– Félix, ¿me oyes ahora? ¿Me oyes?
Siguió insistiendo por lo menos dos o tres veces más hasta que la comunicación se cortó. La gente del bar la miraba. Algunos desde la barra y otros desde las mesas, pero todos girados hacia ella, y ella les devolvió la mirada con una rabia que no iba dirigida a ellos sino a sí misma. ¡Qué estúpida era! A veces uno está en un país extraño y al doblar una esquina se tropieza con un vecino, y ella no era capaz de encontrar a su marido y a su hijo en unos pocos kilómetros cuadrados.
Metió otra moneda, pero esta vez oyó un pitido, como si ahora Félix no tuviera cobertura. Quizá se había ido desplazando por el apartamento o dondequiera que se encontrara buscando la manera de oírla a ella y resultaba que ya no daba ni señal. Colgó con fuerza y desesperación, y el dueño del bar le preguntó si ocurría algo. Sus ojos un poco saltones expresaban recelo, seguramente pensaba que se las estaba viendo con una yonqui. Julia era consciente de su aspecto sospechoso. Llevaba las bragas que había lavado dobladas en la mano, las toallas en los bolsillos, el pelo enredado y de tanto estar en la calle la piel se le iba acorchando y ennegreciendo como a los vagabundos.
Volvió a meter otra moneda y volvió a escuchar el mismo pitido chirriante. Le habría pegado un puñetazo al teléfono de no ser porque el dueño estaba vigilándola.
Salió lo más rápido que pudo de aquel bar asqueroso y se entregó a la contemplación del mar. Era tan azul y tan brillante y estaba tan cerca del cielo que parecía un sueño. La llenaba de un inmenso amor por Tito. El pensamiento de que Tito existía volvía el puerto resplandeciente. Daba paz y alegría ver los barcos grandes y pequeños balanceándose blandamente. Y Julia comprendió que Félix se habría puesto tan nervioso como ella o más porque mientras que ella podía tratar de comunicarse con él, él no podía. El móvil de Julia estaría sonando en el bolsillo de algún desaprensivo o tal vez en un basurero. Así que dentro de un rato, cuando se hubieran tranquilizado los dos, Julia volvería a intentarlo.
Tirando por la izquierda anduvo hasta la playa.
Las zapatillas se le hundían y nada más llegar a la orilla se las quitó. Olían a humedad rancia. Las abrió todo lo que pudo para que el sol entrara en ellas y las secase y las esterilizase lo más posible. Luego se quitó los pantalones y tras sacar las pequeñas toallas de manos, sustraídas en el baño de Los Gavilanes, de los bolsillos los dobló con cuidado. No había mucha gente y la que había estaba concentrada tomando el sol. Así que extendió las toallas y sobre ellas lo que había lavado para que terminara de secarse, lo demás lo guardó entre los pliegues del pantalón. Pensó que necesitaría una bolsa de plástico para llevar consigo sus escasas pertenencias. No recordaba haber visto ninguna en el coche. De ahora en adelante en el maletero siempre habría agua, más mantas, ropa, latas de conserva para cualquier emergencia y una bolsa de plástico. Se dejó caer en la arena. El ruido del mar se acercaba con cada ola y venía cargado de motas transparentes. La brisa era muy agradable y frágil, como si cualquier pequeño movimiento pudiera desviar los rayos del sol.
Y nada más sentir este pequeño placer, que en estas circunstancias era inmenso, se arrepintió. Seguro que a Félix no se le ocurriría tumbarse al sol en la playa mientras la buscaba. Debía olvidarse del sol, de la brisa y del mar y aplicarse en diseñar un plan. Para estos casos Félix solía decir una frase que necesitaría escuchar ahora, pero que tardaría años luz en llegar a su cabeza. Se encontraba más confusa de lo que creía. Era una frase sencilla, nada del otro mundo, algo parecido a una sentencia que hablaba de los problemas. ¡Mierda! ¿Cómo era? ¿Cómo era? Bueno, le vendría a la mente cuando se olvidase de querer recordarla.
Félix
Se dice que uno elige a las personas que le rodean, pero no es verdad, las eligen las circunstancias. A Félix las circunstancias le habían puesto a Julia delante, eso sí, en el momento oportuno. Y le habían adjudicado unos padres que no soportaba, compañeros de trabajo que toleraba más o menos y una suegra a la que veía a través de Julia. Las circunstancias habían traído a Julia a este hospital y le habían obligado a conocer a Abel.
Si Abel fuese un cliente, Félix diría que había que mirarle dos veces para sospechar que no era quien parecía, porque aunque pareciese un pariente bonachón, el tío simpático de la familia, el brillo de sus ojos apuntaba lejos, a un mundo muy distinto del que uno supondría. Tampoco podía disimular una autoridad interna que se desprendía de sus maneras y que denotaba que era alguien acostumbrado a mandar. Y el hecho de venir tanto a la 407 sin pedir permiso significaba que tenía por norma hacer lo que le daba la gana. Ahora aquí estaba, en la habitación sentado y con el esqueleto envuelto en el pijama azul e inclinado hacia delante.
– ¿A qué te dedicas? -le preguntó a Félix.
– A seguros.
– A seguros, vaya, ¿y Julia?
– Es camarera del hotel Plaza.
Abel la miró tratando de imaginársela en su trabajo. Félix también se quedó mirándola. Los puntos de la frente se habían secado y le daban aspecto de muñeca rota, sobre todo por el pelo, que iba perdiendo brillo.
– Yo estoy jubilado. Soy un viejo jubilado enfermo -dijo Abel estirando sus rojos labios en una sonrisa-. ¿Por qué no aprovechas para darte un paseo? Dentro de un rato no tendré más remedio que marcharme a mis aposentos.
Tito dormía en el capazo sobre la otra cama y dudó si llevárselo con él. Pero Abel le hizo cambiar de idea.
– No lo muevas, déjale descansar. Yo los vigilo. Te prometo que aguantaré media hora sin dormirme y sin que me dé un infarto.
Está bien, se dijo Félix, media hora es poco tiempo, y además Abel no podía ir a ninguna parte. Era un enfermo como Julia, uno de los suyos.
Había caído la noche y el pasillo resultaba más iluminado que nunca y la mayoría de pacientes y acompañantes se había recogido en las habitaciones. A la altura de la 403, la de Abel, montaba guardia una mujer corpulenta con un blusón floreado sobre unos vaqueros. Félix no llegó a bajar a la cafetería, deambuló por pasillos y salas de espera con la televisión puesta impregnados del olor del hospital y se tomó un descafeinado de máquina. De vez en cuando se topaba con unas cristaleras desde las que se veían las sombras y las luces de la noche. No fumaba, pero de buena gana se hubiese encendido un cigarrillo contemplando la luna y las estrellas. Había pocos momentos en que pudiese sentirse ligero y libre, sin peso, sin ataduras. Y aunque le repugnaba tener este sentimiento, le agradecía a Abel que hubiese comprendido que necesitaba un respiro.
A la vuelta, la mujer de la camisa floreada seguía en su sitio mirando en dirección contraria a Félix, por lo que no tuvo que saludarla. No estaba intranquilo, pero al llegar a la puerta se tranquilizó aún más al oír la ya familiar voz de Abel, que le decía a Julia que no debía temer nada porque no estaba sola, que él estaba con ella. Oyó que le decía: «Todos nosotros estamos contigo».
Julia
Había decidido dormir en el mismo lugar de la noche anterior, por los alrededores de donde el instinto siempre le decía que estaban los apartamentos, frente al mar. Allí se sentía más segura, simplemente porque era un sitio menos desconocido que el resto. No había ninguna razón objetiva, sólo la sensación de que al final del día regresaba a un lugar que la estaba esperando.
Antes de acostarse, fue hasta la orilla sin las zapatillas. La arena estaba fresca. Era muy agradable. Y el agua también. Se remangó los pantalones. Pequeñas olas negras le llegaban a las pantorrillas. Se lavó la cara, los brazos, pero no se aventuró más adentro, primero porque no sabía dónde dejar las llaves del coche, que ahora guardaba en el bolsillo, y segundo porque le daba miedo no poder distinguir qué clase de animalillos habría en el agua. De todos modos, alguien menos cobarde que ella estaba bañándose ahora mismo en aquella inmensidad entre seres resbaladizos que pasarían rozándole. Admiraba profundamente a los aventureros que encontraban placer donde ella sólo encontraba peligro.
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