Clara Sánchez - PresentimientoS

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¿Nunca te has despertado con la sensación de seguir dentro de un sueño?
Tras un accidente, Julia queda suspendida entre el sueño y la realidad, y sólo su instinto de supervivencia podrá guiarla hasta reencontrarse con las personas que quiere. En Presentimientos, Clara Sánchez narra la envolvente y misteriosa historia de una mujer atrapada en un escenario irreal, pero extrañamente familiar, por el que deambula en busca de una salida.
Una novela lúcida, un viaje lleno de humor y aventuras en el límite de lo desconocido capaz de llevar al lector de la sorpresa a la reflexión más profunda, una combinación perfecta de realidad y fantasía.

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Julia no se movió, nunca le habían agradado las situaciones tensas, siempre había rehuido las discusiones y los enfrentamientos incluso a riesgo de parecer menos inteligente y sagaz de lo que era, pero aquí se encontraba mejor que fuera. Aquí se sentía protegida del calor y la soledad. En lugar de marcharse se acomodó más en el asiento, como si excavara un hoyo por el que desaparecer.

Rocío se aproximó a ella hasta casi rozarle.

– Tiene que dejarnos trabajar. Precisamente tenemos la responsabilidad de proteger su dinero. Supongamos que viniese alguien haciéndose pasar por usted, no querría que le dejásemos tocar su cuenta, ¿verdad?

Julia cruzó las piernas con fuerza.

– No me hable como si fuera idiota. Seguro que hay una forma de saber quién soy.

Esperaba en vano que el otro cliente se solidarizara con ella. Tenía aspecto de estar forrado de pasta y de mantener una relación bastante familiar con la sucursal según se desprendía del gesto que le hizo a Rocío para despedirse, limitándose a decir que volvería luego.

Rocío por fin se sentó. Se reanudaban las conversaciones. Julia se puso de espaldas a la bombona de agua, tenía mucha, mucha sed. E inesperadamente Rocío le sonrió. Su sonrisa daba por concluida una fase de las negociaciones y abría otra. Era como estar en el bar del hotel pero con los papeles cambiados, ahora Julia era el cliente.

– Voy a llamar al director para que hable personalmente con él -dijo levantando el teléfono que había sobre la mesa.

Julia accedió y cogió el teléfono que Rocío le tendía. La voz del director ofrecía credibilidad, autoridad, confianza y además daba la impresión de que la conocía, de que por lo menos sabía cómo era físicamente. Por su constante trato con la gente Julia tenía la experiencia de que eso es algo que se desprende del tono y de la forma de dirigirse a uno.

Cuando le contó lo que le ocurría, él se lo tomó con bastante naturalidad.

– No se preocupe lo más mínimo -le dijo-. En cuanto llegue al filo de las dos lo arreglamos. Estaría bueno.

Le costó trabajo despegarse de la silla, igual que si una mano la atrajese hacia abajo. Dudaba de si no estaría cediendo una vez más para aliviar la situación. Rocío la animaba con la sonrisa que tan buen resultado le estaba dando. Cuando por fin se liberó de la tapicería gris y los brazos de plástico duro, se fue derecha a la bombona de agua, cogió uno de los vasos de papel encerado y bebió repetidas veces hasta que no pudo más. Pero temiéndose que no fuese bastante, llenó otros dos vasos y salió. Haciendo equilibrios con ellos sacó las llaves de la taquilla y se las metió en el bolsillo. Notaba cómo Rocío detrás de las persianas de la entidad hacía como que no la observaba.

Fuera el resplandor le dio en toda la cara y echó de menos las gafas de sol. Negras, grandes, de patilla ancha, le quedaban muy bien y siempre las llevaba encima. Por lo que ahora, mientras esperaba en el semáforo, tuvo que entrecerrar los ojos.

El agua de los vasos empezaba a perder frescor. Y de pronto pasó algo sorprendente. Le hizo reaccionar y despejarse completamente el llanto de Tito. Duró varios segundos y se cortó. Miró alrededor, aunque de sobra sabía que el llanto no había partido de ningún lugar fuera de ella. Tampoco lo había escuchado sólo en el interior de su cabeza como cuando se sueña. El llanto de su hijo había sido claro y puro, un destello aislado del resto de ruidos de la calle. Lo había escuchado dentro y fuera de su cerebro y al mismo tiempo ni fuera ni dentro, sino en otro lugar que no se pudiera ver, pero que estuviera aquí, junto a ella.

Félix

Desde el capazo Tito gruñó e inmediatamente, como era de temer, arrancó con un llanto tan potente que podría haber roto todos los cristales del hospital y que, sin embargo, no logró despertar a Julia, aunque sí que cambiase de expresión, o mejor dicho, que se le formara un ligero y casi imperceptible gesto de perplejidad, como si hubiese reconocido el llanto de su hijo y se preguntara qué le ocurría. Puede que Tito tuviese frío. Así que quitó la funda de una almohada y le cubrió con ella y al ponerle el chupete poco a poco fue calmándose. Luego tiró de la fina colcha de algodón blanco con letras azules del hospital de la cama de al lado y se la puso a Julia encima de la otra. No sabía hasta qué punto era conveniente moverla puesto que ni siquiera le habían hecho el TAC, por lo que se limitó a descubrirle un pie como a ella le gustaba.

Por su parte trató de acomodarse en el sillón, estiró las piernas y cerró los ojos. No tenía más remedio que descansar y reponer fuerzas. No sabía lo que le esperaba mañana. Trataría de no pensar y no dejarse arrastrar por la oscuridad de la habitación y la noche. Sólo tendría que haber dicho, voy yo por la leche, quédate con el niño, y todo continuaría igual que antes, pero Julia salió disparada y casi no le dio tiempo de reaccionar. O bien, podría haber repasado el equipaje al llegar del trabajo para que no se olvidara algo tan importante, y entonces todo continuaría igual. La idea de que ahora podrían estar durmiendo tan tranquilamente en el apartamento le desesperaba.

Si estuvieran durmiendo en el apartamento no se les habría ocurrido pensar lo difícil que es que todo transcurra como uno tiene planeado, aunque lo que se planee sea algo sencillo. Empezaba a darle la impresión de que el azar o lo que sea que hace que el mundo funcione no distingue entre fácil o difícil. Apretó los párpados para que el sueño acudiera antes y luego rezó las pocas oraciones que se sabía varias veces porque aunque no era creyente tenía comprobado que rezar tranquilizaba y adormecía. Sin embargo, hoy el resultado se hacía esperar y el labio se le movía con un tic nervioso, así que se levantó, fue a la otra cama y se tendió junto al capazo con un enorme sentimiento de culpa por querer estar cómodo y por querer dormir y por sentir que el trance por el que estaba pasando Julia perturbaba su vida.

Aunque la entrada a la habitación hacía un quiebro que evitaba que desde fuera se vieran las camas y que llegaran la luz del pasillo y los ruidos, permanecía inalterable un sostenido mar de fondo de pisadas, suspiros y palabras sueltas. Y una pequeña claridad caía en la oscuridad como una gota de leche en el café. Aun así Félix logró hundirse en un estado que no sabría explicar, en que vio a Julia levantarse de la cama, vestirse con la ropa que llevaba cuando salió del apartamento y cruzar el cuarto buscando algo. El caso era que Félix tenía los ojos abiertos y la veía perfectamente como también veía con claridad las franjas azules de la sábana, pero no podía moverse ni hablar. Se notaba paralizado, angustiosamente paralizado, y trataba de respirar lo más fuerte posible para llamar la atención de Julia y que lo sacudiese y le ayudara a recobrar la movilidad y levantarse y hablar. ¿Se estaría muriendo sin que nadie se diese cuenta? Hacía esfuerzos desesperados por mover la cabeza y revivir y con cada esfuerzo se desanimaba más y más. Menos mal que de pronto, cuando ya se daba por perdido, una luz fuerte y ruidosa le ayudó a salir de sí mismo y pudo abrir los ojos de verdad.

¿Estaría Julia haciendo estos titánicos esfuerzos para volver a la vida? Tal vez nacer resultase la peor de las pesadillas y por eso la memoria había optado por eliminarla.

La enfermera no podía sospechar el infierno del que acababa de sacar a Félix al encender la luz.

Miró con recriminación la cama. Dejó claro que no le parecía bien que un no enfermo se tumbara en una cama del hospital. Félix se iba a disculpar, pero le pareció pueril que le preocupara lo que pudiese pensar esta enfermera mientras su mujer permanecía inconsciente, quizá grave. Miró el reloj. Eran las siete y Tito iba a empezar a llorar de un momento a otro. La enfermera le cambió hábilmente el gotero a Julia y le administró una inyección en una cánula que le habían puesto en el brazo.

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