Como complemento, estudiaba cinco idiomas a la vez, con el único apoyo de unos libros y discos que le proporcionaba mi padre, y de ese modo iba desentrañando los juguetes musicales del francés, del inglés, del italiano, del ruso y del griego, a los que con el tiempo añadió los del alemán y los del árabe clásico, así como los del viejo anglosajón y los del rígido latín, para disfrutar con ellos de lecturas desusadas.
«En aquella época aprendí tantas cosas, que muchas de ellas no tardé en olvidarlas, pero aprendí algo inolvidable: que todo cuanto se aprende no se olvida jamás, aunque lo olvides», según las paradojas que tanto le gustan.
Y me subo a la máquina del tiempo: «Escucha, niño: mañana tienes que aprenderte la tabla de multiplicar del siete al diez. Ya lo dijo aquel ilustre cotilla que fue Platón: aprender es recordar, porque las almas, ¿sabes?, provienen de algún sitio misterioso en el que todo está ya sabido, de modo que, cuando un alma se encarna en un humano, se degrada y pierde su sabiduría, y hay que avivarle entonces la memoria para que vuelva en sí. Una vez avivado ese engranaje, podemos sentir en nuestro interior el ruido sangriento de las batallas entre los griegos y los persas, el choque del metal soberbio contra el metal tembloroso, la hoja ruda y afilada que traspasa la carne y astilla el hueso; podemos oír dentro de nosotros el bullicio de un mercado de Antioquía en la primera mañana del primer año del siglo I antes de Cristo, podemos incluso sentir lo que sintió la voluble Helena de Troya cuando rompió el cascarón del huevo, porque ella nació de un huevo que puso la hermosa Leda, esposa del rey Tíndaro de Esparta, y ese huevo estaba inseminado por el mismísimo Zeus, que se había disfrazado de cisne para darle muchos besos cuando paseaba ella por la ribera de un río». Y con este tipo de discursos me hipnotizaba tía Corina cuando era yo niño, según apunté al principio de esta historia que no ha hecho más que tomar arranque y que habrá de ser pródiga en sucesos que no creo que merezcan el recuerdo perpetuo de la humanidad, por ser intrascendentes tales sucesos en el conjunto de las derivas del mundo, pero que tal vez alcancen a aportar algunos datos curiosos y tal vez amenos a quien algún día la lea, si llegara ese día.
No sé si porque el español es, al fin y al cabo, su segunda lengua o bien por su comercio continuo con los libros y con las gramáticas de aquí y de allá, tía Corina es dueña de un conversar dulcemente artificioso, antípoda del coloquialismo, y, cuando la escuchas, tienes la impresión de que no estás ante una persona que habla, sino ante alguien que lee en voz alta el fragmento de una obra escrita, con sus giros severos y sus tropos postizos, como si esculpiese en el aire la columna salomónica de la sintaxis. Por eso me gusta mucho escucharla hablar de lo que sea, en buena parte porque su modulación libresca viene a ser la música de fondo de mi infancia. («¿Sabes qué es un unicornio? ¿Sabes en qué bosque alquímico trota ese mito que es un caballo dócil y es un cuerno arrogante y es a la vez el símbolo del espíritu y el del azufre? Pues si no lo sabes, mejor que cierres los ojos y te duermas, porque el sueño te revelará su figura y su alma.»)
Mi padre, que tenía ocurrencias discutibles, me matriculó en un colegio de curas, en régimen de medio pensionista, no porque le interesara mi espiritualidad, por ser él poco amigo de la trascendencia, sino porque le venía bien que me tuvieran allí de nueve de la mañana a cinco de la tarde, al estar yo en esa edad en que una persona es un trasto -si me permiten ustedes la expresión-, a pesar de que él apenas paraba en casa por aquel entonces.
Tía Corina, a la que enfadaba aquello, ponía mucho tesón en depurarme las supersticiones morales que me inculcaban allí, al ser partidaria de escindir la vida humana de la vida de los dioses, por considerarlas incompatibles. «Quiero que te quede clara una cosa: el infierno consiste en creer en el infierno», y me esforzaba en interpretar aquellas sutilezas, aunque sin éxito alguno, claro está, porque mis años daban para poco, y entonces ella rebajaba el discurso: «El infierno es un invento de la gente que vive en el infierno, ¿comprendes?», y le confesaba con pena que no, hasta que reducía todo a su expresión mínima: «El infierno no existe», y ya me quedaba más tranquilo.
Aparte de esas desintoxicaciones teológicas, la joven Corina se afanó en que redactase yo de forma esmerada, y me hacía hincapié en su creencia de que las palabras escritas deben ser precisas y mágicas al mismo tiempo, para que de ese modo signifiquen lo que tienen que significar y, a la vez, para que reverberen como un eco enigmático en el pensamiento de quien las lea. «Las palabras deben volar un poco por encima de sí mismas. No mucho. Sólo un poco, porque si vuelan mucho, se alejan de su significado y se convierten en imprecisas», aunque tardé años en empezar a comprender aquel concepto, que aún hoy no comprendo del todo. «Cada vez que te pongas a escribir una redacción sobre el sol, sobre tu juguete preferido o sobre lo que sea, ten muy claro que el mérito estará en que el sol que describes parezca más amarillo que el propio sol y en que los demás niños te envidien tu juguete preferido, así se trate de una espada de palo rota por la mitad. Las palabras no nacieron por una necesidad de comunicarnos, sino por nuestra necesidad de seducirnos.» Y cada tarde hacía yo una redacción sobre cualquier brizna del universo, y Corina me animaba: «Esto va cada vez mejor», y de ese modo me aficioné a la tarea de echar a volar -un poco, sólo un poco- las palabras, aunque con menos gracia que fatiga, porque tengo para mí que ese vuelo es un don fortuito. «Con esmero, con mucho esmero. Significación precisa y vuelo leve, muy leve», me parece oír a través de los años. Así que, a falta de otras facultades, procuraré esmerarme en la redacción de este informe de infortunios y fortunas, de estupores y curiosidades, aunque les anuncio que no se trata de un proyecto artístico, sino meramente documental, en el que tendrá más peso la realidad que la fantasía, de la que lamento carecer en la misma medida en que mis palabras lamentan no volar como debieran.
Creo que es el momento de dejar clara una cuestión que no tardará en manifestarse y que pudiera dar pie a equívocos, que es casi lo único a que dan pie las peculiaridades ajenas: al margen de perjudicarle la salud, tía Corina no tiene problemas graves con el alcohol, sino más bien una relación armoniosa con él: la pone en sí. (O eso me asegura.) La conduce a su ser inmanente, como suele decirse. «A veces el mundo no basta, porque es una construcción incompleta, y hay que añadirle definición y condimentos.» Entre esos condimentos se cuentan unas cápsulas azules -que contienen un derivado anfetamínico que actúa como potenciador de las alegrías sin porqué- que le elabora un químico andorrano y cimarrón, enemistado con la policía de media Europa, y les confieso que ese condimento me preocupa mucho más que el otro, ya que la aleja demasiado de su realidad y la hace sentirse, no sé, como una niña volatinera. Por suerte, tía Corina sólo recurre de vez en cuando a esas cápsulas ilegales y exclusivas que, en combinación con el alcohol, la mandan de turismo por universos carmesíes y oscilantes, aunque es raro que pierda la clarividencia. Una variante lúcida de la ebriedad es, en definitiva, el estado natural de tía Corina, que presume de no haber dado nunca un traspiés -en el sentido literal de la palabra- y de no haber dejado jamás una frase a medias.
Aparte de eso, lleva desde hace décadas un diario críptico, según la fórmula políglota del disoluto caballero Samuel Pepys, y en él va anotando las incidencias del fluir de nuestra cotidianidad y de su pensamiento. «Será mi herencia. Así te distraes conmigo cuando yo falte», aunque no me veo con paciencia, con facultades ni con tiempo para descifrar esa gran mascarada verbal, escrita de forma aleatoria en once idiomas. «Cualquier vida debe constar de un factor secreto y de un factor delirante. Contada con un poco de astucia, la mayor vulgaridad cotidiana puede transformarse en hito o en leyenda», y le digo que sí.
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