– Cuantos más estímulos reciba del exterior, mejor. Será bueno tocarla, darle masajes suaves, hablarle. Pero tampoco querría infundirle falsas esperanzas, nuestra comprensión de las relaciones entre los procesos operados en el cerebro y la vivencia o pensamiento consciente resulta todavía muy pobre. De momento no tenemos más remedio que esperar, observar su evolución y confiar en que el propio cerebro se autorrepare y encuentre la forma de superar esta situación. Personalmente quiero confiar en que los cien mil millones de neuronas de Julia no se quedarán de brazos cruzados. Sabemos que el cerebro continúa activo durante el sueño. Y si Julia logra soñar todo ese engranaje, que hace que ella sea quien es, necesitará encontrar motivaciones para seguir funcionando, por lo que no es imposible que pudiera también encontrar alguna para despertar.
Aunque sabía que en cuanto el doctor se marchara se le ocurrirían mil cosas que preguntarle, ahora la presencia de Julia convertía en inútil cualquier respuesta y cualquier explicación que no sirviera para hacerle hablar y moverse. En este momento, él, que estaba acostumbrado a no perder de vista lo importante, sólo fue capaz de pensar que la refrigeración se había estropeado y que apenas salía algo de aire por las rejillas.
Todo el mundo, pacientes, médicos y familiares, sudaba, así que un operario tuvo que ir abriendo las ventanas herméticamente cerradas con un destornillador de estrella. Del pasillo llegaba el olor de los ramos de flores que habían sacado de alguna habitación y que habían alineado junto a la pared. Por una parte resultaba bonito, pero por otra era un intento imposible de endulzar la realidad. Félix le retiró la colcha a Julia y le bajó la sábana hasta la cintura. Tenía las mejillas sonrosadas como si hubiese estado corriendo por la playa. Se la quedó mirando, no estaba seguro de si todas las veces que le había parecido la mujer más guapa del mundo se lo había dicho o sólo lo había pensado. Bajo los párpados, los ojos se le movían de un lado a otro con rapidez igual que si se hubiera despertado dentro del sueño y estuviera en pleno trabajo llevando y trayendo bebidas en la cafetería del hotel.
La verdad era que ni el doctor Romano ni nadie podía saber qué ocurría en esta mente dormida y, de soñar, el grado de confusión de los sueños. Tampoco se podía asegurar que llegase a detectar las señales de fuera como caricias o determinadas frases con un significado especial para ella. Ni era esperable que al despertar fuese a recordar algo, y en caso de recordarlo, sería un recuerdo muy vago. A veces en la prensa era noticia el sorprendente caso de alguien que de pronto despertaba a los diez años o más de estar inconsciente y entonces era de suponer que esa persona acababa de abandonar un largo sueño en que había vivido una vida todos esos años, porque en ese tiempo su mente seguiría funcionando de alguna manera, tendría sensaciones y mientras las tenía esa persona no sabía que estaba soñando y que todo lo que estaba viviendo era irreal y que al despertar se desvanecería en su mayor parte. Pero ¿qué sabía nadie lo que ocurría detrás de la frente? El doctor dijo que había que procurar no convertir los intentos y buenas intenciones en ilusiones.
El sol avanzaba dentro de la habitación volviendo dorados el suelo, el techo, el armario metálico, una silla, media cama, parte del capazo de Tito. La onda expansiva también capturó al doctor Romano tiñendo ligeramente de rubio su pelo blanco. Lo tendría así desde los treinta años y por eso estaba absolutamente acostumbrado a él y no había sentido la tentación de cambiar el color. Pero donde el sol parecía cebarse de verdad era en la cara de Julia, por lo que Félix fue hasta la persiana para bajarla, pero el doctor lo detuvo con su extraordinaria voz.
– No, deje que sienta el calor del sol.
Y a Félix le pareció -puede que por ser lo que más deseaba en el mundo- que a Julia la frente se le relajaba y que casi sonreía.
– Le está gustando el sol -dijo Félix sin poder contener la emoción.
El doctor no dijo nada, parecía que ya tenía la cabeza en otro caso tal vez más terrible que el de Julia.
– Lo siento -dijo-, tengo que irme.
Le tendió la mano a Félix y Félix se sorprendió de lo pequeña que era, lo que seguramente sería una ventaja para operar. Manos pequeñas, delgadas y ágiles. Durante la conversación, no había parado de meterlas en los bolsillos de la bata moviéndolas como dos animalillos inquietos.
– No se desanime, tenga paciencia. Mañana pasaré de nuevo y para cualquier cambio que considere importante estoy en mi consulta.
Nada más salir volvió a entrar invirtiendo en ello una gran cantidad de pasos cortos y rápidos.
– Procure que su hijo cambie de aires.
Julia
Hasta la hora de volver al banco, ya tenía marcado un objetivo: ir a la playa de Poniente en busca de otro complejo Adelfas. Podría hacer tiempo en el mercadillo, porque en cuanto a las dos del mediodía hablase con el director de la sucursal y dispusiese de un móvil y la gasolina que quisiera para el coche todo resultaría más fácil, entonces podría recorrer el resto de complejos, tal como le habían sugerido en la comisaría, de un modo menos trabajoso. Y quizá lo habría esperado de no haber escuchado el extraño llanto de Tito. El querido llanto de Tito la empujaba a no detener la búsqueda. Mientras tuviese fuerzas debía intentarlo todo en cada minuto, absolutamente todo.
Tardó en llegar andando a Poniente más de media hora y a los cinco minutos de marcha ya se había bebido los dos pequeños vasos de agua. Las Adelfas II caía escalonadamente sobre la arena. Era muy grande y nuevo o por lo menos desde lejos lo parecía. Antes de llegar entró en el lavabo de uno de los restaurantes que extendían sus terrazas sombreadas por toldos casi hasta la orilla del mar. Los manteles verdes estaban sujetos a las mesas por pasadores metálicos para evitar que se los llevase el viento. Había bandera roja y las olas llegaban cargadas de espuma. El ambiente resultaba atronador.
Por fortuna, el baño aún estaba limpio y pudo sentarse tranquilamente en la taza. Este momento de recogimiento la reconfortó, como si dentro de su soledad aún se pudiera aislar un poco más. El esfuerzo que tuvo que hacer para descargar todo lo que tenía dentro la revitalizó y la despejó. Se lavó las manos, la cara y puso la boca bajo el chorro del grifo, pero no se tragó el agua porque sabía ligeramente salada. El típico problema de los pueblos turísticos de la zona, por eso Félix y ella habían comprado una garrafa de agua mineral por el camino, para no tener que salir corriendo a buscarla al llegar. Y mira por dónde se les había olvidado la leche. Le tranquilizó pensar que por lo menos durante la noche Tito no habría pasado sed. Y ahora ya todo eso sería historia, el abastecimiento estaría solucionado.
Se sentía mejor, incomparablemente mejor que hacía un rato. Fue hasta Las Adelfas II por un estrecho paseo que separaba los edificios de la arena. Caminaba con paso rápido. A su derecha se sucedían torres de apartamentos, hoteles, pizzerías, hamburgueserías, marisquerías y heladerías con cucuruchos gigantes de plástico adornando la puerta. El complejo según se acercaba se iba haciendo inabarcable a la vista. Buscó una calle por las inmediaciones semejante a la del verdadero Adelfas en que aparcaron el coche al llegar la noche anterior. Podría ser una situada en la parte posterior. Se detuvo en ella y se la imaginó de noche. Recordó que olía a azahar y a madreselva y a todas esas plantas mediterráneas que se mezclan como si alguien hubiese abierto un gran tarro de pomada, igual que ahora.
Pero, para no engañarse, ese olor estaba en todas partes. Buscó el sitio, a unos metros de la puerta de entrada, en que podrían haber aparcado. Aunque, a decir verdad, se sentía confusa porque había varias entradas y porque la memoria ya estaba contaminada con la visita hecha a Las Dunas esta misma mañana. Puede que sin darse cuenta lo que tenía en la cabeza fuese ese conjunto de apartamentos y no el verdadero. Lo cierto era que cada paso que daba la iba alejando más y más de los detalles que captó la noche anterior y los que percibió al subir al coche para marcharse a comprar la leche. Ahora se daba cuenta de que en general se fijaba mucho menos en las cosas de lo que creía, la realidad era que se fijaba muy poco. Si en este momento cerrase los ojos, no sabría cómo era de larga la calle, ni el color exacto de la verja de entrada. ¿Azul? No, no era azul, era gris tirando a negro.
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