Clara Sánchez - PresentimientoS

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¿Nunca te has despertado con la sensación de seguir dentro de un sueño?
Tras un accidente, Julia queda suspendida entre el sueño y la realidad, y sólo su instinto de supervivencia podrá guiarla hasta reencontrarse con las personas que quiere. En Presentimientos, Clara Sánchez narra la envolvente y misteriosa historia de una mujer atrapada en un escenario irreal, pero extrañamente familiar, por el que deambula en busca de una salida.
Una novela lúcida, un viaje lleno de humor y aventuras en el límite de lo desconocido capaz de llevar al lector de la sorpresa a la reflexión más profunda, una combinación perfecta de realidad y fantasía.

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No sabía qué hora sería cuando el llanto de Tito lo sobresaltó. Le costó situar las florecillas azules de la cortina en el espacio y el tiempo. Vio la cara enrojecida de su hijo frente a la suya. La piel era tan fina y suave que amenazaba con romperse en la frente y las mejillas. Le dio un beso en la cabeza. El mismo Félix, según le habían contado, había sido un llorón que no dejaba dormir a nadie.

Aunque a veces también le habían dicho lo contrario por lo que en realidad no tenía una noción aproximada de los tres primeros años de su vida. Tres años en que había existido sin conciencia de ello ante testigos poco fiables. Tres años en cierto modo perdidos. El llanto de Tito arreció igual que si intentara atravesar la pared, lo que sin duda estaba consiguiendo. Paredes, árboles, hileras de apartamentos, urbanizaciones enteras y puede que también estuviera traspasando la atmósfera y llegando al espacio. Miró el reloj. Llevaba dos horas durmiendo. Entonces gritó el nombre de Julia. Julia!, y colocó las almohadas de las dos camas a los lados de Tito para que no se cayera. Se notaba embotado, en espera de que terminara de despertarse todo lo que tenía en la cabeza. Fue a la habitación de matrimonio. La cama estaba hecha y sobre ella había una de las bolsas del equipaje.

– ¡Julia! -llamó, intentando no gritar, junto al cuarto de baño de la habitación.

Lo abrió y encendió la luz. Era de baldosas verdes y unas gotas más claras salpicaban el suelo. Abrió el grifo y salió un chorro de agua marrón que fue aclarándose. Sin cerrarlo, con su ruido de fondo combinado con el llanto de Tito, dio unos pasos hasta lo que en estos apartamentos se llama salón. Más o menos todo estaba como lo habían dejado al llegar. La garrafa de agua mineral, la maleta, la sillita del niño, la sombrilla de la sillita, un gran paquete con pañales, la bolsa de los osos. Miró dentro por si quedaba algo de leche en un biberón. En su lugar encontró uno con agua de anís. Lo cogió, y también un pañal. Con el biberón en una mano y el pañal en la otra permaneció durante unos segundos paralizado extrañándose de la ausencia de Julia.

– Julia! -volvió a llamarla lanzando la voz hacia la terraza. Pero por la terraza sólo entraba el ruido de un oleaje oscuro y amenazante. Y entonces supo, como si la misma Julia se lo estuviera diciendo, que algo iba mal. Un presentimiento, se dijo. Un presentimiento sin base real.

Al quitarle el pañal a Tito, dudó si lavarle o no. Optó por volver de nuevo al salón a buscar la bolsa de osos donde tendría que haber una esponja y talco. En el suelo permanecía abierta la maleta y buscó entre la ropa una toalla. No encontró ninguna, ¿dónde las habría metido Julia? Tito tenía la cara morada y le dio miedo que el mecanismo que controla los berrinches se hubiera disparado y no fuese capaz de parar a tiempo. Le pasó la esponja mojada por todo el cuerpo y le quitó la camiseta para secarle con ella. Le puso talco y el pañal. Luego lo tomó en brazos y le dio a chupar el biberón con agua de anís. No sabía hasta qué punto podría engañarle. Volvió a dejarle acostado con el biberón mientras buscaba algo con que taparle. Pero no quería actuar a lo loco, tenía que centrarse, el atolondramiento y la desorganización siempre empeoran las cosas. En la maleta no había visto ropa de Tito, en la bolsa de osos tampoco ni en una de las bolsas marrones, por tanto estaría en la otra. La vio sobre la cama de matrimonio. Mientras revolvía entre prendas pequeñas dio rienda suelta a su preocupación por Julia. Puede que aún anduviese dando vueltas buscando una farmacia y que se hubiese quedado sin gasolina. Era lo más probable puesto que no había vuelto a llenar el depósito desde Madrid. Le haría una llamada en cuanto vistiera a Tito, no quería que cogiese frío. Le metió los brazos por las mangas de la camiseta. Siempre que maniobraba con ellos le daba miedo dislocarle alguno. Tito lo miró desconsolado. Aún tenía los ojos un poco azules, pero pronto los tendría castaños.

– Pon un poco de tu parte, hijo mío -dijo mientras consideraba la posibilidad de que quedase algo de azúcar en el azucarero.

Cogió el chupete y fue hacia la cocina. Era el tipo de restos que suelen dejarse siempre los veraneantes del mes anterior. Un dedo de azúcar en el azucarero, como afortunadamente había, y también un frasco con un poco de Nescafé, y bolsas para la basura y lavavajillas, productos tan baratos que no merecía la pena cargar con ellos. Mojó el chupete en agua de la garrafa y luego en el azúcar. No sabía si esto estaría del todo bien. Si no, sería ese tipo de cosas que no deben hacerse con los niños y que la gente sin sentido común hace.

Llegó a tiempo de ponerle el chupete antes de que se amoratase de nuevo. Según chupaba fue entornando los ojos sin dejar de observar a su padre, como si hubiese algo en él que le intrigara. Félix lo tapó con la colcha hasta la cintura. Volvió a colocarle las almohadas a los lados y recogió el pañal sucio. Lo tiró en un cubo bajo el fregadero. Ahora sí que ya podía ocuparse de Julia. Salió a la terraza y marcó el número del móvil y esperó hasta que saltó el buzón de voz. Le dejó un recado pidiéndole que le devolviera la llamada en cuanto pudiese. «No te preocupes si no encuentras la leche. Tito está dormido», dijo sin estar seguro de que ya hubiese cerrado del todo los ojos.

Se acodó en esta barandilla desconocida y algo húmeda. Las sombras de los árboles se movían como gigantes lentos y cansados. Se sabía que por allí había una piscina por la neblina azulada que desprendía. Sería una de esas piscinas con iluminación en el fondo por si alguien quería bañarse a la luz de la luna. Pero no se oía ningún chapoteo, ninguna conversación, para ser un lugar de vacaciones el silencio era descomunal. ¿No estaría dormido y todo esto sería una pesadilla? Ni le habría cambiado el pañal a Tito, ni Julia llevaría dos horas fuera, ni él estaría ahora en la terraza pensando en esto. Por la mente se le pasó de nuevo el caso de los almacenes. Quería entender por qué aquel detalle minúsculo pero decisivo se le había escapado. El olor dulzón de las plantas era mareante. Lo mejor sería esperar a Julia tumbado en el sofá con el móvil a mano. Había procurado que ella no se diese cuenta de que le había ocurrido algo en el trabajo que le tenía disgustado. De hecho, en el atasco camino de Las Marinas había estado a punto de perder los nervios y afortunadamente había logrado contenerse. Despreciaba a la gente que se dejaba dominar por los problemas y los llevaba a todas partes. Él mismo le había aconsejado a Julia que procurasen no hablar demasiado del trabajo porque entonces acabarían dándole importancia a contratiempos y banalidades que no la tenían. Lo mejor era, le había dicho, que nada más salir del hotel, empezase a pensar en lo siguiente que tuviera que hacer. Así que ahora no le iba a ir él con el cuento del incendio de los almacenes. Pero tenía que reconocer que había venido a la playa sin entusiasmo, empujado por la idea de que les vendría bien. A Tito porque el sol y los baños en el mar le reforzarían las defensas y porque a Julia, que desde el parto estaba más decaída y silenciosa de lo normal, la animaría y le daría fuerza. Y porque a algún sitio tendrían que ir para salir del agobio de Madrid.

El móvil le vibró en la mano. Había quitado el volumen para que no sobresaltara al niño. Le desconcertó que no fuera el número de Julia el de la pantalla.

Le habló un hombre desconocido, cuya voz sonaba remota como si llegara de alguna lejana galaxia.

Se identificó como policía local. Le dijo que la última llamada que había recibido Julia Palacios Estrada correspondía a este número.

Félix le aclaró que era su marido mientras le flojeaban las piernas, como si las piernas pensaran más rápido que la cabeza.

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