Por no sé qué razón indefinible, pues tal vez no haya razón alguna para tal cosa, me gusta mucho El Cairo. Cada cual cultiva, en fin, sus perversiones, y no merece la pena analizarlas, porque el análisis de cualquier tipo de perversión es algo así como meter la mano en el fuego y preguntarse por qué quema.
En el aeropuerto de El Cairo me esperaba Abdalah.
Este Abdalah estuvo durante muchos años al servicio de mi padre, cuando mi padre viajaba con frecuencia a Egipto, sobre todo en la época en que aún era aquello un inmenso mercado fuera de toda ley, excepción hecha de la de la oferta y la demanda, que es una ley inmutable. (Guardias nocturnos de museos que te conducían al almacén de las piezas pendientes de catalogación, vigilantes de excavaciones que, a cambio de unos billetes, franqueaban el paso a extranjeros aprovisionados con bolsas de herramientas; arqueólogos clandestinos, profanadores de tumbas, restauradores oficiales que, en vez de restaurar, falsificaban las piezas y vendían las auténticas a través de la red del apodado Jofu Pe-Guti, faraoncillo del hampa…)
No sé si el coche de Abdalah es más viejo que Abdalah. Sea como sea, tanto Abdalah como su coche podrían ser exhibidos en cualquier museo, al lado de la estatuaria faraónica, sin que nadie lo considerase un anacronismo escandaloso.
A pesar de su mucha edad, Abdalah es gritón y camorrista, quizá -quién sabe- porque es partidario de la armonía cósmica, de modo que el caos global de nuestro mundo, y el de El Cairo en concreto, le enrabia y desconsuela, pues no se me ocurre ningún otro motivo que justifique tanta irritación indefinida, y digo yo que por eso anda siempre de mal humor, maldiciendo a sus congéneres y pidiéndole al dios que los creó que los fulmine.
Entré en el coche de Abdalah, con sus asientos forrados de piel de carnero, y, nada más soltar mis maletas en el hotel, salí a toda prisa para el Café Riche, donde me había citado con Sam.
El tráfico estaba espeso, como allí suele estarlo a muchas horas, y nunca dejará de admirarme la afición que los conductores cairotas le tienen al claxon, que más parece para ellos una prótesis que un ingenio, una especie de garganta alternativa, pues no paran de hacerlo sonar, razón por la que la ciudad entera se da el aire de una sala de ensayo tomada por cientos de miles de trompetistas dementes: una grandiosa sinfonía urbana y deconstruida que resume el espíritu bullicioso y desordenado de aquel rincón del mundo.
Cuando llegué al Café Riche, no estaba allí Sam. Me senté, pedí un agua muy fría, porque el calor asesinaba, y, al rato, se me acercó un camarero, me preguntó si yo era quien soy y me dijo que tenía una llamada telefónica.
«¿Jacob? Escucha, compadre, no te muevas de ahí. Dentro de media hora a más tardar podré darte un gran abrazo de empatía.» De modo que allí estuve durante más de una hora, ansioso por saber en qué podía consistir aquel tipo de abrazo.
A pesar de esos malos indicios, y en contra de lo que ustedes pudieran suponer, Sam Benítez juega siempre en serio. Quiero decir que, en esta profesión nuestra, tan difícil y delicada, tiene él su prestigio bien ganado, porque no es uno de los tantos administradores de humo que se meten en esto con la codicia ciega y urgente de los buscadores de tesoros fáciles y que acaban en la cárcel, en la tumba o huidos del mundo, o al menos con un par de dientes rotos. No. Y por eso estaba yo en El Cairo: Sam será lo que sea, un botarate mareado por los misticismos agrestes de los chamanes, un iluminado que se empeña en ver a Dios a través de un prisma, de acuerdo; pero en las cosas de trabajo siempre ha sido de fiar: si Sam Benítez te dice que un sargento de la policía de Varsovia tiene a la venta una oreja de la madre de Poncio Pilatos -por poner un ejemplo improbable-, no te lo tomes a broma, y da por hecho que se trata de un negocio serio -al menos en la medida en que puede ser serio un negocio relacionado con una oreja de la madre de Poncio Pilatos, claro está, pero eso es ya otro asunto.
«Sam es como un gato. Te arañará si juegas con él, pero si quieres cazar un ratón, tienes que contar con el gato, porque los gatos están para eso: para cazar ratones, no para jugar contigo», solía decir mi padre, que transmitió al mexicano sus conocimientos empíricos y genéricos de la profesión, aunque luego Sam se encargó de ajustarlos a su carácter, no siempre idóneo para determinadas cosas.
Al fin llegó Sam Benítez y me dio su prometido abrazo de empatía, no muy diferente de cualquier otro tipo de abrazo humano o animal. «Perdona, compadre, ya sabes…» Sam sudaba como tres o cuatro personas a la vez. «Mira esto», y me puso delante una carpeta. La abrí: una docena de dibujos que tenían toda la pinta de ser de William Blake, con sus figuras acartonadas, como de gimnasio celestial, y su escenografía delirante. «¿Son auténticos?», le pregunté. Sam me retó a que lo adivinara. Pero las valoraciones oculares no pasan de ser un juego de azar: si algo te parece bueno a primera vista, es muy probable que te equivoques, aunque si algo te resulta falso nada más verlo, es casi seguro que aciertas… aunque también puedes equivocarte, ya que ni siquiera los grandes artistas están siempre a la altura de sí mismos, del mismo modo que muchos falsificadores acaban estando por encima del artista falsificado.
Aquellos dibujos, así al pronto, me parecieron auténticos. «Parecen auténticos, Sam, pero algo me dice que son falsos.» Sam se rió. «Has acertado por partida doble, cuate. Son más falsos que mi muela superior izquierda. Pero el caso es que parecen tan auténticos como mi muela superior derecha.»
Según me contó, había conocido a un tipo, hijo de unos orfebres de Alejandría, que era un falsificador excelente, aunque maniático, ya que sólo se dedicaba a temas religiosos católicos, por no ofender a Alá con su impostura. «Tiene carpetas llenas de cosas chingonsísimas, güey, y estamos en tratos.» Yo sabía de sobra que Sam no me había hecho ir a El Cairo por nada relacionado con aquella menudencia y que el asunto del falsificador alejandrino era sólo esa tinta de calamar que sueltan todos los embaucadores antes de mostrar, en todo su esplendor, una ballena hinchable, por decirlo de algún modo. «Es un chingón muy práctico, porque no ha caído en la tentación de tocar a los grandiosos. Y podría, porque además sabe envejecer los soportes, los grafitos y los pigmentos, güey, y a veces incluso trabaja con materiales de época. Es un gallo muy listo y se ciñe a los mediocres. Pendejitos como Blake o Max Beckmann. Pura viruta.» Y sudaba como si fluyese dentro de él un afluente del Nilo. «Incluso vendiéndolos como falsos dejarían la chinga de lana.» Y en aquellos preliminares ociosos empleamos un buen rato, hasta que Sam Benítez -nada por aquí, nada por allá- se decidió a sacar de una vez de su chistera el mensaje sorpresa, como enseguida habrá de verse.
«Mira, cuate, lo que tengo que proponerte es un asunto muy cabrón pero bien pinche rentable.» Le dije lo que suele decirse en esos casos: que, antes de precisarme en qué consistía, así como su grado de dificultad, me diese una cifra. Y me la dio. Y era una cifra importante. «Me parece bien. ¿De qué se trata?» Sam me puso delante una fotografía. «De esto.»
Se trataba, en fin, de robar de la catedral de Colonia el contenido de ese relicario que la superstición católica da por hecho que custodia los restos de los tres Reyes Magos. «¿El relicario también?» Pero por fortuna no: sólo las reliquias, circunstancia que, dentro de lo que cabe, aliviaba la operación, pues calculé que aquel complicado delirio de oro y pedrería debía de pesar más que media docena de cadáveres de reyes.
«Me han encargado el trabajo, cuate, pero ahorita no puedo y pensé en ti.» A pesar del aliciente de la cifra, mi ánimo se achicó de repente, porque se me vino encima mi edad, con todo su fardo de irresolución y de pereza. «Tía Corina y yo no estamos ya para eso. Además, no lo veo claro. Es como si me pides que ponga derecha la torre de Pisa.» Pero Sam estaba optimista con respecto al optimismo: «No te creas. El sistema de seguridad es sólido, güey, pero sólo a niveles eclesiásticos, ¿me entiendes? No es más difícil que atracar una joyería de barriada», lo que entraba en contradicción con la dificultad que me había anunciado apenas un minuto antes, pero achacarle a Sam sus contradicciones viene a ser como afearle a un cangrejo sus andares. Me explicó que la plancha frontal del relicario, de forma trapezoidal, se abría de un modo muy simple: bastaba con girar la corona de la estatuilla del rey que preside el lateral inferior derecho, según me señaló en la foto. «Se abre, se meten las reliquias en una bolsa y se sale de allí tranquilamente, admirando las vidrieras y los demás esplendores, que son la santísima rehostia.» Le pregunté qué nivel exacto de protección tenía el relicario. Se quedó meditando. Meditando un embuste, como es lógico, porque ese es el gran defecto de Sam: moverse por la realidad como quien se mueve por un cuento de hadas en el papel de duende travieso que vive bajo una seta alucinógena. «Escaso, güey.» No pude evitar hacerle una pregunta cuya respuesta yo intuía de sobra: «¿Has estado alguna vez allí?». Me miró sorprendido. «¿Y eso qué más da, pinche güey? ¿Has estado tú alguna vez en Sri Jayewardenepura?»
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