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Clara Sánchez: PresentimientoS

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Clara Sánchez PresentimientoS

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¿Nunca te has despertado con la sensación de seguir dentro de un sueño? Tras un accidente, Julia queda suspendida entre el sueño y la realidad, y sólo su instinto de supervivencia podrá guiarla hasta reencontrarse con las personas que quiere. En Presentimientos, Clara Sánchez narra la envolvente y misteriosa historia de una mujer atrapada en un escenario irreal, pero extrañamente familiar, por el que deambula en busca de una salida. Una novela lúcida, un viaje lleno de humor y aventuras en el límite de lo desconocido capaz de llevar al lector de la sorpresa a la reflexión más profunda, una combinación perfecta de realidad y fantasía.

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Salió de nuevo a la carretera y más o menos por donde había creído que se encontraban los apartamentos se internó por una calle, fue hasta el final de ella y apagó el motor. Enfrente estaba el mar, una masa negra temblorosa que se extendía a lo lejos por el cielo. A pesar de que hacía calor, cerró las ventanillas y los seguros, saltó a los asientos traseros y se tumbó. Encogió las piernas, pasó un brazo sobre el otro y se fue durmiendo algo mareada y con el persistente dolor de cabeza. Entonces notó un dedo presionándole la nuca, lo que la habría sobresaltado de no estar tan cansada. No se movió y pensó que como era imposible que se tratase de ningún dedo de verdad, sería una contracción muscular.

Félix

Por la terraza abierta entraba una brisa fresca que llegaba a la habitación. Como también había abierto las ventanas, se creaba una corriente muy agradable. Había tumbado a Tito sobre una de las dos camas con colchas de florecillas azules y se tendió a su lado para que se sintiera acompañado y no llorara. Y, si era sincero, para sentirse acompañado él mismo. Tito desprendía un calor, un olor y una intensidad humana increíbles en un ser tan pequeño. Parecía que no se tratara sólo de kilos, que eran los normales para su edad, sino de una gran concentración de potencia y energía que en el futuro haría que sus piernecillas fuesen enormes, y sus manos, el tronco, la nariz. Le costaba trabajo creer que también él había sido así y que había existido un tiempo en que no pensaba en lo que hacía ni lo que pensarían los demás, que sólo actuaba. A Julia le dolía la espalda de sostenerlo en brazos, puede que de ahí viniera la cara de cansada que tenía últimamente.

Julia medía uno sesenta y cuatro y pesaba cincuenta kilos y desde el parto tendía a tener bajo el hierro y por eso se sentía tan floja. Durante el viaje vino durmiendo casi todo el tiempo. Félix la veía por el retrovisor con la cabeza recostada en el cristal. Se había cortado un poco el pelo para que no le molestara en la playa. Normalmente le caía un poco por la espalda, ahora lo llevaba a la altura de los hombros. Era lo más llamativo de su persona, lo demás pasaba desapercibido. Si la gente se acordaba de ella era por el pelo, aunque a un pelo así habría que llamarlo cabello, cabello en cascada. Era rizado, con pequeños rizos en las sienes y en el nacimiento de la frente y grandes y abultados en el resto. Si lo llevaba recogido, los bucles se disparaban en todas direcciones produciendo un efecto maravillosamente salvaje. Tenía un tono castaño rojizo, casi pelirrojo que con la apagada luz del bar del hotel donde trabajaba no llamaba tanto la atención, pero que en la calle bajo el sol uno no podía dejar de mirar. Lo miraban los hombres, las mujeres, los niños. Todo el mundo desviaba la vista hacia aquella maraña llameante. La naturaleza le había regalado un don, algo precioso y raro como un unicornio o algo así y ella lo respetaba y lo cuidaba al máximo. Usaba los mejores champús, bálsamos con proteínas de seda y mascarillas. Una larga balda del cuarto de baño estaba destinada a estos productos. Siempre lo dejaba secar al aire para que el secador no lo resecase y cuando hacía viento formaba un aura luminosa alrededor de la cabeza. Con ninguna otra parte del cuerpo tenía tantos miramientos. Parecía que el resto de su cuerpo sí le pertenecía, pero que el cabello rojizo era un préstamo que tendría que devolver intacto algún día a la naturaleza. Y el pelo hacía que nadie se fijase en los ojos con forma de pececillos de color pardo, y lo que tiene el color pardo es que en la luz pasan a ser verdosos y en la sombra castaños. Así que siempre tenían un tono que parecía tapar otro. Muchos al verla le preguntaban si no se le había ocurrido ser actriz. También fue una de las primeras ideas que se le cruzó a Félix por la cabeza al conocerla. No había que hacer nada para imaginársela sobre un escenario o en una pantalla, simplemente porque sobresalía por algo.

Desde el momento en que conoció a Julia, Félix empezó a preocuparse por ella y sus estados de ánimo, y en cuanto notó que la alegría de ella le alegraba y su tristeza le entristecía y su malhumor le irritaba y era capaz de odiar a gente que no conocía de nada sólo porque los odiaba ella, supo que ya no había vuelta atrás, que se había apoderado emocionalmente de él y que esta invasión debía de ser amor. Y que el amor borraba cualquier atisbo de objetividad y de independencia. Precisamente por esto se consideraba menos capaz de ayudarla a ella que a cualquier cliente de la aseguradora donde trabajaba.

Los cambios de humor de Julia al principio le desconcertaban mucho porque pensaba que era por algo que él había dicho o hecho, pero en conjunto no entendía qué le pasaba, cuál era el problema de fondo. Se casaron tan rápido que no les dio tiempo de conocerse. Claro que eso a Félix no le preocupaba porque sólo uno mismo era capaz de conocer globalmente todos sus componentes. Y por eso, y había tenido ocasión de comprobarlo en cientos de casos investigados, por muchos años que se conviva con una persona no se llega al fondo de su personalidad. Más tarde achacó su comportamiento a la circunstancia extraordinaria de que su madre era más vieja que la mayoría de las madres. Se llamaba Angelita y la había concebido a los cincuenta y un años, cuando ya ni se planteaba la posibilidad de tener hijos. Quizá su infancia habría sido distinta si su padre no hubiese muerto antes de que ella tuviese uso de razón. Revisando una obra en construcción, un suelo cedió y cayó al vacío. Se podía decir que del mismo modo que Julia había venido al mundo cuando nadie lo esperaba, su padre se fue de repente cuando tampoco nadie lo esperaba.

Tito lo miraba con los ojos abiertos y el chupete puesto. Olía a pañal sucio y tendría que cambiarle, pero le daba miedo moverle y que se acordarse de que tenía hambre, había pasado ya un cuarto de hora desde que le tocaba la cena. Así como estaba, escudriñando a su padre, parecía entretenido. En cuanto a Julia y él, se tomarían en la terraza las empanadas y el vino y luego se irían a la cama y dejaría que Julia durmiese a pierna suelta sin hora de levantarse porque pensaba ocuparse de Tito durante todas las vacaciones para que ella descansara a gusto.

A nadie le garantizan, aunque sea el hombre más poderoso del mundo, que vaya a ver crecer a sus hijos. Nadie puede asegurarme que vaya a verte crecer a ti. Pero tú eso no lo sabes ¿verdad?, le dijo con el pensamiento intentando grabar en la mente de Tito su amor por él. Pero cuando se dio cuenta de que esta mirada cargada de amor también estaba llena de preocupaciones y de un poco de angustia, la retiró hacia las cortinas para que el día de mañana Tito no sintiese la angustia que su padre habría dejado en su recuerdo. Ahora Tito no era consciente de lo que hacía ni de lo que le hacían, sucesos que permanecerían aletargados en algún lugar del cerebro hasta que de repente un día les diera por salir.

Podía poner tantas imágenes, tantas palabras, tantas sensaciones en la tierna y fresca inteligencia de su hijo, que sentía una gran responsabilidad. Cerró los ojos y lo abrazó. La respiración de Tito funcionaba como un somnífero. Hacía días que le costaba mucho coger el sueño, desde que Diego Torres, y no él, descubrió que el incendio de unos almacenes había sido provocado. De no ser por Torres la aseguradora habría tenido que desembolsar una fortuna. Hasta este momento Félix era el investigador estrella sin discusión, y un fallo como éste no se lo habría esperado él ni nadie. Torres decía una y otra vez que había sido pura suerte, pero los hechos eran los hechos. No le molestaba que Torres lo hubiese descubierto. Torres se merecía que algo le saliera bien. Lo que no se perdonaba era no haber sabido ver dónde estaba la prueba, pensaba mientras se hundía lentamente en la nada inmensa.

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