Clara Sánchez - PresentimientoS

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¿Nunca te has despertado con la sensación de seguir dentro de un sueño?
Tras un accidente, Julia queda suspendida entre el sueño y la realidad, y sólo su instinto de supervivencia podrá guiarla hasta reencontrarse con las personas que quiere. En Presentimientos, Clara Sánchez narra la envolvente y misteriosa historia de una mujer atrapada en un escenario irreal, pero extrañamente familiar, por el que deambula en busca de una salida.
Una novela lúcida, un viaje lleno de humor y aventuras en el límite de lo desconocido capaz de llevar al lector de la sorpresa a la reflexión más profunda, una combinación perfecta de realidad y fantasía.

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De poder elegir, él habría preferido que su padre fuese Iván, el encargado del taller. Un hombre de aspecto sensato y tranquilo, que incomprensiblemente llevaba treinta años trabajando con el padre de Félix, lo que hacía pensar que el padre de Félix no era tan peligroso como parecía. Félix e Iván se dieron un abrazo muy afectuoso y luego estuvieron charlando un rato de motores de una forma en que nunca hablaría Félix con su padre. Cuando Julia y Félix se subieron al coche para marcharse, él suspiró aliviado y durante el viaje le habló del viejo Iván como Félix llamaba a Iván de un modo en que jamás le oiría hablar de su padre.

Julia volvió a verlos brevemente y por última vez el día de la boda. Parecían fuera de lugar, apagados, callados y observando lo que ocurría como si se encontraran a varios kilómetros de allí.

Los pasos del otro lado de la puerta llegaron a su destino, y abrió una chica de unos dieciocho años, alta y corpulenta. Debía de pesar sus buenos ochenta kilos. Era muy rubia y muy blanca. Un tipo de mujer que gustaba en los tiempos de Rubens y que ahora en ese sentido estaba fuera de juego. Llevaba pantalón corto y la parte de arriba del bikini. Se quedó mirando a Julia directamente a los ojos. Se leía en ellos que era una chica difícil, por lo que Julia trató de trasmitirle la idea de que la vida en general era difícil, pero que aún no se hacía una idea de hasta qué punto. No parecieron entenderse.

– Perdona, creo que me he equivocado de piso.

La chica sin molestarse en hablar cerró la puerta tras ella. Apareció un balón en sus manos. Seguramente sería buena en deportes, en esto las muñecas no podrían competir con ella. Pero antes de que pudiera adelantarla escaleras abajo, saltando los escalones de cinco en cinco, Julia le dio el alto.

– Disculpa, quiero preguntarte algo muy, muy importante.

La chica se apoyó en la pared con un golpe seco y se abrazó al balón.

– ¿Has visto a un hombre de cuarenta años con un niño de seis meses? Se trata de mi marido y mi hijo y los estoy buscando.

A la chica esto le hizo gracia. Enseñó dos dientes delanteros bastante separados entre sí.

– ¿Los estás buscando? ¿Es que los has perdido?

Julia asintió con la cabeza. También se apoyó en la pared de enfrente.

– Anoche llegamos de viaje a estos apartamentos o a otros como éstos, pero se nos había olvidado la leche del niño y fui a comprarla a una farmacia por los alrededores del pueblo. A la vuelta no fui capaz de encontrar el apartamento y así estoy desde entonces.

– Vaya tonta -dijo la chica con toda razón.

Julia tenía ganas de llorar.

– Es ridículo, ¿verdad? Dicen que hay por lo menos cinco complejos Adelfas y no sé en cuál los dejé.

La chica pareció compadecerse un poco.

– He visto a varios hombres de cuarenta años con niños así. Este sitio es un zoo.

Julia la miró suplicante. Cada vez tenía más ganas de llorar. Tanto tiempo sola yendo de acá para allá y ahora estaba a punto de desmoronarse delante de esta criatura, como si la angustia o la impotencia siempre necesitaran testigos para salir afuera.

– ¿Podrías dejarme el móvil? El mío me lo han robado.

La chica se pasó las manos por los costados del pantalón para demostrar que no mentía.

– Nunca lo llevo cuando voy a jugar al voleibol.

Una vez abajo la chica echó a correr con sus potentes pisadas, y Julia permaneció un instante parada preguntándose de dónde había salido la voz de Félix. Sería una alucinación, deseaba tanto oírla que la había imaginado, no se le ocurría otra explicación, aunque siguiera sin entender nada.

Fue hasta la piscina central y abrió una ducha. Se refrescó los brazos y la cara con la boca abierta. Las gotas de agua entraban en la boca como si fuera lluvia, una lluvia algo áspera, pero fresca. Luego metió toda la cabeza debajo de la ducha. Las gotas que le caían del pelo le mojaron la camisa. Creía que estaba llorando. No quería, pero no lo podía remediar como si estuviera escrito en el libro de la vida que en Las Adelfas II al final debía llorar. Se metió por completo bajo la ducha. Cerró los ojos y los abrió cuando la ducha se cerró automáticamente.

Toda la gente de dentro y fuera del agua la miraba. Dejaron de nadar, de leer y de pensar en sus cosas para mirarla. Las zapatillas le chorreaban y le pesaban. Maullaron al pisar el césped. Vaya loca. Sentía una enorme vergüenza de cómo la observaban. Por lo menos había dos niños igual que Tito y dos madres igual que ella en el borde de la piscina. Los padres podían parecerse a Félix antes de verlos de cerca.

Fuera la gente pasaba cansinamente con toallas al hombro camino de la playa. No se podía mirar hacia ningún lado sin encontrarse con espectaculares rayos de sol. Caían sobre los hombros y se clavaban en los ojos. Sentía los pies completamente cocidos dentro de las Adidas. Después de esto y tras cinco años de servicio tendría que tirarlas y empezar con las rozaduras de otras nuevas. Julia tenía la piel muy sensible, sólo soportaba las fibras naturales, algodón, lino, pura lana virgen, y de metales, el oro, aunque no abusaba de él porque le resultaba demasiado llamativo.

Anduvo hasta la mitad de la arena por unas tablillas de madera extendidas hasta allí. En la orilla se quitó las zapatillas y hundió los pies en el agua. Era tan agradable que se daría un baño si no fuese porque debía llegar a tiempo al banco. Sacó las plantillas de las zapatillas y las estrujó con la mano. La chica de Rubens estaba jugando al voleibol. Una de las compañeras la llamó por su nombre, Rosana.

Rosana, Rosana, ¿de dónde venía ese nombre? ¿Por qué sabía que se llamaba Rosana Cortés? Tenía el pelo rubio y lacio y los hombros rojos, y de pronto, como atendiendo a una orden, se volvió hacia Julia, también parecía preguntarse dónde la había visto antes. A Julia le caía bien. Las dos, cada una a su modo, tenían que luchar contra la corriente. Se saludaron con las manos, las levantaron espontáneamente, puede que la chica un instante antes. Con toda seguridad se estaban despidiendo para siempre.

Pasó de nuevo por los manteles verdes, que ahora se movían mucho menos. El peso del sol lo inmovilizaba todo. Caminó por la arena con las zapatillas en la mano y los pantalones remangados hasta el saliente de rocas que dividía la playa y que la obligaba a seguir por el interior. Así que tuvo que volver a calzarse y empezar a andar deprisa. No estaba segura de cuánto tiempo se había entretenido en Las Adelfas II, pero todo indicaba que demasiado. Y no podía caminar más rápido porque no había dormido bien en el coche y le dolía un costado cuando forzaba la marcha y porque tenía sed. En ningún otro momento de su vida había reparado tanto en estas pequeñas y constantes necesidades.

El camino hacia el banco se hacía interminable. Además tenía miedo de perderse otra vez, de que el pueblo con su puerto y sus playas a derecha e izquierda volviera a darse la vuelta. Aunque poco, aún disponía de dinero para comprarse una botella de agua, pero no podía entretenerse, no era el momento de beber. Era mucho mejor llegar a tiempo a la sucursal para disponer de todo el dinero y el agua que quisiera. Un esfuerzo más. Cuando por fin se vio en el puerto, esquivó las redes extendidas al sol. De la lonja sacaban cajas de madera chorreantes. Lo veía todo con los ojos empañados por el calor. Por supuesto no le daría tiempo de echar un vistazo al coche aparcado en la explanada, así que sin intentarlo tiró hacia la calle principal. La recorría bajo las palmeras y gracias a sus sombras soportó este último tramo. Las piernas le flaqueaban y sentía la angustia típica de ir a desvanecerse. Le hacía resistir la idea de la sucursal y su aire acondicionado, empujar la puerta de cristal, dejar el llavero en la taquilla y entrar por fin en el paraíso.

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