En la carretera del puerto, tal como había sucedido a la llegada la noche anterior, el tráfico era denso. Parada ante un semáforo que cambiaba de verde a rojo sin avanzar, le empezó a desesperar cómo se iba gastando la gasolina tontamente y eso que no había encendido la refrigeración. Hasta que vio la puerta de la comisaría envuelta en el verde azulado del mar y pudo aparcar en un solar atestado de coches. Pensó que en medio de todo tenía suerte.
No le impresionó entrar allí, quizá porque con los turistas pasando por la acera en pantalón corto, cuando no en bañador con la sombrilla bajo el brazo, parecía una imitación de comisaría. El guardia de la entrada la miró con tanta intensidad, que no necesitó preguntarle. Seguramente había desarrollado esta mirada para no tener que hablar tanto.
– Vengo a interesarme por una persona que ha desaparecido.
No dijo que esta persona era ella misma y que su marido podría haber venido preguntando por ella. No era el momento ni el lugar de una frase tan larga. El guardia le señaló el fondo, donde a pesar de ser de día estaban encendidos los fluorescentes del techo.
Allí una chica con camisa de uniforme de manga corta y pelo estirado en una cola de caballo que iba del rubio oscuro al rubio claro la escuchó con expresión seria y profesional. Consultó unos papeles que tenía al lado y luego el ordenador. Al girarse hacia la pantalla unas hebras doradas y brillantes como rayos de sol se escaparon del pasador. Los pabellones de las orejas estaban relucientes y toda ella desprendía un halo de aseo personal maravilloso.
A sus compañeros les debía de encantar estar a su lado. Así que automáticamente Julia se separó un poco del mostrador. No se había duchado ni cambiado de ropa desde el día anterior por la mañana temprano y no paraba de sudar con tanto calor y con tanto ir y venir.
Mientras la funcionaría se recogía el pelo de nuevo le informó de que en esta comisaría no tenían noticia de que alguien la buscase ni hubiera dejado un recado para ella. Julia estuvo a punto de decirle que era perfecta, que no tenía ni una arruga en la camisa y que ella desde su mundo de perfección era la persona ideal para ayudarla.
– Lo que me ha sucedido -dijo, sin embargo, Julia con voz emocionada, humilde y sincera- es extraño y absurdo. Perder a mi marido y a mi hijo a los demás puede sonarles ridículo, pero para mí es muy trágico.
Por primera vez la funcionaría la observaba abiertamente, intrigada, decidiendo si tenía que tomarla o no en serio.
– Tranquilícese, usted está bien y ellos también. A lo largo del día se encontrarán. No se preocupe -le dijo tecleando en el ordenador sin levantar apenas los dedos-. Hay cinco complejos Las Adelfas entre la playa de Levante y la de Poniente. Pregunte en todos ellos, deje recado en los bares y restaurantes cercanos. Es cuestión de paciencia. Y escriba aquí sus datos por si acaso viniera su marido.
En ningún momento le sonrió, no quería comprometerse personalmente. Y Julia fue incapaz de asaltar su intimidad contándole que no tenía dinero y que se estaba quedando sin gasolina.
El solar donde había aparcado estaba a unos metros de la comisaría, cerca de la lonja de pescado. Las gaviotas subían y bajaban igual que si estuvieran haciendo ejercicios de entrenamiento y cuando parecía que se iban a estrellar contra la luna del coche la esquivaban. Abrió el capó por si hubiese allí algo que le sirviera, pero Félix era tan ordenado que nada más había dejado un bidón vacío de gasolina y una manta. Ésas eran en este momento sus pertenencias junto con un paquete de leche en polvo para bebé y los ocho euros. Oyó decir a unos que acababan de aparcar que los días de mercadillo se ponía el tráfico imposible. Luego hoy era día de mercadillo. Trataría de mover el coche lo menos posible.
Llevaba en la mano las llaves del coche, los escasos euros en el bolsillo y se moría de sed. Pero la sed podía esperar, lo primero era dar con una sucursal de su banco y contarles de la manera más convincente posible la situación por la que atravesaba. Tuvo que caminar toda la calle principal adelante, que al menos estaba sombreada por palmeras. Eran palmeras doradas que arrojaban suaves sombras sobre los bancos de piedra. Y pensó que Tito y también Félix tendrían calor. No lo pensó, lo supo con la certeza con que se sabe que hay luna y sol. Sentía sus ojos en ella, como si la observasen desde algún lugar invisible, pero cercano. Según avanzaba y avanzaba por el paseo, empezó a divisar en el horizonte lo que debía de ser el mercadillo. Se extendía perpendicularmente a ella. El olor a fruta y a flores en agua llegaba hasta el escaparate de la sucursal, donde se anunciaban fondos de inversión y un juego de vasos que regalaban con esta operación.
Una puerta de cristal se abrió y luego se cerró. Julia quedó atrapada en una cabina en cuyo interior una voz le pedía que depositara todos sus efectos personales en una taquilla de la entrada. Al girarse hacia allí, vio a un chico metiendo a presión una mochila en una de las taquillas. Estaba claro que ella no tenía otra opción que salir y hacer lo mismo con las llaves del coche, su única posesión.
Una vez dentro de la entidad, en lugar de dirigirse a la caja, fue a una de las mesas, en que se suele atender de una manera más personal a los clientes, y se sentó en una silla con brazos tapizada en gris. A una empleada asombrada de nombre Rocío Ayuso según el letrero de la mesa, le contó que había perdido la cartera con toda su documentación, que necesitaba dinero urgentemente y que tal vez habría alguna manera de poder sacarlo de su cuenta. La empleada, que había ido pasando en estos breves instantes del asombro al recelo, le dijo que sin un documento que acreditase su identidad no podía hacer nada.
– No creo -dijo Julia- que sea la primera vez que sucede algo así. Seguro que es un caso que ustedes tienen previsto.
Rocío se levantó con unos papeles en la mano y salió de la mesa dando a entender que por su parte ya estaba todo dicho. Iba vestida con ropa nueva, pero pasada de moda. Y ella misma era joven pero de otra época. Una joven antigua por así decir.
– Esto es cosa del director y ahora no está. Vendrá a última hora de la mañana.
Julia permaneció sentada y hablaba a Rocío mirándola de abajo hacia arriba, lo que la empequeñecía y empobrecía mucho más aún, pero no quería levantarse hasta agotar las últimas posibilidades.
– Póngase en mi lugar, estoy muy angustiada. Me encuentro con lo puesto.
Julia se preguntó si acaso se ponía ella en el lugar de Rocío. ¿Se hacía cargo de lo que costaba soportar a clientes como Julia, que creían que no existía en el universo un problema más grande que el suyo? ¿Qué sabía Julia de la vida de Rocío?
Rocío no estaba dispuesta a ceder. Una cosa era el trabajo y otra los problemas personales.
– Ya le digo, el director vendrá sobre la una y media. Aunque si quiere un consejo, debería denunciar la pérdida en comisaría.
Julia se encontraba muy bien en la mullida silla, era muy agradable, sentía el cuerpo descansado y protegido, y también las mesas, el aire acondicionado, la bombona del agua y los vasos de papel encerado, que ella había contribuido a pagar con su cuenta corriente y los depósitos a largo plazo, le producían paz y seguridad.
– Aquí está guardado mi dinero y no pienso irme sin nada -replicó cargada de razón y con un tono de chillido que se le escapó sin querer, una fuga de la voz que le sonó horrible a la misma Julia y que alarmó seriamente a Rocío, que pensó que debía responderle hablando lentamente y separando las sílabas.
– Por favor, cálmese. Hay decisiones que no está en mi mano tomar, ¿comprende?
A estas alturas, tanto el resto de clientes como los empleados ya estaban al tanto de que por aquella mesa las cosas no iban bien. Rocío intercambió unas miradas con sus compañeros. Volvió a su sitio cuando se acercó a la mesa alguien que acababa de entrar de la calle. Parecía un cliente. Los dos, el cliente y Rocío, permanecieron mudos, de pie, presionando de esta forma a Julia para que se largara de una vez y los dejara en paz.
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