Su casa se la legó a mi padre. Era lógico, porque se había criado con ella. Esa herencia cambió nuestra vida, pues a partir de entonces empezamos a pasar los veranos en el pueblo. Íbamos en junio, cuando terminaba el colegio, y no regresábamos a Valladolid hasta las ferias, que eran a finales de septiembre. A mi madre no le gustaba el pueblo, ni aquella casa lúgubre e incómoda. Estaba llena de santos y de oscuras cortinas que llegaban hasta el suelo. Los muebles eran pesados y negros, como catafalcos. Mi hermano y yo, sin embargo, nos lo pasábamos en grande porque siempre encontrábamos cuartos y armarios que explorar. Un día, mirando por el piso de arriba, nos dimos cuenta de que se movía un tabla del suelo y al levantarla vimos que era una mirilla. Daba a la cocina, y la tía debía de agazaparse allí para espiar a la servidumbre. La casa estaba llena de objetos religiosos. En sus paredes colgaba el santoral completo, y en sus cómodas y armarios podías hallar remedios para todos los males: agua del Jordán, escapularios, reliquias y rosarios bendecidos por el Papa; rosas de Jericó y aceite del Monte de los Olivos. La tía tenía una religiosidad enfermiza y siempre estaba haciendo penitencias. Se contaban muchas cosas de ella. Una vez uno del pueblo, que se había quedado en el establo pues una vaca estaba a punto de parir, se despertó sobresaltado porque la tía le estaba palpando la cara. Se llevó un susto terrible y desde entonces no quiso volver por allí. La tía dormía muy poco y se pasaba las noches deambulando por las habitaciones. A veces iba al portalón, se tumbaba en el suelo y se rodeaba de cirios y sarmientos, como si la estuvieran velando.
Mi padre decía que en aquella casa se había sacado el agua del pozo con calderos de plata, pero mi madre estaba harta y le contestaba que más les valdría haberse gastado un poco de dinero en poner agua corriente y en tener un servicio como Dios manda. Y es verdad que vivir allí no era fácil, al menos para los que estábamos acostumbrados a las comodidades de la capital. Había que sacar el agua con un caldero, y cuando querías hacer tus necesidades tenías que ir al corral. Los animales para la labranza estaban en los establos, junto a la casa, y atraían a bandadas de moscas. Mi madre las odiaba. Mantenía la casa en un estado de permanente penumbra y luchaba con nosotros para que dejáramos cerradas puertas y ventanas. Era una lucha feroz, continua y destinada al fracaso. Recuerdo unas tiras de papel que desprendían un humo venenoso, el pulverizador del DDT, y aquellas cintas pegajosas que se colgaban del techo y en las que las moscas se quedaban pegadas. Podían ser tantas que llegábamos a expulsarlas con toallas y trapos que sacudíamos ante las puertas, por las que salían como nubes de ceniza. Una vez, desesperada, mi madre se echó a llorar. Mi padre estaba fuera, con sus amigos, y ella, vencida, dejó caer su toalla al suelo y se puso a llorar mientras las moscas zumbaban persistentes a su alrededor como traídas y llevadas por los mismos huracanes de desasosiego que agitaban su ánimo.
No, no tuvo que serle fácil adaptarse a aquel lugar que en verano era casi peor que un desierto. Rastrojos quemados, barbechos polvorientos, tierras baldías que no conocían el arado, se extendían a nuestro alrededor. Ella siempre decía que mi padre la había llevado engañada. Fueron a ver la casa de la tía para buscar a alguien que la quisiera comprar, y terminamos quedándonos allí. En parte, por consejo médico, pues mi padre había estado enfermo y el clima seco de esos parajes convenía a sus pulmones heridos.
La tía Gregoria había vivido sin problemas con esas incomodidades. Eran otros tiempos, y además ella despreciaba este mundo y se pasaba la vida haciendo penitencias. Unas veces deambulaba noches enteras por la calle sin destino cierto, otras se pasaba días y semanas sin hablar con nadie. Se comunicaba con gestos y cuando no la entendían se ponía frenética y era capaz de tirar platos y vasos a la cabeza de cualquiera. Sólo comía una vez al día, casi siempre cocido. Los pobres se acumulaban en el portalón de su casa, porque les daba de comer. Era muy caritativa, pero no amaba nada. No amaba a los pobres que llegaban a su casa a pedir, ni a los niños que recogía en sus escuelas, ni a los animales que vivían en sus establos. No amaba las cosas que tenía en su casa, ni los árboles de los caminos, ni el agua del canal o del río. No amaba a las palomas que arrullaban en el patio, ni a las cigüeñas que construían sus nidos en las torres de las iglesias. Pensaba que nada de eso valía la pena, que uno podía usar las cosas pero no amarlas, porque sólo Dios era digno de amor; que para amar de verdad a Dios tenías que despreciar todo lo demás.
El tío Francisco, su marido, había sido todo lo contrario. El suyo no fue un matrimonio por amor, en aquel tiempo casi ninguno lo era. Se casó con ella en segundas nupcias. Eran primos carnales. Se había casado con su hermana, y al morir ésta lo hizo con la tía. Era una costumbre de entonces para que no se repartieran las tierras. Vivían en la misma casa, pero cada uno tenía sus propias manías y sus propios horarios. Ni siquiera comían juntos y, por supuesto, dormían en cuartos separados. La tía se dedicaba a sus penitencias y sus obras de caridad, y el tío Francisco, a su vida de señorito. Tenía un negocio de compraventa de trigo, y apenas paraba en casa. Era muy simpático y le gustaban mucho las mujeres. En el pueblo se decía que tenía una hija natural, de la que nunca se ocupó y que no llegó a reconocer.
Lograron convivir apaciblemente, ignorándose, hasta que pasó lo del caballo. El tío lo quería con locura, pero un día enfermó. Nadie sabía de qué y aunque trajo un veterinario de Valladolid, no pudo hacer nada para salvarlo. El caballo lo devolvía todo y de pronto se derrumbaba presa de violentos temblores. Y una noche, el tío ya no lo soportó y fue a por su escopeta para poner fin a tanto sufrimiento. Pero se puso tan nervioso que no acertó a la primera y tuvo que hacer seis disparos para matarlo. Fue una verdadera carnicería. No parecía posible que un animal pudiera guardar tanta sangre dentro de sí, que hasta llegó a correr por el patio como un arroyo. Entonces empezaron a decir que era la tía quien había envenenado al caballo, que lo había hecho para vengarse de las constantes infidelidades de su marido y que una de sus sirvientas había encontrado en su cuarto un paquete con veneno para las ratas. Fuera cierto o no, el tío lo creyó así, y desde ese momento hasta su muerte dejó de hablarle. Es más, cuando se encontraban por la casa hacía como que no la veía.
Corría el año 1933 cuando el tío enfermó gravemente de tifus, y entonces la tía se desvivió por atenderle. Todos se sorprendieron de aquel cambio de actitud. No temía el contagio y se pasaba las horas junto a la cabecera de su cama, refrescándole la frente con compresas húmedas. El tío murió en el mes de agosto, un día de tanto calor que los cirios se derretían como si fueran manteca. Y entonces ella se trastornó. No permitió que le pusieran en el suelo para velarle, y después de vestirle de nazareno, mandó salir a todos y se acostó con él en la cama. Lo que no había hecho en vida lo hacía ahora que se había muerto. Estuvo dos días enteros así, negándose a que le metieran en el ataúd. Tuvo que ir un sacerdote para convencerla. La casa ya olía mal, pues a causa del calor el cuerpo se estaba descomponiendo, y tuvieron que enterrarle a toda prisa. La tía empezó a ir diariamente al cementerio, casi siempre de noche. Tenía llaves de la puerta y se pasaba horas allí encerrada. Se tumbaba sobre la lápida de su marido, como si quisiera entregarle en la muerte lo que le había negado al vivir. A veces, los que pasaban cerca la oían gimotear y hablar. En el pueblo decían que vivía atormentada por haber envenenado a aquel caballo y que iba al cementerio para pedir perdón a su esposo. Mi padre lo negaba. Decía que aquello era un cuento, y que sobre la tía Gregoria habían corrido muchos infundios, porque la gente, cuando no entiende a alguien, da en inventarse todo tipo de infundios para difamarle, y la tía no había sido una excepción. Según mi padre, era una buena mujer, y ahí estaban todas sus obras de caridad y sus atenciones con los más necesitados, para demostrarlo. Lo que sucedía es que no había sido feliz, y con el paso del tiempo se le había amargado el carácter. Pero con mi padre se había portado bien. No era cariñosa y no recordaba que le hubiera dado nunca un beso, pero eso no quería decir que no le hubiese querido. Es más, mi padre pensaba que lo había hecho con una intensidad extraña, desviada, como todo lo que venía de ella. Por ejemplo, todas las noches, y cuando ya estaba dormido, iba a verle a su cuarto. Lo sabía porque más de una vez se había despertado, y la había visto allí, sentada en una silla, mirándole en silencio, como si se estuviera preguntando quién era y qué hacía allí.
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