Clara Sánchez - PresentimientoS

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¿Nunca te has despertado con la sensación de seguir dentro de un sueño?
Tras un accidente, Julia queda suspendida entre el sueño y la realidad, y sólo su instinto de supervivencia podrá guiarla hasta reencontrarse con las personas que quiere. En Presentimientos, Clara Sánchez narra la envolvente y misteriosa historia de una mujer atrapada en un escenario irreal, pero extrañamente familiar, por el que deambula en busca de una salida.
Una novela lúcida, un viaje lleno de humor y aventuras en el límite de lo desconocido capaz de llevar al lector de la sorpresa a la reflexión más profunda, una combinación perfecta de realidad y fantasía.

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Aprovechó que salía una pareja de jubilados para entrar en Las Dunas, por probar ya que estaba allí. El problema era que tampoco recordaba el número del apartamento. Fue Félix quien hizo la reserva por Internet y ella se dejó llevar. Siempre era Félix quien se encargaba de todo lo que se pudiera reservar, comprar o consultar por Internet porque lo usaba mucho en su trabajo, ella estaba más vigilada en este sentido y además debía estar atenta a los clientes del bar y no disponía de tiempo ni tranquilidad para esto. Buscó la piscina, corazón de este tipo de construcciones de veraneo. En el fondo de su alma esperaba ver a Félix y Tito entre su resplandor. Pero en lo más superficial de su alma también presentía que no iba a ser así. El único bañista era un hombre, que nadaba a braza para desperezarse. Desde allí se veían las terrazas de algunos apartamentos con toallas y bañadores colgados en las barandillas. Miró en todas direcciones y a la desesperada se situó de pie sobre un banco de brillantes mosaicos para que Félix, si es que en ese momento estaba mirando, pudiera localizarla. Por el nombre no eran éstos los apartamentos, pero por la situación podrían serlo, así que debía intentarlo.

Toda el agua de la piscina se removió cuando el hombre se impulsó con las manos en el bordillo para salir. Era bastante grande, un viejo atleta de tendones gruesos y nudosos, unidos por cuerdas debajo de la piel tostada. Tenía el pelo blanco y amarillo. Sus miradas se cruzaron y Julia aprovechó para pedirle auxilio con los ojos. Si a su edad no era capaz de comprender que aquella persona necesitaba ayuda, significaría que no había aprendido nada en la vida. Aunque también sería probable que le bastara y sobrara con su propio ser.

Estadísticamente hablando podría ser alemán. Se habría comprado un apartamento aquí antes de que los precios de la construcción se dispararan y ahora lo que querría era absorber la mayor cantidad posible de vitamina D y a poder ser tener una aventura, aunque con mucha discreción porque su esposa alemana estaría arriba disfrutando de un rato de intimidad para ella sola. El enorme alemán fue hacia una toalla junto a la que había un libro de bolsillo, una novela de Patricia Highsmith, con las hojas dobladas por la brisa, la arena y el sol.

Julia se alejó hacia el pasadizo que más le recordaba al de la noche anterior. Dobló un recodo y se internó por otro pasadizo más. Ahora tenía que subir unas escaleras. Las subió deseando oír llorar a Tito de un momento a otro. Daba la impresión de que su llanto estaba retenido en el aire y que en cuanto las leyes de la naturaleza lo liberasen estallaría y la vida volvería a ser normal. En el segundo descansillo una niña de unos diez años bajó seguida de otra de siete u ocho. Iban atropellándose y riéndose y Julia les hizo detenerse. Tardaron unos segundos en reaccionar como si les costase distinguirla. A Julia sus rostros le resultaron vaga y nebulosamente familiares, igual que si los hubiese visto en sueños o en alguna fotografía.

– ¿Os suena que haya en alguno de estos apartamentos un hombre de unos cuarenta años con un niño pequeño?

– ¿Cómo de pequeño? -preguntó la mayor.

– Un niño que aún no anda, de pañales. ¿Habéis oído llorar a algún niño?

– Sólo a mi hermano -dijo.

La otra niña miraba fijamente a Julia, hasta que empezaron a empujarse otra vez escalera abajo.

En cada rellano había dos puertas pintadas en azul añil. Subió uno más. Tenía que llamar a un timbre y pulsó el de la derecha, en esto no había duda, ésa era la puerta a la que debía llamar.

Tal como se temía abrió un individuo que no era Félix, iba en bañador, sin afeitar, con el pelo revuelto y tenía cara de no estar dispuesto a hacer ningún esfuerzo por ser simpático en vacaciones.

– Perdone -dijo-. Me he confundido.

Él abrió la boca sólo para bostezar y dio un portazo. Julia se encontraba en el tercer y último piso. Descendió al segundo y al primero, sin que descubriera nada significativo en ellos. Podría internarse por otros pasadizos y llamar a otras puertas azules, lo que le llevaría todo el día o quizás dos. ¿Cuántos apartamentos habría allí? ¿Mil? Puede que más. Y además era muy improbable que fuera éste el complejo que buscaba. Podría ser que al ir a la farmacia hubiese cruzado el pueblo en dirección contraria y que las cosas no hubieran ocurrido como ella creía.

Pasó de nuevo por la piscina. La piel del alemán brillaba como el cuero bajo el sol. Tenía un color entre marrón y rojo. El libro yacía junto a la cabeza. Al verla, se medio incorporó pesadamente. Sonrió a Julia como si este segundo encuentro hubiera creado un vínculo entre ellos. Ella se la devolvió. El extranjero parecía dispuesto a hablar.

– Más tarde ya no se puede tomar el sol -dijo continuando alguna conversación que hubiesen mantenido en otra vida.

Julia asintió.

– A las doce ya no hay quien lo aguante.

Él mientras la escuchaba se retiró un mechón amarillo de la frente. El sol le hacía entrecerrar los ojos. Se apoyaba con los codos en el césped y tenía una pierna sobre otra. Por el acento, no parecía alemán, sino inglés.

– ¿Ha visto pasar por aquí a un hombre de unos cuarenta años con un niño de seis meses?

Negó con la cabeza después de traducir la frase mentalmente.

– Creo que no, pero he tenido los ojos cerrados un rato.

No importaba. Gracias de todos modos.

Julia echó un vistazo por si entre la hierba descubriese un móvil. Estaba segura de que este simpático turista no se lo negaría, pero no había ninguno, y no parecía necesitarlo, no parecía añorar a nadie, lo que le daba un aire de hombre con ganas de conocer gente y de vivir el presente. Tendría unos setenta años y su corpulencia casi obligaba a verlo vestido de militar. Podría ser un militar jubilado.

Al poner el coche en marcha sin rumbo fijo, una vez desestimado el lejano letrero de Las Adelfas III, se dio cuenta de la poca gasolina que le quedaba. Desde que salieron de Madrid no habían vuelto a llenar el depósito por su culpa. El caso es que habían parado en uno de esos complejos de carretera con gasolinera y restaurante, llenos hasta los topes. Cuando lograron tomarse el café, a codazos como quien dice, la gasolinera estaba imposible, en todos los surtidores había cola, y Julia convenció a Félix de seguir y llenar el depósito al día siguiente. Félix era tan previsor que incluso una tontería así le hacía mover la cabeza, pesaroso, como quien está arriesgando mucho. Y mira por dónde, como casi siempre, llevaba razón. Si le hubiese hecho caso ahora tendría un problema menos.

Sacó el dinero del bolsillo. Disponía de ocho euros. Así que por lo menos cinco debía reservarlos para gasolina, los otros tres para llamar por teléfono. En El Yate se había dejado alegremente dos euros. Cada movimiento que hacía le costaba dinero, por lo que había llegado el momento de centrarse y valorar la situación. Félix a estas horas ya estaría buscándola. A cambio de coche él tenía dinero y tarjetas de crédito. Podía coger taxis, alquilar otro coche y contratar a alguien que cuidara de Tito mientras iba de acá para allá, lo que Julia esperaba ardientemente que no hiciera porque le desagradaba la idea de que su hijo se quedara a cargo de desconocidos. Tito necesitaba que le masajearan la espalda después de tomar el biberón para expulsar los gases, si no se pondría muy irritable y lloraría sin parar. También estaba algo estreñido y había que darle una cucharadita de zumo de naranja. Y para que se durmiera había que pasarle el dedo un rato por el entrecejo. Así que confiaba en que Félix por muy preocupado que se encontrara por ella no dejara a su hijo en manos ajenas.

Trató de ponerse en la piel de su marido. Probablemente lo primero que habría hecho sería preguntar en el hospital y después en la comisaría. Ella en lugar de dar vueltas a lo loco quizá debería seguir sus pasos. Por muy embarazoso que resultara explicar que se había perdido, sería la forma más directa de acabar con esta situación. Se había levantado un poco de aire, pero venía tan caliente y salado que le escocían los ojos. Los pantalones a pesar de ser de lino fino se le pegaban mojados a los muslos y al culo.

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