Clara Sánchez - PresentimientoS

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¿Nunca te has despertado con la sensación de seguir dentro de un sueño?
Tras un accidente, Julia queda suspendida entre el sueño y la realidad, y sólo su instinto de supervivencia podrá guiarla hasta reencontrarse con las personas que quiere. En Presentimientos, Clara Sánchez narra la envolvente y misteriosa historia de una mujer atrapada en un escenario irreal, pero extrañamente familiar, por el que deambula en busca de una salida.
Una novela lúcida, un viaje lleno de humor y aventuras en el límite de lo desconocido capaz de llevar al lector de la sorpresa a la reflexión más profunda, una combinación perfecta de realidad y fantasía.

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Para asegurarse, preguntó la hora. Gracias a Dios eran las dos menos seis minutos cuando vio ante ella el escaparate con la oferta del fondo de inversiones y las copas de cristal. La miró con reservas porque hacía unas dieciséis horas que desconfiaba de todo. Desde que salió a comprar la leche para Tito los hilos invisibles que la ataban a su vida normal se habían roto y estaba empezando a comprender que la manera de hacer las cosas antes ya no servía.

Una punzada agria le atravesó el estómago. La puerta del banco estaba cerrada. El peor de los presentimientos se había cumplido. ¿Es que no podía salirle algo al derecho? Era para volverse loca. Dentro se movían empleados. Pulsó el timbre. Tal como se temía no le hicieron caso, así es que volvió a llamar con un timbrazo largo y sostenido. Rocío le hizo el gesto de que estaba cerrado sin mostrar ningún síntoma de reconocerla. Julia le enseñó la muñeca donde normalmente llevaba un reloj y como si efectivamente lo llevara se dio un golpe con el dedo. En contestación, Rocío formó un dos romano con los dedos índice y corazón. A las dos cerraban. Julia hizo un gesto negativo con la mano indicando que aún no eran las dos y pronunció la palabra director todo lo remarcada y alto que pudo. Rocío se encogió de hombros y se dio media vuelta con su blusa de seda de hacía cinco temporadas.

Sintió un odio ciego hacia aquella mujer. Por ningún cliente ni compañero de trabajo había llegado Julia a sentir un odio semejante. Permaneció parada, sin saber qué hacer, la sucursal no abría por la tarde. Se había quedado apenas sin dinero, sin agua, y sin objetivo y necesitaba pensar en algo. Se sentó en un banco de piedra del paseo, en el más próximo. Apoyó los codos en las piernas y la cara en las manos sin quitarle ojo a la puerta. ¿Y si los esperase a la salida?, en algún momento tendrían que salir de allí y entonces abordaría al director, al que distinguiría por ser el nuevo del grupo. Había sido tan amable con ella por teléfono que seguramente no sabía que no la habían dejado entrar.

A las tres menos cuarto seguían pasando siluetas entre la cristalería del escaparate, entre las lamas de las persianas y las luces que habían encendido. Fue entonces cuando, quizá porque había dejado que trabajara el subconsciente mientras esperaba alelada verlos salir por la puerta, una sospecha se formó en su mente abrasada por el calor de mediodía: en su anterior visita no había hablado por teléfono con el director de la sucursal, sino con el cliente forrado de pasta que había abandonado antes que ella las oficinas. Ahora lo veía claro. El cliente y Rocío están de pie, lo suficiente para que él se haga cargo de la situación y quiera echar una mano a su amiga Rocío y así garantizarse las máximas atenciones de la sucursal. Por eso mira a Julia fríamente, porque está de parte de los otros. Entonces, para aparentemente no complicar más las cosas, dice que volverá luego y le hace a Rocío un gesto de despedida con la mano.

Julia entrecerró los ojos para centrarse más en este recuerdo, buscando detalles que se hubiesen quedado dentro del recuerdo. Y de hecho algo le llamaba ahora la atención, algo a lo que en aquel momento no le dio importancia: en la palma de la mano con la que él decía adiós a Rocío tenía un móvil, de lo que se podía deducir que no se estaba despidiendo, sino mostrándole el móvil, diciéndole: llámame al móvil que me haré pasar por el director de la sucursal y te despejaré el camino. ¿Cómo no se había dado cuenta? La voz del cliente y la del director eran la misma, no había diferencias entre ellas como para asegurar que eran distintas. Pero sobre todo le ponía en la pista el que la actitud de la hija de puta de Rocío hubiese cambiado nada más salir él por la puerta, ¿qué otras complicidades habrían establecido con las miradas y los sobreentendidos y mil matices que ella no había captado?

La sacó de estas consideraciones el ver a un motorista con dos pizzas en las manos llamando al timbre del banco y a Rocío salir precipitadamente a abrirle. Julia se levantó de un salto dispuesta a correr hacia la puerta, pero enseguida comprendió que era inútil. Actuaron tan deprisa que toda la operación de abrir la puerta, coger las pizzas, pagar y volver a cerrar duró medio minuto. Era evidente que el tiempo estaba de parte de ellos. Cerraron más las lamas de las persianas, querrían comerse las pizzas a gusto, sin testigos molestos, con agua fresca o con cerveza helada, con coca-colas y con el aire acondicionado tan fuerte que algunos llevaban jerséis.

Según estaban las cosas no se atrevía a tocar los ocho euros que le quedaban. Debía reservarlos para llamar por teléfono o para echar gasolina. A estas horas en el mercadillo estarían recogiendo los puestos. Sabía que siempre quedaba alguna naranja por el suelo, una sandía con un golpe, pero al levantarse para dirigirse hacia allí, vio algo más. Detrás del mercadillo flotaban en el aire unas grandes letras en que ponía supermarket. Era la primera vez que se fijaba en ellas. Parecía que las hubiesen puesto allí para crearle un nuevo objetivo hacia el que ir. Un buen supermercado era lo que necesitaba. Un supermercado lleno de cosas era lo único que ahora mismo podía animarla a volver a la carga e intentar atravesar un resplandor tan pesado.

Félix

A mediodía Félix ya había bajado un par de veces a la cafetería con Tito en brazos. Le llenó un biberón de zumo de pera y se tomó otro café. Buscaba cualquier excusa para no tener que ver minuto tras minuto el cuerpo durmiente de Julia. La enfermera de la noche anterior la lavó pasándole con rapidez, pero sin brusquedad, la esponja jabonosa por el cuerpo. La secó con suaves toques de toalla y le cambió aquella tela azul abierta por detrás que llamaban camisón. Se notaba que estaba acostumbrada a manejar con destreza todo tipo de cuerpos, luego le preguntó a Félix si tenía un cepillo para peinarla. Seguramente puso gesto de agobio por el tono tranquilizador que adoptó ella.

– Conviene que traiga una bolsa de aseo con sus cosas. Una esponja más natural que esta del hospital, alguna colonia fresca, las cremas que ella use para el cuerpo y el rostro. Dele ligeros masajes con la crema, refrésquele la cara. Háblele, cuéntele cosas. Tenga en cuenta que aunque no esté viva de la misma forma que nosotros continúa estando viva.

Félix la escuchaba desconsolado y, lo peor de todo, completamente bloqueado, sin poder reaccionar a lo que escuchaba. Sabía que debía preguntar algo, aprovechar la situación para pedir más detalles, pero ahora mismo le resultaba imposible pensar. Sólo se le ocurrió una cosa.

– Necesito marcharme unas horas para organizarlo todo.

Esperaba que esta mujer experimentada y fortalecida por las desgracias ajenas, y quién sabe si no también propias, le dijera que no se preocupara por nada y que se marchara tranquilo, pero no se lo dijo. Dejó la palangana en el pequeño cuarto de baño y la brazada de ropa sucia en un carrito que bloqueaba la entrada a la habitación y que era una señal clara de que en ese momento no se podía entrar.

Alguien la llamó por su nombre, Hortensia, y ella respondió en voz alta que no tenía cuatro manos. Luego se quitó las gafas, que quedaron colgando de una cadenilla sobre el pecho y se marchó. Llevaba el pelo muy corto y tenía el aspecto de ponerse por las mañanas bajo el fuerte chorro de la ducha, secarse con una toalla áspera, vestirse y sin más tonterías salir a convivir con las penas del mundo.

– Hortensia -dijo Félix, llamándola por su nombre, que era lo primero que había que retener de un cliente porque su propio nombre era algo que a todo el mundo le gustaba escuchar-, habrá visto de todo en este hospital. Habrá visto casos como el de mi mujer.

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