Romano era muy serio y casi podría asegurarse que no se había reído en toda su vida, tal vez sí internamente, pero no con la cara. Y al comenzar a leer, en un más difícil todavía, su seriedad se reconcentró. Todo venía a confirmar que Félix ahora era un habitante del lado grave de la vida y que así era considerado y así era mirado y en ese tono se dirigían a él.
– Se ha avanzado mucho en el terreno del cerebro y de la mente -dijo el doctor-. Sabemos que es una central eléctrica con millones de conexiones, que aún estamos averiguando cómo funcionan. Imagínese un bosque muy espeso en que las ramas se entrecruzan unas con otras y apenas dejan entrar la luz. Imagínese una selva tan tupida que apenas se puede avanzar por ella, y un firmamento oscuro, insondable y cuajado de pequeñas estrellas.
Precisamente por encontrarse dentro de nosotros, ese universo es aún más difícil de explorar. Y la dificultad para saber qué lo hace trabajar para dotarnos de una vida trascendente es lo que ha creado la ilusión de lo sobrenatural.
Félix lo escuchaba con total atención. Se imaginaba a la perfección la central eléctrica con las torres y los cables y un bosque sombrío donde uno podría toparse con cualquier cosa, una selva enmarañada y el cielo en una noche de verano en que daba vértigo mirarlo fijamente, pero no se acababa de imaginar un cerebro.
– El cuerpo obedece a las señales que envía la central. Todo lo que somos está aquí -se tocó la cabeza-. En la central de Julia se ha producido un cortocircuito y estamos esperando a que el propio cerebro se restaure y encuentre un camino alternativo para seguir funcionando como antes. Hemos de darle tiempo, no es tan simple como conectar un cable con otro. Al fin y al cabo la mente se ha creado y desarrollado para resolver problemas de supervivencia, y ella tiene uno bien grande. Tenga en cuenta que todo lo que entra en juego para que yo pueda parpadear o usted mover una mano es descomunalmente complicado. No todo se siente en el mismo lugar ni toda la memoria se almacena en el mismo sitio del cerebro, por lo que es posible que unas facultades se estén compensando con otras, unos pensamientos con otros, las experiencias nuevas con recuerdos más o menos antiguos.
Félix asintió. Había esperanza en sus palabras, esperanza científica por decirlo de alguna manera, que era la mejor esperanza que se podía tener. Pero le sabía a poco, en el fondo eran muy pocas palabras, muy pocas esperanzas.
– ¿Cree de verdad que es posible que ocurra algo así?
– He visto de todo. No es infrecuente que se produzcan recuperaciones asombrosas que nos sobrepasan y que en épocas pasadas enseguida llamaban milagros, cuando lo que ocurre es que nos cuesta comprender nuestra propia capacidad, no sé si me entiende.
El doctor Romano le inspiraba confianza, quizá por su aspecto de no haber tomado mucho el aire, ni el sol, ni haber montado en bicicleta ni haber nadado. Prefería creer en alguien así, en consonancia con sus enfermos, que en un doctor en consonancia con yates deportivos o con fiestas de chaquetas de lino y camisas desabrochadas y que se distrajera pensando en las alegrías que le esperaban al salir del hospital. Se diría que la naturaleza había compensado al doctor dándole a la voz toda la fuerza e importancia que no tenía el cuerpo. Era grave y profunda, grande en una palabra. Cualquier cosa dicha con esa voz se escuchaba con atención.
– La tendremos aquí ocho días más, después habrá que pensar en trasladarla a algún centro especializado.
– ¿Qué quiere decir?
– No quiero engañarle -continuó Romano juntando sobre el expediente abierto sus blancas y pequeñas manos-. No hay nada seguro. Pero existe una clínica en Tucson pionera en este tipo de sueños profundos que se salen de los parámetros clásicos del coma. Su terapia no consiste en medicarle más ni en practicarle ninguna intervención quirúrgica, si es que está pensando en eso. Se trataría de aprovechar la propia ensoñación en que probablemente está sumida para inducirla a despertar. Tal vez no se avance, pero tampoco se perdería nada. Por supuesto formaría parte de un ensayo experimental en que no se rechazaría ningún camino por inusual que sea.
– ¿A qué se refiere?
– Se trata de aprovechar la experiencia de la paciente para crearle pasillos por los que volver a la realidad. Se trata de abrirle puertas. En definitiva, de ayudarla desde la conciencia que le queda. Empujarla un poco hasta aquí, ¿comprende? Desde luego, este tratamiento no es incompatible con el protocolo normal que se aplica en estos casos. Ya le digo, no hay nada que perder y tal vez algo que ganar.
Cuando Félix salió del despacho, la voz de Romano le vibraba en los oídos. La nueva vida que se le había impuesto a Félix en estos tres largos y difíciles días iba creando sus propias leyes, su propio ritmo y espacio con habitantes salidos de rincones que él no sabía que existían, como antes de esto tampoco ellos sabían que existían Julia y él.
Félix se marchó directamente al parking. El hecho de visitar al doctor también era una manera de poder salir de la habitación y dejar atrás a Julia con menos remordimientos. Las noches en el hospital poseían otras dimensiones, más profundidad, más largura, más tiempo y no era fácil adaptarse a ellas y descansar medianamente bien. Por su parte, Tito necesitaba aire puro, un buen baño que le arrancase los gérmenes venenosos de aquel ambiente y sol. Ya eran las diez de la mañana y quería estar de regreso al mediodía, que era cuando empezaría a intranquilizarse por Julia.
Julia
Tenía bastante calor y las mejillas ardiendo cuando alguien tocó en la ventanilla y la despertó. Al principio abrió los ojos desconcertada, no comprendía dónde estaba, ni quién era aquel hombre que la miraba tras el cristal. Sobre una mata de pelo canoso sobresalía un mechón amarillo y tenía la piel cobriza y brillante.
Julia retiró la manta recordando por qué había dormido en el coche. Nada había cambiado. No se había producido el milagro de despertar junto a Félix en la cama del apartamento. También reconoció al hombre que tenía enfrente. Era el viejo atlético que el día anterior había visto en la urbanización Las Dunas. No quería asustarla, sólo saber si le ocurría algo, si no tenía dónde dormir. No le pidió disculpas por preguntarle detalles tan personales, pensaría que la edad y una cierta preocupación sincera eran suficientes para meterse en su vida.
Julia se medio puso los pantalones y la blusa y salió del coche.
– No he tenido más remedio que dormir aquí.
– Eres muy joven -dijo él-. Aún no desconfías lo suficiente.
El extranjero llevaba una descomunal camisa sobre el bañador y mocasines grandes náuticos, lo más semejantes a dos fuera borda.
– Iba a desayunar, ¿quieres acompañarme?
Julia se terminó de subir la cremallera y cerró con la llave el coche. Se dirigían a El Yate en el que ya era el último frescor de la mañana y en cuanto llegaran pensaba pedirle el móvil.
Estaba el camarero del día anterior, pero desde entonces habrían pasado tantas caras por su vida que no se acordaba de ella. Sin embargo, a él lo llamó por su nombre, Tom.
– Tom Sherwood -le dijo a Julia tendiéndole la mano.
– Julia -dijo ella.
Por lo visto era inglés y no usaba móvil. Pidió, sin consultarle a ella, dos desayunos completos y hablaron sobre banalidades como la limpieza de la playa y de un pulpo que él había pescado la tarde anterior. A Julia le dio pena no poder con todo sabiendo que más tarde tendría hambre. Hacía un sol muy brillante. El día empezaba a ser muy caluroso y el mar estaba apabullantemente azul. La lentitud y serenidad con que Tom se desperezó frente a él le recordó a Julia que llevaba demasiado rato aquí haciendo vida de turista. Así que le explicó que se encontraba en un apuro, en una situación trágica para ser precisa, que no tenía dinero y que necesitaba llamar por teléfono.
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