Clara Sánchez - PresentimientoS

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¿Nunca te has despertado con la sensación de seguir dentro de un sueño?
Tras un accidente, Julia queda suspendida entre el sueño y la realidad, y sólo su instinto de supervivencia podrá guiarla hasta reencontrarse con las personas que quiere. En Presentimientos, Clara Sánchez narra la envolvente y misteriosa historia de una mujer atrapada en un escenario irreal, pero extrañamente familiar, por el que deambula en busca de una salida.
Una novela lúcida, un viaje lleno de humor y aventuras en el límite de lo desconocido capaz de llevar al lector de la sorpresa a la reflexión más profunda, una combinación perfecta de realidad y fantasía.

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– ¡Ay! -exclamó asintiendo, como quien efectivamente ha visto demasiado-. Algunos encuentran el camino de vuelta y otros, no. Depende de lo que les espere fuera. Y la verdad es que algunos tienen más suerte. La suerte funciona en todas partes.

– ¿Cree que puedo ayudarla?

– Siempre se puede ayudar, lo que ocurre es que la mayoría de las veces no se sabe cómo.

Tuvo que andar hasta la parada de taxis con el sol abriéndole el cráneo. Había decidido dejar el capazo en el hospital y llevar a Tito en brazos y colgarse la bolsa de los osos al hombro. Luego se dio cuenta de que no había sido buena idea. Los dos sudaban a chorros. La mano libre pendía sobre la pequeña cabeza de su hijo a modo de sombrilla porque entre las muchas cosas terribles que le podrían ocurrir a un niño una era la deshidratación. Llevaba la última imagen de Julia tendida en la cama como si se la hubiesen implantado en el cerebro. Aunque pensara en otras cosas, siempre estaba ahí, traspasando cualquier otra visión. Solamente las urgencias de Tito eran tan ciegas y persistentes como esta imagen. Cuando Tito tenía hambre no se podía esperar, ni cuando tenía sed, ni calor, ni gases. Todo era urgente e ineludible para Tito, el mundo tenía que funcionar a su ritmo.

Julia estaba tendida en la cama y ni siquiera lo sabía. Probablemente ya tampoco sabría que tenía un hijo, ni podría imaginarse qué estaba haciendo su marido. Y no importaba porque ella en estos momentos no tenía nada que ver con lo que aquí ocurría porque a ella no le estaba ocurriendo. Las gafas se le escurrían con el sudor y separó la mano de la cabeza de su hijo para subírselas y llamar a un taxi. Le preguntó al taxista dónde podría alquilar un coche.

Era la primera vez que veía el apartamento de día. El mármol blanco del suelo lo hacía luminoso y fresco. Se quitó los náuticos y anduvo de acá para allá sin poder evitar tener una sensación bastante agradable. Puso a Tito en una de las dos camas con las almohadas a los lados por si se movía mucho. Dormitaba espatarrado, ajeno a lo problemático que era el mundo y a su propia existencia, más o menos como el mismo Félix también se sentía ajeno al funcionamiento del universo. Se fue a la cama grande, necesitaba estar solo un rato.

Se desnudó, primero se dejó puestos los calzoncillos y luego se los quitó. La brisa empujaba las cortinas hasta las piernas. Tuvo una erección, algo completamente involuntario, que no entrañaba placer, o en todo caso se trataba de un placer amargo. Le ocurría de niño cuando se sentía fuera de lugar o bajo la tensión de un examen o cuando su padre se enfurecía, y en la adolescencia alguna que otra vez cuando una situación le desbordaba y perdía el control. En esas ocasiones se sentía muy mal porque no era dueño de sus actos y porque no había nada erótico o sexual que lo provocase sino la angustia, el sentirse perdido, el necesitar liberarse de sí mismo. Le asqueaba que esas sensaciones vinieran solas, sin buscarlas. Hacía bastantes años que no le ocurría y sobre todo jamás le había ocurrido en su vida en común con Julia. Por lo que esto era un aviso y un claro retroceso. Descargó mecánicamente este impulso con la mayor rapidez que pudo, por quitárselo de encima y llorando por Julia. Y continuó llorando cuando terminó, y dejó que Julia con su pelo rizado y rojo extendido sobre la almohada de la cama del hospital, unida por gomas al gotero, se agrandara en su mente, que se hiciera tan inmensa que no cupiese en la habitación. Cerró los ojos y recitó, esponja, cepillo, camisón, cremas, gel de ducha, colonia suave, y se juró que esto no volvería a repetirse porque ya no era un niño y su mujer y su hijo lo necesitaban y sobre todo porque cuando ya se ha conquistado un territorio no se puede volver atrás ni ser el de antes. Y él se había conquistado a sí mismo, se había disciplinado y se había hecho fuerte. Así que este desafortunado episodio haría como que no había ocurrido o que había ocurrido en otro mundo y se quedó dormido.

Lo despertó el llanto de Tito. Había pasado más de una hora. Y puede que su hijo llevase mucho tiempo haciendo ruidos, pero él estaba tan dormido que a no ser por el llanto estridente hubiese seguido así cien años. Por supuesto ningún adulto sería capaz de una proeza semejante.

Ni siquiera recordaba lo que había soñado, algo de la playa, algo de olas espumosas. Le puso en la boca el biberón con lo que quedaba del zumo de pera. Tito lo sujetó con sus manos regordetas, y él se colocó las gafas y miró al reloj, eran las tres y media de la tarde, no le extrañaba que el pequeño se hubiese enfurecido así. Ahora le tocaba una papilla de cereales.

Metió unas cervezas en este pequeño frigorífico para gente de medio metro, y una en el congelador. Menos la leche de Tito habían traído desde Madrid papel higiénico, cervezas, arroz, dodotis, pan de molde y mermelada. Tras darle de comer al niño, puso una rebanada en un tostador muy antiguo made in England. Los armarios de la cocina al abrirlos despidieron olor a cañería. Y después de dudar si colocar aquellas cosas, las dejó como estaban porque tal vez tendrían que trasladar a Julia a otra clínica en Madrid. No podrían mantenerse en esta situación indefinidamente, por lo que no quería acomodarse a nada, quería que el equipaje estuviese por en medio como se dejó antes del accidente, quería sentir la provisionalidad de la situación de todas las formas posibles. El mismo olor de la tostada estaba fuera de lugar. La mordió sin ganas, por pura supervivencia.

Para ir de la cocina al salón sólo tenía que dar tres pasos. Cuatro hasta la mesa de comedor redonda, cinco hasta un arcón. Lo abrió con la mano libre de la tostada. Había edredones y mantas. En una vitrina colgada en la pared, un juego de café con escenas de caza y piezas sueltas que debían de dejar en recuerdo los distintos inquilinos del apartamento. En las estanterías novelas policiacas, que pertenecían a la dueña, Margaret Sherwood. En la terraza había dos tumbonas de aluminio, una mesa de teca y un tendedero plegable. En su cuarto, Tito se entretenía solo, daba patadas y se reía a ratos, como si estuviera comunicándose con un ser invisible. Probablemente le gustaba ver las florecillas azules del papel de la pared a juego con las colchas y las cortinas sólo que de tamaño más grande. Las cortinas llegaban hasta el suelo porque cubrían un pequeño balcón, que dejaba entrar el chapoteo de la piscina. Era una habitación alegre y llena de vida. Abrió los primeros cajones de un sifonier rojo, uno de los pocos muebles que no era azul en el apartamento.

Julia y Félix ya habían alquilado apartamentos de este tipo varios fines de semana, en Semana Santa y el verano anterior y en todos ellos los rastros personales de los dueños eran muy escasos. Sólo se podía apreciar cómo eran por el gusto en la decoración casi siempre muy elemental, con abundancia de mimbre y colores alegres. Sin embargo, en este apartamento se notaba que Tom y Margaret habían pasado largas temporadas y que habían usado mucho la tetera, la tostadora y el horno, piezas pesadas, con la marca grabada en metal grueso, piezas antiguas con aire de museo. La huella de esta pareja era tan profunda que se podía tener la sensación de estar allanando su morada.

Le cambió el pañal a Tito, lo vistió con colores alegres y también se vistió él. Se puso la misma ropa que se había quitado un rato antes y que había dejado en la silla, unos vaqueros y un polo vino burdeos. Casi todos los pantalones y camisas y suéteres que usaba eran muy parecidos. Y sólo él y Julia apreciaban la diferencia. Por lo menos sabía lo que tenía que hacer. Estaba claro, no había posibilidad de elección. Le parecía haber visto un gran supermercado cuando condujo del hospital aquí. Compraría las cosas que necesitaba Julia y algo para él y tarros de comida preparada para niños. Una vez de vuelta le haría una papilla de frutas a Tito y le daría un buen baño. El también se ducharía, y con ropa limpia se marcharían al hospital a pasar la noche.

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