Gustavo Garzo - La Carta Cerrada

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Érase una vez una joven alegre, con ganas de vida y de amor. Trabajaba en una joyería de una ciudad de provincias, y no pudo resistirse a los encantos de un apuesto policía que la encandiló con sus locuras. Los dos acabaron casándose y viviendo en un pequeño apartamento de Valladolid que Daniel, el hijo menor de la pareja, recuerda ahora con nostalgia. Vuelven a su mente los instantes mágicos en compañía de la madre, su voz y sus pasos ligeros alrededor de las camas de los dos niños de noche, protegiéndolos de los males que la vida acarrea consigo.
Todo cambia el día en que uno de los hijos muere. Desde entonces, una locura callada se infiltra en la mente de Ana. El marido, un hombre agresivo y poco dado a expresar sus sentimientos, sigue viviendo de su trabajo y desahogando su amargura con otra mujer. Daniel, testigo atento de tanto dolor callado, crece hasta convertirse en un adulto más acostumbrado al recuerdo que a la acción.
En ese mundo donde los sentimientos se guardan en sobres cerrados, de repente surge la posibilidad de una vía de escape: un viaje de la familia a Madrid, que Ana piensa aprovechar para rebelarse contra el destino que le ha tocado en suerte. El testimonio de este gesto está en una carta destinada al hijo, unas palabras que sería mejor no leer y que finalmente quedarán en la mente de Daniel como un símbolo del pacto que nos une a la vida: nadie vive como debe ni como quiere, sino como puede…El resto está a cargo de nuestra imaginación.

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Fue como si él adivinara mis pensamientos. En la cama todas sois iguales, murmuró. No me molestó que lo dijera. Estaba sobre mí y apenas podía moverme, pero era yo la que lo estaba salvando. Como si hubiera visto un caballo caerse al río y me hubiera arrojado al agua y le estuviera ayudando a salir tirándole de las patas. ¿Te gusta que te folle?, me preguntó. Le dije que sí, que me gustaba mucho, y experimenté el mismo placer que los niños cuando pronuncian en voz baja las palabras que les prohíben los mayores. ¿Era eso lo que les decía a las mujeres con las que estaba? Deseaba que me dijera las mismas cosas, que me tratara como si fuera una de ellas. Parecemos dos locos, pensé. Al rato su respiración se hizo más lenta y profunda, y supe que se había dormido. Tuve que hacer un gran esfuerzo para zafarme de él, pues me tenía apresada entre sus brazos. Yo era como un pájaro que hubiera caído en una trampa, que no pudiera volar. Pero ¿para qué quería hacerlo si no sabía adónde ir? Me estás ahogando, protesté llena de felicidad. Su cabeza, negra como el carbón, descansaba sobre la almohada. ¿Cómo serían sus sueños? Me pareció que los sueños de los hombres no eran como los nuestros. Los suyos tenían que ver con lo que querían y eran, los nuestros con lo que habíamos perdido.

Sentí en la calle el ruido de un coche. Debió de detenerse cerca, porque la luz de los faros iluminó la ventana. Un rectángulo amarillo se dibujó en la pared. Era una luz especial, una luz con olor, gusto y tacto. Pero el coche reanudó su marcha dejando en el aire un negro parpadeo de ramas azotadas por el viento. Fue nuestra última noche de amor. Volvimos a estar juntos, y aún conocimos épocas de tranquilidad, especialmente durante las vacaciones. Eran veranos tranquilos, pero ya no había amor entre nosotros. Y yo me volqué en ti. Ya no eras un niño pequeño. Tendrías unos diez años y eras casi tan alto como yo. Hasta me daba apuro colarme en tu cama, aunque todas las noches me lo pidieras. Te iba a buscar al colegio, hacía los deberes contigo, íbamos a merendar a las cafeterías, y siempre que podíamos íbamos al cine. A los dos nos encantaba. Cuando las películas eran de mayores y no te dejaban entrar, a la vuelta me pedías que te las contara. Me gustaba ver tus ojos de asombro mientras lo hacía, y la atención que ponías al escucharme. Cuando íbamos solos tu padre y yo nos dábamos la mano o comprábamos chocolatinas, como hacen los novios. Me encantaba estar así, sentirle a mi lado en la butaca, consciente de su calor y su fuerza. Una vez se volvió hacia mí cuando apagaron las luces y con una mirada triste me dijo: se está bien aquí, ¿verdad? Lo dijo como lamentándose de que fuera existiera la calle y todas nuestras obligaciones y problemas, deseando que aquella sala en penumbra fuera lo único real. Fíjate, todavía me acuerdo de la película que estábamos viendo: Carta de una desconocida . Trata de un hombre que recibe una carta de una mujer de la que no se acuerda. Sin embargo la mujer le habla en ella del amor que sintió por él en su juventud, un amor que ha durado toda su vida. Le recuerda su breve pero intenso romance, y le habla del niño que nació, y de todas las dificultades que tuvo que vencer para criarlo sola. Y de una vez en que volvieron a verse y él no la reconoció, y de cuando murió su hijo, que era el único vínculo que todavía la ataba al pasado, y de cómo dejó de tener fuerzas para seguir viviendo. Sólo por carta ella es capaz de contarle la verdad. Y hay un instante en que le recuerda el día en que se conocieron. Ella era apenas una niña de trece años, y una mañana le vio bajar de un coche y, al pasar a su lado, el hombre le sonrió lleno de ternura. Luego sabría que aquella sonrisa de seductor nato era la forma que tenía de reaccionar ante cualquier mujer que se hallara junto a él, y que no significaba otra cosa que la tierna inclinación que sentía hacia todas las mujeres del mundo, pero ella creyó que le estaba destinada y se enamoró para siempre de él, «porque estaba sumergida en fuego». Recuerdo que, al escuchar aquella frase, me volví hacia tu padre, convencida de que iba a encontrar en su rostro la misma emoción que yo sentía, pero estaba roncando. Ya lo ves, yo estaba llorando como una Magdalena y él dormía plácidamente. Era así muchas veces, me llevaba al cine por complacerme pero se quedaba dormido en cuanto apagaban la luz. Salí trastornada del cine, y cuando tu padre me preguntó cómo terminaba la película, yo no se lo quise decir. No haberte dormido, le contesté un poco molesta.

Fuimos a un bar de la plaza Mayor donde daban una leche merengada que me gustaba mucho. Allí había además un camarero muy simpático, que me tiraba los tejos siempre que iba. Era italiano y se llamaba Francesco. Las mujeres le gustábamos a rabiar y siempre nos piropeaba. Ni con las monjas podía contenerse, y era raro que no terminaran riéndose. Me gustaba la ternura con que nos miraba. Tu padre se fue al baño y él se acercó a la mesa para preguntarme qué iba a tomar. Deberíamos fugarnos juntos, me dijo. Me reí de buena gana. Le pregunté adónde me llevaría, y no lo dudó: Al lago de Como. Francesco hablaba a menudo de aquel lago, de los pueblecitos que había en sus orillas, de las hermosas villas cuyos jardines lindaban con sus aguas tan claras. Había nacido muy cerca, y, según él, era el lugar más hermoso del mundo. Un lugar que sólo estaría completo cuando yo fuera a visitarlo. Sus ojos grises brillaban al hablar, y tenía las manos grandes y morenas. Está bien, me has convencido, le dije riéndome. Ahora tienes que convencer a mi marido. Era muy amigo de tu padre y, cuando regresó, Francesco le dijo riéndose: comisario, tu mujer y yo nos vamos a escapar juntos, espero que no mandes a tus agentes a detenernos.

Tu padre se sentó a mi lado. Noté que estaba preocupado por algo. ¿Qué te pasa?, le pregunté. Miraba el reloj cada poco, pendiente de cuándo me iba a terminar la leche merengada, para irnos. Había estado todo el rato con el rostro apoyado en la mano, que le había dejado una marca roja en la mejilla. Algo extraño empezó a nacer en mí, una súbita rebeldía, el deseo de sacarle de sus casillas. A él, el hombre impasible. Apenas mojaba la cucharilla en la leche merengada, con lo que no parecía terminar nunca. Hasta que tu padre no pudo resistir más y se fue furioso a pagar.

Francesco acudió a atenderle. Estuvieron hablando un rato y se echaron a reír. Parecían hombres sin culpa, como esos cazadores que después de matar se reúnen a reír y beber. Me acordé de la película que acabábamos de ver y del dolor de esa mujer, y me pareció que yo era como ella. Que también me había enamorado siendo una niña, y me había quedado embarazada a una edad en que aún creía que el amor era una prolongación de los juegos de la infancia. Todo eso que vivimos, ¿dónde está?, me pregunté. Tu padre avanzó hasta la puerta y se detuvo un momento antes de salir. Le pedí con el pensamiento que se volviera. Por favor, no me dejes así, pensé. Pero siguió su marcha y le vi perderse en la calle desde las ventanas. Un grupo de niñas se detuvo ante el café y empezaron a reírse y a hacer burla a los que estábamos dentro. Irradiaban felicidad, pero no las envidiaba porque estaba tan absorta en tu padre que amaba hasta el dolor que me hacía sentir.

Francesco vino otra vez a hacerme compañía. Sabía que veníamos del cine, y me preguntó qué película habíamos visto. Se lo dije, y añadí: es la historia de mi vida. Nos quedamos mirándonos el uno al otro, pero le llamaron desde otra mesa y yo aproveché para irme. Al llegar a la puerta me volví hacia él y me despedí levantando la mano.

La tarde era cálida y el sol hacía brillar las losas de la calle. Me sentía un poco embriagada, como si hubiera estado bebiendo vino. Paseaba sin una dirección fija, y me crucé con una procesión. Llevaban en andas a una Virgen diminuta. Su cabeza asomaba entre las flores como la cabecita de un pájaro con una corona de oro. No sé qué hago aquí, pareció decirme cuando la miré. La gente iba cantando. Eran casi todas mujeres. Olían a incienso y parecían moverse sin rumbo. Una de ellas se quedó mirándome. Su cabello, rubio ceniza, caía suavemente sobre la frente tostada. Llevaba unas sandalias blancas, como las que llevan los niños. Me entraron ganas de seguirla, de colarme en la procesión e irme con ella. Me acordé de aquello que decía Marga de un mercado donde pudieras ir a venderte. ¡Estaba tan loca! Decía que en todas las ciudades debería haber un mercado donde todos los que quisieran pudieran ir a vender su libertad, porque ¿de qué les había servido si por su causa habían sido tan desgraciados? Me pareció que aquellas mujeres buscaban ese mercado. Nunca sabías por qué amabas a alguien, ni qué tenías que hacer cuando esto sucedía. El amor era uno de esos pájaros que se equivocan y se meten en las casas. Maravilla verlos revolotear de un lado a otro, saltar de las mesas y las camas a lo alto de los armarios, y que prefieran quedarse allí, a pesar de que la ventana siga abierta. Y yo me acordaba del tiempo en que ese pájaro había estado con nosotros, de cómo bajaba a comer las migas de la mesa, o se acurrucaba en la almohada cuando dormíamos, o descansaba en el tendal de la ropa. Me acordaba de cómo piaba y de sus saltos nerviosos por la terraza en busca de hormigas.

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