Le arrancó a Tito de los brazos para que se sonara a gusto y oyó los zuecos de Hortensia, que entró como un vendaval.
Jamás se había encontrado Félix tan protegido por nadie como por esta mujer hasta ahora desconocida, guardiana del mundo en que había aterrizado sin querer, como si su nave se hubiera desviado del rumbo previsto para estrellarse contra este hospital en medio de la noche.
– ¿Cómo está nuestra Julia? -dijo muy alto y alegremente deteniéndose ante ella.
No miró a Félix, ya conocía la respuesta. Le tomó la tensión, le reguló el suero y le inyectó algo por la cánula.
– Ahora traerán la comida -le observó la frente-. La herida va cicatrizando bastante bien.
– Pobre hija mía -exclamó Angelita restregándose el papel por los ojos tan fuerte que le dejó los párpados rojos.
Hortensia la miró con rapidez, pero con atención.
– ¿Es usted su madre? -tampoco esta pregunta necesitaba respuesta-. Procure hablarle de cosas que sepa que le gustan. Recuérdele el colegio, los veraneos. Léale algún cuento de los que le leía cuando era niña. Háblele de su hijo. Por cierto, no conviene que el niño pase aquí tanto tiempo.
Cuando Hortensia salió, Félix y Angelita se acercaron al borde de la cama de Julia y se inclinaron sobre ella como sobre un pozo, un precipicio, un abismo. Ese día llevaba el sedoso camisón color melocotón y parecía que de un momento a otro estiraría los brazos y se desperezaría. Pero por mucho que la miraban y la miraban no ocurría lo que debía ocurrir. El mundo seguro de los zuecos se iba alejando. Tito estaba contento, agitaba los brazos y se reía. Por fortuna para él, no sabía lo que estaba viendo. Y tampoco Félix sabía lo que su mujer vería dentro de su propia cabeza.
Julia
Tenía pensado volver a preguntar a la comisaría y de camino entraría en alguna de las pequeñas tiendas que bordeaban el paseo marítimo y compraría una botella de agua de litro y medio, sólo pensar en el agua le hacía ya morirse de sed, y localizaría algún teléfono para llamar de nuevo a Félix. Si la llamada como ya era costumbre no resultaba continuaría hasta la comisaría y si allí no había noticias cogería el coche, lo llevaría a la gasolinera más cercana, le pondría diez euros de gasolina e iría al hospital de la Seguridad Social, que es donde Félix habría acudido si pensara que ella había sufrido un accidente. Después Dios diría.
Más o menos todo fue ocurriendo según lo esperado. Compró la botella de litro y medio más barata, que le dieron metida en una bolsa de plástico donde iría guardando sus nuevas adquisiciones. Antes de pagar, se peinó con un cepillo de la pequeña sección de droguería y se miró en un espejo. Su aspecto era menos sospechoso que hacía un rato. En la calle principal se encontró un teléfono público medio roto, lo que no le ofrecía ninguna garantía. Seguramente perdería el euro que metiese, así que iría primero a la comisaría.
Una vez allí se encontró con la desagradable sorpresa de que habían cambiado el turno y que nadie sabía nada de lo suyo. Así que no tuvo más remedio que volver a contar la historia lo más sintéticamente que pudo. La verdad era que con el trascurrir del tiempo la situación se le había ido acomodando en la cabeza aunque continuara siendo incomprensible. Consultaron los avisos, y… nada. Entonces aquel funcionario grande y de pecho jadeante dijo:
– ¿Tendría algún motivo para pensar que su marido la haya abandonado llevándose a su hijo?
Julia se quedó literalmente con la boca abierta. No esperaba semejante salida del funcionario porque hasta ahora había considerado la situación sólo bajo su punto de vista y no desde fuera, desde alguien como este funcionario que no tenía ni idea de qué clase de hombre era Félix, y Julia dudó si sacarle de su error, pero a la vez comprendió que sería inútil, tiempo perdido. Como diría Félix, de encontrarse en el pellejo de Julia, lo único que se sabía con certeza es que no había noticias. Así que prefirió tirar por otros derroteros y preguntar por la gasolinera más cercana.
Sería una tontería pero ver el coche en la explanada era una señal de que seguía unida a Félix y a Tito por algún punto. Si en estas circunstancias en que lo había perdido todo no había perdido también el coche por algo sería. Sería porque él la conduciría a su marido y su hijo, aunque si al final iba a encontrarlos ¿por qué habría querido el azar o el destino que los perdiese? El azar o ella misma. Cabía la posibilidad -y había llegado la hora de la verdad- de que ella de manera inconsciente se hubiera perdido hacía dos noches para alejarlos de su vida. Era cierto que los quería mucho, pero también era cierto que a veces había deseado ser libre y hacer otras cosas. Cerró los ojos para rebuscar dentro de su cabeza por qué deseaba ser libre, pero enseguida se topaba con una cordillera de pensamientos que no le permitían ir más allá. Eran pensamientos de preocupación y de culpa.
El coche era un horno y debía esperar a que se enfriara un poco el volante. Al menos tenía un techo y unas puertas tras las que refugiarse, por lo que no podía llamarse una vagabunda auténtica. Para hacer tiempo salió y volvió a abrir el maletero a ver qué encontraba aparte de la manta y el bidón vacío. A veces hay cosas que a uno le pasan desapercibidas porque da por hecho que tienen que estar ahí. Y en efecto, asomando por debajo de la manta había unas palas para jugar en la playa en las que no se había fijado antes y que ahora no tenían ninguna utilidad, pero que eran algo más que conservaba de su vida normal. Metió las pequeñas toallas y demás pertenencias en la bolsa de plástico y la dejó allí.
En la gasolinera fue imposible marcharse sin pagar, así que llegó al hospital descapitalizada de nuevo. Era de color ocre y estaba rodeado de árboles y flores, lo que le daba el mismo aire turístico que todo lo demás. El sol arrancaba destellos dorados a la fachada y no parecía verosímil que allí dentro nadie yaciera tendido en un quirófano y mucho menos que se estuviera muriendo. No era razonable que ocurrieran las mismas cosas en un ambiente alegre que en otro triste.
En el interior, la luz y las sombras de las palmeras que entraban por las ventanas envolvían en un agradable claroscuro al personal sanitario, que hablaba de lo que habían hecho la tarde anterior y lo que iban a hacer cuando acabasen el turno. La recepcionista tendría unos treinta años y estaba a los mandos de dos ordenadores y una centralita, llevaba además un micrófono de boca en plan Madonna. No había duda de que se sentía bien equipada y se manejaba con tanta desenvoltura y exceso de confianza que cohibía un poco a quienes se acercaban a ella.
Adelante, se dijo Julia cuando le tocó el turno. En lugar de contar su historia una vez más, le preguntó si recordaba que alguien hubiese preguntado por una paciente llamada Julia Palacios. Se trataría de un hombre de unos cuarenta años con un niño de seis meses, en brazos probablemente.
– No, nadie ha preguntado -dijo la recepcionista con una seguridad aplastante sin ni siquiera consultar el ordenador.
– ¿Está segura? ¿Cómo puede recordarlo todo?
Como respuesta, la recepcionista se puso a hablar por el micro inalámbrico cortando de esta forma toda relación con Julia. Julia, sin embargo, no se movió, no pensaba dejar su sitio libre así, por las buenas. Tras ella se iba formando una cola de gente impaciente. Mientras tanto, la recepcionista alargaba la conversación lo que podía, hasta que comprobó que la resistencia de Julia era irrompible y colgó.
– Está bien -dijo Julia-, ¿hay algún otro lugar donde alguien pueda dejar una nota, un recado?
– Tiene el tablón de anuncios -le dijo el siguiente en la cola.
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