Esta vez cogió la manta del maletero e hizo una almohada con las pequeñas toallas y los pantalones doblados cuidadosamente, lo que también serviría para plancharlos un poco. No se sentía cómoda con la blusa, que tarde o temprano tendría que lavar, y se la quitó. Se estiró lo que pudo en los asientos y se tapó, pero sacando de la manta, como acostumbraba, media pierna. Dejó las ventanillas dos o tres dedos abiertas de modo que se formara una suave corriente de aire pero que nadie pudiera meter tanto la mano como para intentar bajarlas.
Fue a eso de medianoche cuando sintió una mano acariciándole el pie que estaba al aire. No era la primera vez que ocurría, pero no quería desvelarse y continuó con los ojos cerrados. No había nada que temer, no había nadie más que ella en el coche, de eso no cabía duda, lo que no impedía que fuera una sensación demasiado rara, desagradable, así que resguardó el pie. Desde que se encontraba en esta extraña situación notaba con frecuencia respiraciones a su lado o que una mano le pasaba por la espalda. A veces como si le soplaran. Sentía de pronto algo fresco en la frente o algo húmedo en la mano. Daba la sensación de que hubiese gente invisible a su alrededor.
Estaba tan cansada que enseguida se fue quedando dormida mientras pensaba que todo eran aprensiones, una manera de no estar sola, quizá. Sin embargo, al rato -un rato que pudo consistir en dos o tres horas- oyó una voz.
– Julia, no estás sola. No debes temer absolutamente nada. Mi nombre es Abel y estoy contigo. Todos nosotros estamos contigo.
Entreabrió los ojos. La voz la había despertado. Sin embargo, no estaba soñando con ningún Abel. ¿Quién era ese Abel? Su voz había llegado en el mismo tono de fondo en que llegaban el ruido de las olas o el más lejano de los coches. Saltó a los asientos delanteros y encontró en la guantera un bolígrafo y una factura de la gasolinera, en cuyo reverso escribió la frase de Abel. «Todos nosotros estamos contigo», había dicho.
¿Quiénes eran todos nosotros? Ahora sí que se había desvelado. Volvió atrás y se tumbó con las manos en la nuca. El aire entraba más frío aún por las rendijas de las ventanillas y la manta no le molestaba.
«Todos nosotros» debían de ser esos seres que le tocaban el pie, la espalda, la cara, el pelo, que respiraban a veces a su lado. Podrían ser almas sin cuerpo, almas perdidas. Aunque mejor que almas, espíritus, porque los espíritus serían como las personas, pero invisibles, no estarían desgajados del cuerpo como el alma. Las almas sin cuerpo daban pena, pero no los espíritus. Los espíritus eran algo así como la esencia del ser humano. También podría ser que significasen lo mismo el alma, el espíritu y un ángel.
Los ángeles eran seres superiores porque ellos podían descender hasta los humanos, pero los humanos no podían ascender hacia ellos. Era muy reconfortante pensar en ángeles. Sería maravilloso que realmente fuesen ángeles quienes cuidasen de Julia, quienes le pasaran la mano por el pelo y le hicieran compañía. Aunque pensándolo bien, era más fácil creer en un espíritu que en un ángel. Un ángel estaba comprobado que era un ser imposible con su enorme esternón para sostener unas gigantescas alas, que no necesitaba porque al ser seres superiores se desplazarían de una manera inimaginable para los humanos, y por eso el ojo humano no podía captarlos. Y cuando de alguna manera se lograba verlos, no se sabía que eran ellos.
Un espíritu podría ser un ser que existiese en otra dimensión. Aunque alguien que se presentaba con su nombre tenía más pinta de ángel que de espíritu. Los nombres de los ángeles eran muy conocidos mientras que los espíritus eran anónimos. El ángel Abel. Abel también podría ser un arcángel, que sería más o menos un jefe de ángeles, y por eso le hablaba a Julia de «todos nosotros».
Pero ¿tan importante era Julia como para que se ocupara de ella un ejército de ángeles? ¿Qué había hecho de bueno en la vida? Prácticamente nada, tampoco malo. No había matado a nadie ni había salvado a nadie. No tenía grandes sentimientos ni grandes ideas, ¿por qué iba a fijarse en ella ningún ángel? No se tenía por especial o diferente. No se consideraba mejor que los demás. Claro que el ángel era Abel, no ella. El arcángel Abel con unas impresionantes alas de plumas blancas.
Quienquiera que fuese no había llegado hasta ella para hacerle daño. Incluso aunque fuese fruto de su mente, el propósito sería ayudarse a sí misma en esta difícil situación, así que volvió a cerrar los ojos y a quedarse dormida. Que me toquen, rocen y hablen todo lo que quieran, pensó, si lo hacen por algo será.
Félix
Estaba seguro de que Julia habría querido que esperase todo lo posible para llamar a Angelita, su madre. Pero este segundo día por la noche, a eso de las once, y cuando Abel se marchó definitivamente a los que él llamaba sus aposentos, pensó que ya no podía esperar más. Tampoco Julia habría querido que por teléfono le contase todos los detalles, sólo lo básico, que había ingresado en el hospital y que le estaban haciendo pruebas, callándose el hecho de que aún no había recobrado el conocimiento, ni siquiera que lo había perdido. Así que Félix habló lo más rápido que pudo con ella para no darle tiempo a preguntar. Angelita, tal como Félix se temía, insistió en venir a ver a su hija, y no pudo hacer nada por disuadirla. Le dijo que no podía responsabilizarse de ella, y ella le contestó que estaba acostumbrada a cuidarse sola y se la imaginó con la medalla que llevaba colgada del cuello en que se indicaba el grupo sanguíneo y los medicamentos a los que era alérgica por si se desvanecía en la calle, y el aparato de la cruz roja con un gran botón rojo en la mesa del salón de su casa para pulsarlo en caso de que se encontrase mal. También le habían colocado una cartulina al lado del teléfono con los números en grande de las urgencias y las ambulancias, y el móvil estaba preparado para que pulsando una tecla le llegara a Julia una alarma por si acaso no le daba tiempo de alcanzar el botón rojo o se resbalaba al ir a comprar el pan o sufría un mareo en cualquier momento. Vivía rodeada de tantas señales de socorro que parecía milagroso que sobreviviera.
Según lo esperado, tardó un rato largo en ir a buscar un bolígrafo para apuntar la dirección del hospital y luego para escribirla. La del apartamento era tan complicada que Félix desistió de dársela. Le dijo lo más lenta y claramente que pudo que le era imposible ir a buscarla al aeropuerto, por lo que tendría que tomar un taxi hasta el hospital, que le costaría unos cincuenta euros, y que una vez allí tendría que encontrar la habitación 407.
– No lo olvides -le dijo-. La 407. Si tienes algún problema llámame al móvil.
Angelita se despidió con un adiós titubeante, como si hubiese algo que no había quedado claro, pero que aún no sabía qué era.
La llegada de su suegra suponía un problema más y no podía evitar que la idea le inquietara. Ni siquiera sabía si su presencia le vendría bien a Julia, porque para Julia su madre significaba atadura, responsabilidad, preocupación y sentimiento de culpa si dejaba de preocuparse por ella.
Estaba seguro de que a la Julia despierta no le haría ninguna gracia que su madre viniese sola, pero ahora la que necesitaba ayuda era ella y su madre de setenta y nueve años tendría que arreglárselas. En cuanto a la Julia dormida era imposible aventurar qué vería dentro de su propia cabeza, que en definitiva según el doctor Romano era donde acababa todo lo que está fuera.
Félix
El doctor Romano, tras preguntarle cómo había pasado Julia la noche, se levantó de detrás de la mesa. Llevaba la bata blanca puesta sobre una camisa azul recién planchada con corbata de rayas, mientras que Félix, como ya iba siendo habitual, se presentaba ante él sin afeitar y con los pantalones arrugados. Le dio la mano, le dedicó un gesto especial a Tito y volvió a su sitio. Abrió la carpeta que tenía ante él. A Félix el corazón empezó a latirle más fuerte. No sabía por qué le asustaba más la Julia de los informes que la que yacía en la cama. Y empezó a dar pasos y a moverse como si tratara de calmar a su hijo, que por una vez se encontraba en sus brazos, inusualmente tranquilo, observando con el chupete puesto al doctor cuya voz parecía hechizarle.
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