Poco a poco encuentran acoplamiento los ritmos de las dos respiraciones, y se estiran los cuerpos abrazados sobre la arena a pesar de los molestos vestidos. Leonor no sabe cómo quitarse o quitar al otro la primera prenda. Gabriel no se atreve a decir la primera palabra de su temida verdad. Tal vez, susurra para ganar tiempo al oído de Leonor, la cueva que han hallado es una oquedad en la roca de cuya existencia no se ha percatado el tiempo, que por ello no ha podido invadirla. Sonríe Leonor ante la idea que se le antoja tan bella como cualquier otra que pudiese pronunciar en ese momento Gabriel, y se aprieta más contra él. Es sedoso el reacomodamiento de los cuerpos, como si la arena fuese de aire y ellos flotasen a pesar del lastre de los ropajes. El sexo en cualquiera de sus formas sigue ausente, al menos por parte de Gabriel, en la intensidad de este abrazo, y piensa el poeta que se debe a ello la aparente tranquilidad de la muchacha transparente, que permanece quieta en el fondo del mar. Calla entonces la lluvia, y no relampaguea ya la línea del horizonte. Sobre esa lejanía en calma comienza a dibujarse la noche, y se apagan hasta el siguiente día los colores de la tarde. Pegado contra Leonor, percibe Gabriel el olor sagrado de la naturaleza húmeda, fundido en la atmósfera con los aromas cálidos de la mujer que late entre sus brazos. Leonor, impaciente, da el primer beso, un beso veloz y por sorpresa que se esfuerza en expandir y alargar como si sus labios y su lengua hubieran comprendido que las bocas de ambos son el único resquicio hacia la ansiada desnudez que las ropas olvidaron proteger. Ha sido sin embargo un beso inoportuno, pues ha saltado sobre los labios de Gabriel justo cuando él se disponía a decir la primera palabra, ahora otra vez aplazada. Pero es también un beso largo y cargado de respuestas mudas, un beso instructivo por el que verifican ambos que cuanto esperaban hallar en el otro existe, es real y les será donado. Un beso que los dos querrían infinito.
Y es entonces, en ese epicentro de verdad buscada y encontrada, cuando, inesperadamente, ruge el mar con un bramido de inmensidad líquida que se alza hacia el cielo como un torbellino dispuesto a arrasarlo todo y cae, desbaratado en un estallido de espuma furiosa que sólo Gabriel escucha.
Ya está aquí…
Gabriel desanuda su boca de la de Leonor, sobrecogido por el espectáculo, a pesar de todo grandioso, cuyo significado lamentablemente sólo él conoce. Se pone en pie muy despacio y sale del rectángulo de piedra donde hasta este instante no transcurría el tiempo para plantarse sobre la playa cara al mar, resignado como un cebo nacido para el sacrificio.
– ¿Qué pasa? -quiere saber Leonor. Ha corrido tras él y se pregunta, alarmada, qué ha podido Gabriel creer que veía en el mar de hoy, sereno como pocas veces, para que su rostro, hasta hace un instante dichoso y en paz, se haya contraído ahora por el miedo en estado puro.
Traga saliva el poeta. Por un instante piensa en fingir desconcierto, tomar de la mano a Leonor para alejarla de la playa y del peligro como si nada hubiera pasado, seguir huyendo, otra vez huyendo, seguir huyendo como siempre de la muchacha transparente… Pero, con la magia del beso de Leonor todavía en los labios, resuelve enfrentarse a sí mismo. Ha llegado el instante de la verdad. Se vuelve hacia Leonor. Ve en ella preocupación verdadera, amoroso afán de protección hacia él.
– Si el otro día te hubieras quedado cuando hablé a las señoras -comienza muy despacio, sin quitar la vista del mar que sabe al acecho aunque se muestre de nuevo engañosamente apaciguado-, habrías escuchado la historia que les conté… Parece un cuento fantástico, un cuento de miedo… Todo el mundo cree que lo es. Pero por desgracia es cierto. En mi libro, ese que vendo al acabar la charla, explico la maldición que me persigue. Escribirla me alivió. Hablar de ella en público, aunque sea ocultando que es verdad, me hace sentir libre.
– ¿Maldición? -se asusta Leonor. ¿Por qué tan fea palabra viene a enturbiar este momento? No es la palabra, sino lo que entraña: manía persecutoria, delirio, locura… Otra vez la locura… ¿Es posible que el destino haya inventado tan cruel castigo para ella? ¿La locura del hombre que podría llegar a amar?
– Ven conmigo, ha llegado el momento de que lo sepas.
Gabriel presiona levemente con los dedos la mano de ella, invitándola a seguirlo fuera de la playa. Cada poco, echa una mirada temerosa hacia el mar, cuya tranquila superficie parece somnolienta por la calidez del sol que acaba de asomar en el cielo. Leonor exige, aunque sea mediante la dulzura, esa historia de maldición que ahora tiene más derecho que nadie a conocer. Gabriel saca del zurrón un ejemplar de Todo el amor y toda la muerte y lo pone en sus manos. A ella el título la estremece. Convoca miedos donde había limpieza, turbulencias donde reinaba la paz. Trae oscuridad a la luz.
– Quiero que lo leas -susurra Gabriel, y le resulta inevitable lanzar otra mirada al mar-. Aquí se cuenta el precio que tiene nuestro abrazo.
Leonor inspira. Su mirada es firme, resuelta.
– No, Gabriel. Así no.
La negativa deja desarmado al poeta, que no sabe qué decir.
Leonor lo toma de la mano y tira de él de regreso a la cueva. Una vez dentro se planta ante él y comienza a quitarle las ropas aún mojadas hasta dejarlo desnudo. Gabriel se deja hacer. Sabe que la desnudez de sus cuerpos traerá represalias del mar, pero no es capaz de oponerse a las manos de Leonor. Ella se desnuda también, y otra vez tira de la mano de Gabriel, invitándolo a sentarse junto a ella sobre la arena húmeda.
– No voy a leerlo yo, Gabriel. Quiero que lo hagas tú. Quiero escucharlo de tus labios.
Escuchar es la palabra mágica, la mejor medicina que puede precisar el corazón extraviado de Gabriel, y al oírla en labios de Leonor se conmueve otra vez el poeta. No se ha equivocado con Leonor. Aquí está ante él.
Una mujer desnuda dispuesta a escucharme.
El billete de cinco euros contiene una historia de muerte, resurrección y vida nueva pero incierta, piensa el recién nacido Bastian.
Muerte y resurrección. Incertidumbre. Yo.
La camarera acaba de depositar el billete en un platito marrón, junto a unas pocas monedas que constituyen el resto del cambio. Él lo mira sin atreverse a tocarlo, como si el simple contacto del desvaído color azul del papel manoseado fuese venenoso. ¿Cuál será la biografía de este billete? ¿Qué caminos habrá recorrido hasta llegar a la caja registradora de donde lo ha extraído la camarera para llevarlo hasta él? Pudo llegar hasta la cafetería en el bolso de una mujer joven que convidaba a una amiga para contarle dónde viajará de luna de miel, una historia de felicidad mediana como hay millones; o tal vez, en clave más dramática, vino en la mano sudorosa de un alcohólico que lo utilizó para pagar el vaso de cerveza que enseguida llevó temblando hasta los labios, temeroso de no lograrlo; o pertenecía a cualquier extranjero llegado un rato antes al aeropuerto, que lo habría usado nada más bajar del taxi para pagar su primer café en tierra española y, tal vez, hacerse una foto del momento que luego remitiría a sus amigos y familiares desde el teléfono móvil. Las cajas registradoras contienen tantas historias como billetes, tantas como monedas… Él ha aportado la suya, seguramente la más inaudita de todas, y también la más intensa: además de contener la muerte y resurrección propias, certifica su vida en vilo. Hace un momento entró al bar, ruidoso y atestado de oficinistas a la hora del desayuno, pidió un café solo y apenas la camarera se lo sirvió extendió hacia ella el billete de diez euros que llevaba en la palma de la mano, dentro del bolsillo lateral de la americana, apretado con tal fuerza que cuando lo puso sobre la barra hubo de abrir y cerrar varias veces la mano para recuperar la circulación. La joven tomó el billete, y el acto sencillo e inocente, probablemente repetido en ese mismo instante millones de veces en todo el planeta, supuso para él una frontera trascendental, única e irreversible; sobre todo irreversible.
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