañarse, cambiarse de ropa e ir a recoger a su suegra. Echó a correr hacia la orilla, bueno, no a todo correr, a medio correr, no le salía de dentro disfrutar plenamente de los momentos. Tuvo que ir metiéndose poco a poco hasta no hacer pie. Le quemaba la frente y los ojos continuaban escociéndole. Entre las piernas flotaban algas y minúsculos peces. Se zambulló lo más profundo que pudo y abrió los ojos. No quería pensar en el escozor. Buceó hasta que no pudo más. Al salir respiró hondo y se puso boca arriba haciendo el muerto. Se dejó llevar. El calor del sol y el frío del agua eran una combinación perfecta. Luego nadó hasta que le pareció que se había alejado demasiado mar adentro. Así que comenzó a bracear hacia la orilla, pero el oleaje no le dejaba avanzar. No le importaba, el esfuerzo le venía bien, no tenía ninguna prisa por llegar. Era un pez transparente, un habitante del mar.

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