Clara Sánchez - PresentimientoS

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¿Nunca te has despertado con la sensación de seguir dentro de un sueño?
Tras un accidente, Julia queda suspendida entre el sueño y la realidad, y sólo su instinto de supervivencia podrá guiarla hasta reencontrarse con las personas que quiere. En Presentimientos, Clara Sánchez narra la envolvente y misteriosa historia de una mujer atrapada en un escenario irreal, pero extrañamente familiar, por el que deambula en busca de una salida.
Una novela lúcida, un viaje lleno de humor y aventuras en el límite de lo desconocido capaz de llevar al lector de la sorpresa a la reflexión más profunda, una combinación perfecta de realidad y fantasía.

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Echó el pack en el carro sobre las camisas. Debía actuar deprisa. Abrió el paquete de bragas y poniendo como pantalla una camisa cogió unas blancas, y mientras se agachaba a abrocharse las zapatillas se las metió dentro del pantalón. Se levantó y empujó el carro hacia la zona de jardinería. Empezó a mirar plantas. Una orquídea por aquí, una flor de pascua por allá, unos bonsáis. Se alejó hasta los libros y de allí hasta las cajas, ante las cuales se habían formado colas considerables. Abandonó el carro en la zona de paso entre las cajas y las conservas fingiendo que iba a coger algo que se le había olvidado.

Salió por la entrada sin que con el barullo nadie reparase en ello. Y por fin ya estaba en la calle, después de darse un festín y con ropa interior nueva. Volvió a echar de menos las gafas de sol. Los edificios parecían de goma blanca en medio de un silencio aplastante. El sitio hacia el que ahora se dirigiría sería de nuevo la sucursal bancaria.

Claro, por esto se había hecho imprescindible para el ser humano tener un hogar, un techo, para no tener que estar buscando constantemente destinos a los que ir. No se puede estar en la calle todo el santo día sin ir a ninguna parte. Ahora entendía por qué los hombres prehistóricos no paraban de andar, de avanzar, para no quedarse quietos en medio de la nada. Ella en este momento era una mujer desplazada del clan y debía buscarse la vida como pudiera y debía buscar señales que la condujesen a su familia.

Tal como se temía, las persianas de la sucursal continuaban cerradas y no se apreciaba ningún movimiento en el interior. Por tanto, nada la retenía allí y debía seguir hacia algún otro lado, que sería el puerto.

Los locales por los que pasaba ya le eran familiares. La ferretería Santo Domingo, la terminal de autobuses, la peluquería Espejos, la cafetería Bellamar y el restaurante Los Gavilanes. Entró en el restaurante, donde hacía más frío que en el supermarket, de hecho los pocos clientes que quedaban llevaban puestos chaquetas de lino y jerséis finos de perlé. Estaban eternizándose con los licores y los puros y las risotadas. Los camareros muy atareados recogían las mesas. En algunas habían dejado suculentas propinas.

Era el lugar perfecto para usar el baño. Se dirigía hacia allí cuando el encargado se materializó ante ella. Lo mal vestida que iba le sorprendió menos de lo normal, una licencia de los lugares junto al mar, en que el viento, el sol y las ganas de comodidad parece que igualan a la gente. No obstante este encargado que sí llevaba traje oscuro le cerró el paso.

– Quería hacer una reserva para… el domingo que viene a mediodía -dijo Julia, improvisando algo nuevo.

– ¿Cuántos serán? -preguntó él dirigiéndose a un pequeño escritorio donde había un cuaderno abierto abarrotado de nombres.

– Ocho -dijo-. No, mejor nueve. Sí, nueve para mayor seguridad. Me gustaría aquella mesa de allí, junto a la ventana.

– Lo siento -dijo el maître -. Aquélla está reservada.

– Vaya, ¡qué pena! -dijo Julia, sintiéndolo casi de verdad, porque era el mejor sitio de todo el restaurante.

– Podemos prepararles dos mesas en este otro lado. Estarán cómodos, créame.

– Perfecto -dijo Julia-. Tomaremos salmón relleno de higos y una paella con ostras y uvas para las dos y media.

Dio su propio nombre y el número de móvil de Félix porque cuando a las tres de la tarde no se hubiese presentado nadie, antes de ocupar las mesas, llamarían a ese móvil y, de contestar Félix, él a su vez dejaría un mensaje para ella o se presentaría corriendo en el restaurante y todo se arreglaría. Había elegido el nueve por ser el número del piso de Madrid.

De acuerdo, se dijeron, a las dos y media, y Julia por fin pudo entrar en el baño.

Las paredes eran de piedra o la imitaban, el caso es que tenía el frescor de una gruta. Orinó y se cambió de bragas. Dudó si tirar las usadas o lavarlas y optó por lo segundo. Los senos de los lavabos sí que eran de piedra auténtica. Del grifo de latón dorado caía un chorro que se estrellaba contra la piedra, a la que sólo le faltaba algo de musgo. Echó jabón en las bragas y las frotó, apenas se veían entre la espuma. También había toallas individuales de verdad, no de papel, que una vez usadas debían arrojarse en un cesto y se metió una en cada bolsillo. A continuación sujetó por los bordes las bragas lavadas bajo el secador de manos. El aire las balanceaba alegremente cuando entró una señora vestida de blanco de arriba abajo y al ver la escena abrió la boca a punto de decir algo, pero se contuvo. Y Julia decidió irse antes de que saliera. Al pasar junto a la mesa recién abandonada por los de los puros cogió un billete de veinte euros de una propina incalculable y prefirió no mirar a los lados ni atrás por si alguien la había visto. Era rica.

Félix

Según recorría los pasillos del hospital, le iba invadiendo una oleada de miedo, de sombras, de destino marcado. Hacía tantas horas que no veía a Julia. La verdad era que podría haberlo comprado todo mucho más deprisa y no detenerse por ejemplo a mirar los precios en el supermercado. Pero se dejó llevar por la sensación de que allí no había ocurrido lo de Julia, de que en aquel mundo con un olor superficial que no olía a nada en concreto, sino a todo un poco, no existían las tragedias. Por un segundo en la sección de droguería, tras revisar la variedad de esponjas del fondo del mar, de champús de todos los aromas y cepillos del pelo redondos, planos, de púas, los tipos de geles y de desodorantes con alcohol y sin alcohol, en crema y en spray, la mente se le quedó en blanco de la misma forma que una pizarra que se borra. Tito se había dormido en el carro sobre un montón de toallas, que iba a comprar para ir tirándolas según se ensuciaran. Circulaba despacio, contemplando las ofertas de Nescafé, sartenes y bañadores que iban surgiendo a su paso. No quería salir de allí. Se habría quedado en este blando regazo hasta que la pesadilla terminara.

Andaba por el pasillo con dos bolsas de plástico del supermercado colgando de la mano derecha, mientras que el lado izquierdo estaba ocupado por la bolsa de los osos, que pendía del hombro y por Tito, que le acababa de manchar la camisa que se había puesto limpia al regreso de la compra con un pequeño vómito. También Tito parecía percibir de algún modo que se acercaban al desastre, a aquello que no se arregla por el mero hecho de que uno desee con toda su fuerza que se arregle.

Algunos de los que esperaban en las puertas de las habitaciones que su vida volviera a ser como antes le saludaron con la cabeza, otros lo observaron de refilón. Las enfermeras y sanitarios en general del punto de control no le prestaron atención porque estaban distribuyendo en bandejas metálicas pastillas que luego los enfermos se tomaban confiadamente, así que Félix pensó que sería mejor para todos no distraerles preguntando por Julia, abandonada tantas horas sin ella saberlo.

Aún le quedaba el pequeño vestíbulo, que suponía el último trámite para llegar a la verdad. Y mientras lo recorría le dio tiempo de considerar la maravillosa posibilidad de que ya hubiese despertado y la encontrase con los ojos abiertos. Pero fue cuestión de dos segundos toparse con la amarga realidad. El tiempo no había pasado para Julia. La misma postura, los ojos cerrados, la respiración de repente agitada como si estuviera corriendo dentro del sueño, y luego tranquila como si ya hubiese parado de correr. Julia soñaba, estaba seguro. Aun así, una sacudida de impotencia y decepción le desanimó profundamente. Por eso, aunque notó la presencia de otra persona en la habitación no se volvió para saludarla. Dejó las bolsas del súper en el suelo y se quitó del hombro la bolsa con las cosas del niño.

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