Comenzó a examinar a Julia. Estaba unida a un gotero y a otras bolsas de líquido. Tenía gomas en la nariz y una cánula en el brazo. Miró detenidamente la herida en la frente. Retiró la sábana, tenía un hematoma en un hombro y cortes en las manos. Le levantó el camisón, no vio nada fuera de lo normal y volvió a estirárselo. Estaba boca arriba y no se atrevió a moverle la cabeza. La tapó. Si hubiese ido él a comprar la leche todo esto se habría evitado.
Claro que todo se puede evitar hasta que sucede lo inevitable. Le frotó los brazos con las manos, los tenía un poco fríos, quizá el aire acondicionado estaba demasiado alto para alguien inmóvil. Así que también se los cubrió con la sábana. Tal vez necesitase una manta, pero cómo saberlo, Julia era tirando a calurosa por eso en invierno le gustaba dormir con un pie fuera del edredón o toda la pierna izquierda, si estaba tumbada del lado derecho, o la pierna derecha si lo estaba del lado izquierdo. Era como abrir una ventana dentro de la cama. Decía que si no sentía que se ahogaba. Le pasó la mano por el pie lentamente dejando que la piel dormida de Julia entrase por la suya. Y entonces Julia suspiró. O a él se lo pareció. Seguramente quería creer que iba a reaccionar de un momento a otro. Después se inclinó sobre ella.
– ¡Julia! -dijo-. ¡Despierta!
Julia
¡Despierta!, oyó Julia que le decían con toda claridad.
Y abrió los ojos de par en par aunque sin saber bien al principio dónde estaba hasta que poco a poco fue reconociendo la tapicería color crema y lo que había por allí, una gamuza, un bolígrafo del hotel donde trabajaba, un spray para los cristales, unos calcetines de Tito. Estaba dentro de su coche. Había dormido allí. Continuaba doliéndole la cabeza y notaba la frente tirante. También le dolía el hombro y un poco el cuello, seguramente por la postura, pero al mismo tiempo aún conservaba en el pie una sensación muy agradable, como si alguien en un sueño que no recordaba se lo hubiese acariciado. La voz juraría que era la de Félix y le había sonado al lado, igual que si Félix hubiese metido la cabeza por la ventanilla. Por supuesto la ventanilla permanecía cerrada, tal como la había dejado. Clareaba. Al abrirla entró un hermoso aroma a mar y flores, aunque de manera incomprensible le producía náuseas y ganas de vomitar. Seguramente era por tener el estómago vacío y por haberse bebido en La Felicidad aquella asquerosa ginebra, según recordaba, sin cenar. No es que tuviera hambre, pero para seguir buscando y no desmayarse en cualquier parte debía tomar algo. Notó en el bolsillo del pantalón el dinero de las vueltas de la farmacia.
Salió del coche y se dirigió andando a la playa. El mar ya no era negro sino verdoso, ya no era temible sino pacífico y estaba lleno de vida. Un sol aún débil iba cayendo sobre él. Julia se desvió hacia un toldo naranja en que se leía el nombre de El Yate. Desde la puerta se extendía una pequeña terraza con sillas y mesas de aluminio.
Por dentro resultó peor que por fuera, pero tenía lo que ella necesitaba, un teléfono público en una pared y un baño. Se pidió un café con leche de paso para el baño y nada más salir ya más aliviada y dueña de sí llamó al número de Félix. La línea estaba ocupada. Seguramente estaría tratando de localizarla en hospitales. Puede que hubiese llamado a la policía. Esto era lo que más nerviosa le ponía, el imaginarse la preocupación de Félix. En cambio ella en este sentido se encontraba tranquila porque sabía que estaban bien y que Félix se las iría arreglando como pudiese con Tito. Según se bebía el café con leche las náuseas iban desapareciendo y un poco el dolor de cabeza. Salió fuera. Haría tiempo en la playa para volver a llamar.
Se quitó las zapatillas que llevaba puestas desde que salió de Madrid y anduvo sobre la arena hasta la orilla. A continuación hizo el gesto de remangarse los pantalones, pero lo pensó mejor y se los quitó. Las olas eran de un verde claro que se deshacía entre los pies. Su frescor le recorrió todo el cuerpo y le hizo sentirse mucho mejor, a pesar de que no se consideraba digna de sentirse bien después de la situación que había creado por pura torpeza. Disfrutaba tanto de este momento mientras Félix se estaría torturando… Se adentró hasta que el agua, de un verde más concentrado que antes, le llegó a los muslos. Se lavó la cara y los brazos hasta las mangas de la blusa. Y esperó unos minutos de pie en la arena para secarse mirando hacia los edificios. Fue entonces cuando hizo el gran descubrimiento.
El sol empezaba a calentar y el aire se había llenado de pequeñas motas doradas. Entre ellas leyó el ansiado nombre de Las Adelfas. Las letras se abrían paso detrás de un buen montón de torres y hoteles, que bordeaban la playa y que por la noche eran invisibles. Ahora asomaban como las montañas del fondo, cercanas a la vista, pero en realidad, lejanas. Sin embargo, y de esto estaba segura, de su apartamento, del desaparecido apartamento, a la playa no habría más de cinco minutos andando. Volvió a entrar en El Yate.
De nuevo marcó el número de Félix. Lo primero era hablar con él y sentirse aliviados. Pero comunicaba, seguía comunicando. Félix siempre tan previsor, tan sabihondo y ahora no se daba cuenta de que lo mejor era dejar tranquilo el teléfono para que ella pudiera ponerse en contacto con él. Claro que tal vez estuviera hablando con los que a ella le habían robado el móvil, pero con eso no iba a sacar en claro dónde podía localizarla. ¡Mierda! ¡Y mierda mil veces! Habría tirado al suelo todas las tazas de desayuno colocadas en fila sobre la barra de El Yate. Habría destrozado este mundo de pesadilla. No era la primera vez que esta vida le parecía una farsa en que faltaba algo que uniese esto con aquello, en que faltaba un mínimo de lógica. Se encaró con el camarero para preguntarle, como si fuera el responsable de todo, si conocía el complejo residencial Las Adelfas. Qué más daba que no fuera el responsable de todo y que no tuviese por qué saber este dato. La vida funcionaba así de desastrosamente.
– ¿Las Adelfas? -preguntó el camarero mientras abría un cruasán y lo ponía sobre la plancha. Era uno de esos extranjeros que aprenden el idioma en cuatro días-. ¿Cuál de ellos?
– ¿Cuántos hay?
– Cuatro o cinco -dijo dirigiendo la mirada hacia algún lugar de su mente.
Así que esto era lo que ocurría, que había más complejos Las Adelfas.
– ¿Cuál es el que está más cerca de la playa, en segunda o tercera línea?
– En esta playa no creo, en Poniente, quizá.
Y lo que tenía que hacer era salir a la general y cruzar el pueblo para ir al otro lado.
– Le pasa a mucha gente -dijo quitándose el sudor de la frente con el dorso de la mano que sujetaba la espátula-. También pasa con Las Dunas, Los Girasoles, Los Remos, Pleamar y más.
Julia dio media vuelta antes de tener que ver cómo alguna de las gotas de sudor caía en el cruasán.
La brisa se había calentado un poco más y algunos madrugadores llegaban con toallas al hombro y gorras. Contempló de nuevo las lejanas letras redondeadas y rosas imitando grandes flores de Las Adelfas. Las Adelfas III. Vaya. Estaban en la ladera del monte, por donde trepaban chalés de color crema con columnas dóricas y buganvillas moradas, pero donde el sonido del mar apenas llegaría. Ni siquiera por la noche, en ese silencio en que se puede notar hasta la caída de una hoja, sería posible que llegase la furia del oleaje que Julia había escuchado en su breve estancia en el apartamento. Así que desistió de perder tiempo y gasolina yendo hasta allí.
Anduvo hacia el coche. Ahora comprobó que lo había aparcado cerca de Las Dunas y que si en lugar de Las Dunas fueran Las Adelfas todo estaría resuelto, pero las cosas cuando se ponen difíciles se ponen muy difíciles. Lo que no sabía era si es que debían ponerse difíciles por algo, si es que convenía que fueran así de complicadas. De ser así querría decir que el mundo se regía por leyes que aún no se habían descubierto. De lo contrario daría igual que se hiciese una cosa u otra, que se tomase un camino u otro, ni tampoco resolvería nada pensar mucho, porque el universo seguiría su marcha sin sentido. ¿Qué le parecía a ella, había leyes o no? No tenía ni idea, probablemente no había ninguna. Se había perdido sin ningún propósito y sólo existía y dirigía sus pasos el deseo de encontrar a su familia. De todos modos, cuando iba a meterse en el coche, lo pensó mejor y volvió a cerrarlo.
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