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Clara Sánchez: PresentimientoS

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Clara Sánchez PresentimientoS

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¿Nunca te has despertado con la sensación de seguir dentro de un sueño? Tras un accidente, Julia queda suspendida entre el sueño y la realidad, y sólo su instinto de supervivencia podrá guiarla hasta reencontrarse con las personas que quiere. En Presentimientos, Clara Sánchez narra la envolvente y misteriosa historia de una mujer atrapada en un escenario irreal, pero extrañamente familiar, por el que deambula en busca de una salida. Una novela lúcida, un viaje lleno de humor y aventuras en el límite de lo desconocido capaz de llevar al lector de la sorpresa a la reflexión más profunda, una combinación perfecta de realidad y fantasía.

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Aún quedaban en el maletero las dos bolsas de imitación piel, que se colgó de ambos hombros, las manos iban ocupadas por la garrafa de agua de cinco litros y la sillita plegada. Julia llevaba a Tito en brazos. De.tanto estar sentada tenía las piernas agarrotadas. Siguió a Félix por pasadizos tenebrosos. De vez en cuando alguien salía a alguna de las terrazas apiñadas y distribuidas de forma escalonada con un vaso en la mano o un cigarrillo y miraba hacia las estrellas.

Ellos tres por fin se introdujeron por un recoveco y subieron unos cuantos tramos de escaleras. Tito iba dormido con la cara en el hombro y la boca abierta mojándole la blusa.

Félix descargó los bultos que llevaba junto a la maleta y la bolsa que ya había dejado antes a los pies de la mesa del comedor. El salón comedor se encontraba nada más entrar y lo separaba de la diminuta cocina un mostrador. Al abrirlos, de los armarios de la cocina salió un profundo olor a cañería. Lo primero que hicieron fue subir las persianas de ventanas y terraza y hacer un recorrido rápido por el apartamento. El cuarto de baño tenía algunas manchas de óxido y necesitaba un buen repaso con lejía, pero en conjunto a Julia le pareció bastante mejor que en las fotos de Internet. En realidad sólo se reconocía que era el mismo apartamento por el floreado de las colchas y cortinas de las habitaciones. Una era de matrimonio y la otra de dos camas y con un aire más intrascendente y juvenil. Abrieron todo para que se ventilara. Lo que más le gustaba era el suelo de mármol blanco con una cenefa negra alrededor. Los muebles eran ligeros y seguramente la constructora los entregaba con el apartamento. La mesa del comedor, las sillas, un sofá y un bonito baúl eran de mimbre teñido en azul, como los cabeceros de las camas y las mesillas. Sin embargo, las estanterías eran completamente artesanales y parecían hechas y pintadas por el dueño de la casa. Sobre ellas se alineaban novelas de bolsillo policiacas con el nombre escrito a mano de Margaret en la primera página. En una foto con un rústico marco de madera, sonreían una mujer de unos sesenta años, de saludable cara redonda y pelo rizado en forma de escarola del color de la paja seca, y un hombre bronceado de pelo canoso en unas partes y amarillento en otras. Serían Tom y Margaret. Sonreían de una forma muy agradable como dándoles la bienvenida al apartamento. Había otros detalles personales, una caja de conchas mal pegadas, cuadros que podría haber pintado la propia Margaret y una gran variedad de utensilios de cocina completamente enigmáticos para Julia.

Se sentía bien, muy bien. Había armonía y algo alegre entre estas cuatro paredes. Dejó la bolsa con la ropa de Tito en la cama grande, la separaría en montones y luego la guardaría en el armario. Tito ya estaba sobre la colcha de florecillas azules de una de las camas individuales con el chupete puesto. En la otra reposaba el capazo desgajado de la sillita y una de las bolsas imitación piel. Enfrente había un sifonier rojo con la caja de conchas mal pegadas encima. Tito empezaba a gimotear. Julia había traído sábanas desde Madrid para la cama del niño, quería evitarle el contacto con ropa usada por otras personas aunque estuviese limpia. Fue al salón y abrió la maleta en el mismo suelo, las sacó del fondo y se las tendió a Félix para que las colocara. Ella iría preparando el biberón.

Mientras buscaba un paquete de leche, le dijo a su marido que al día siguiente podían ir por la mañana a la playa y por la tarde aprovecharían para hacer una buena compra en el supermercado y luego darían una vuelta por los alrededores en coche hasta la hora de cenar. Tal vez pudiesen subir al faro y ver el mar desde allí.

Buscó y rebuscó en la bolsa de osos, después en las grandes bolsas de imitación piel y por último en la maleta. El rastro de los paquetes de leche se detenía en la encimera de la cocina de Madrid.

– ¿Nos hemos dejado algo en el maletero? -le preguntó a Félix con la fuerte sospecha de que no había puesto en el equipaje lo más importante, la leche para los biberones y la papilla de cereales, que había empezado a tomar hacía poco. No tenían nada para darle, salvo agua.

Félix le comunicó con la mirada que en el maletero no había nada parecido a un paquete de leche y con la misma mirada le reprochó este descuido, y esto era algo que le molestaba profundamente de Félix, su afán de perfección, su buena memoria y sus pies siempre en la tierra.

– Bien -dijo Julia cogiendo la mochila que usaba como bolso y las llaves del coche-. Ve hirviendo el agua. Vuelvo enseguida.

Félix dijo que prefería ir él, pero Julia consideró que Félix ya había conducido bastante. Además, era ella la responsable de este descuido.

Le costó encontrar la verja de salida. Vaya mentes retorcidas las de estos arquitectos. Los reflejos de la piscina temblaban en el aire.

Al venir hacia acá, había descubierto una farmacia en la carretera en dirección contraria. Vería si también podía comprar por allí una ensalada para acompañar las empanadillas, estaba deseando cenar, meterse en la cama y levantarse y ver todos éstos parajes iluminados por el sol. De los estrechos caminos asomaban los morros de los coches esperando incorporarse a la carretera. No era fácil porque había bastante tráfico. Cuando llegó a la altura de la cruz verde fluorescente, torció a la derecha. La farmacia se encontraba a cien metros y rezó para que estuviera de guardia.

Tuvo suerte. Aparcó en la misma puerta. Cogió veinte euros del bolso y salió del coche.

La atendió un farmacéutico muy joven con garitas y pinta de aburrirse mortalmente allí dentro mientras la gente estaba de copas por los alrededores. Julia cogió el paquete de Nestlé y se metió las vueltas en el bolsillo del pantalón. Se había puesto para el viaje la ropa más cómoda que tenía, un pantalón de lino beige, una blusa blanca de algodón y unas viejas deportivas que le estaban como un guante. A Julia la ropa le duraba mucho, demasiado, porque en el hotel usaba un uniforme de pantalón ancho y camisa negros de corte nipón muy en consonancia con el tono minimalista del bar, y le quedaba poco tiempo para lucir su propio vestuario. Lo que sí lucía era su cabello, que ella sabía que con el atuendo negro resultaba espectacular. Era cobrizo, rizado y tan abundante que para trabajar se lo recogía con unos pasadores de pasta negra unas veces y dorados otras. Su jefe, el encargado principal por así decir, apreciaba mucho los detalles de buen gusto en el arreglo personal. Decía que los empleados debían ser un ejemplo para los clientes, que debían recordarles en qué clase de hotel se encontraban ahora que algunos creían que por tener dinero estaban excusados de elegancia y modales. Se llamaba Óscar y siempre hablaba como si hubiese pasado otra vida en lugares y con gente más refinados que éstos.

Para incorporarse de nuevo a la carretera tuvo el mismo problema que antes. Los faros se cruzaban sin cesar y sólo los más despiertos lograban dar un volantazo que los sacaba de los escondrijos. Así que cuando ocurrió lo que ocurrió en el fondo se lo estaba temiendo. Oyó cómo cerca de allí un coche derrapaba y chocaba contra algo, tal vez contra otro coche. En estos sitios, con la brisa del mar, el olor dulzón de las plantas y un poco de alcohol se podía perder la noción de peligro con muchísima facilidad.

Aparcó de mala manera en el arcén junto a otros que habían hecho lo mismo, y como ellos salió a ayudar. Pero ninguno lograba ver nada a pesar de que el ruido del accidente se había producido muy cerca, prácticamente encima. Quizá había sucedido en uno de los senderos que como el suyo se abrían paso entre las urbanizaciones, pero enseguida, en cuestión de segundos, la sirena de una ambulancia salida literalmente de la nada empezó a zumbar con fuerza. Julia, aunque miraba en todas direcciones, continuaba sin ver y no podía esperar más, Tito estaría llorando a pleno pulmón reclamando el biberón, y Félix no tenía nada con que calmarle.

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