Fernando Marías - Todo el amor y casi toda la muerte

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Premio Primavera de Novela 2010.
Una novela sobre la fuerza del deseo y la oscuridad de los sentimientos que redefine la literatura amorosa y el thriller psicológico a través de las historias de dos hombres unidos por una misma maldición.
Principios del siglo xx: Gabriel, infortunado poeta itinerante, vive atrapado en la pasión por una mujer que no existe, y tal obsesión condicionará su amor por Leonor, mujer de carne y hueso cuyo destino está trágicamente unido al del atormentado indiano Tomás Montaña.
Principios del siglo xxi: Sebastián, un hombre corriente en el punto de mira de una terrorífica banda criminal, se ve obligado a hacerse desaparecer a sí mismo para luego renacer bajo una identidad falsa. Pero no podrá superar el deseo que, como una condena a muerte, lo atrae sin remedio hacia Vera, insólita femme fatale que desapareció misteriosamente de su vida tiempo atrás.

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En el exterior la luz del neón se extingue de pronto en ese instante, como cortada por un hachazo seco. El dueño está cerrando ya el local, o las letras han muerto definitivamente, pero él lo entiende y acepta como un bautismo simbólico: Sebastián Díaz agarra el tirador de la persiana, la cierra de un solo golpe que suena con chasquido de tabla al partirse, y echa luego las cortinas para sentir que refuerza su aislamiento del exterior. Jadea como si se hubiera castigado con un número abusivo de flexiones y se concentra en recuperar el sosiego de los pulmones. En la oscuridad hermética, decide ingenuamente que esa respiración serena es el último acto consciente de Sebastián Díaz, y se quiere convencer de que quien percibe cómo el aire va recuperando poco a poco fluidez por los conductos de su cuerpo es ya su artificial gemelo repentino Juan Bastian, un bebé adulto sin destino ni esperanza, alumbrándose a sí mismo desde un lúgubre útero materno enmoquetado, con papel pintado en vez de humedades amorosas sobre las paredes. Bastian, un condenado a muerte de ochenta kilos al nacer, se desplaza hacia la cama sin ruido, temeroso de que el rumor de su movimiento por el cuarto pudiera ser un confidente a sueldo de sus verdugos y, como si la oscuridad absoluta le resultara refugio insuficiente, cubre completamente su cuerpo con la sábana, cierra con fuerza los ojos y de forma inconsciente adopta la postura fetal alrededor de la bolsa del dinero, que iza desde el suelo como si cualquier ser invisible al acecho pudiera robársela y dejarlo sin nada, a solas con el arma que ni siquiera sabría cómo amartillar para poner fin a la existencia prestada que en estos instantes comienza a vivir. El miedo, al asentarse en sus tripas transcurridos minutos u horas, parece remitir, y le concede valor para abrir los ojos y enfrentarse, podría decirse que por primera vez, al nuevo mundo exterior que le aguarda: tiniebla sin geografía, significativamente negra y uniforme, en cuyo centro late una luz roja con regularidad tal que él imagina un corazón humano, puede que el suyo propio, que casi al alcance de su mano pide auxilio, como un náufrago a la deriva entre las sombras de la cama. La intermitencia roja, al acostumbrarse sus ojos ansiosos a la oscuridad, se expande y parece iluminar la habitación, pero también adquiere su sentido simple y terrible: es el aviso de mensaje del móvil, que no borró antes de lanzar el teléfono sobre la cama. Y sin embargo, no es el miedo a las amenazantes palabras masculinas todavía agazapadas dentro del aparato lo que le lleva a recuperar el móvil y aproximarse la pantalla a los ojos, sino la conciencia de que ahí dentro sobrevive también, aunque sea en un tiempo pasado y muerto, aunque sea así de paupérrimamente archivada, la voz de Vera: «Vamos a probar los teléfonos nuevos», anunció ella mirando a Sebastián a los ojos apenas regresaron al caserón a mitad de la primera tarde, justo después de haber comprado los tres móviles. En el salón, Vera marcó el número de él y se llevó luego el móvil al oído, con alguna ocurrencia lasciva nítidamente señalizada en su sonrisa. Sebastián sintió en el acto la vibración en el bolsillo del pantalón, y sonrió sin hacer ademán de responder. Cuando saltó el buzón, Vera le miró a los ojos, luminosa y sucia: «¿Alguna vez has visto follar a dos teléfonos?». Y sin cortar la comunicación dejó sobre la mesa su móvil antes de comenzar a desnudarse. Sebastián, obediente y excitado, sacó su teléfono, abrió la línea, lo puso junto al otro y luego Vera y él se abrazaron… No hace ni dos semanas de ese momento. La rememoración de la escena de sexo, que ambos interpretaron exagerando al máximo, caricaturizando casi el despliegue sonoro de jadeos y obscenidades ante el público único de los micrófonos de los móviles, le resulta doliente bajo la sábana, Y un sentimiento de repulsión le empuja a lanzar el teléfono hacia el otro lado de la cama; es un rechazo débil además de ficticio o impostado, porque sus ojos abiertos continúan hipnotizados por la intermitencia roja, anclados sin poderlo remediar en el invisible universo sonoro, ahora necrofílico, que representa, y que él, aunque se opone con todas sus fuerzas, es incapaz de negarse a escuchar. Temblorosamente, como un atemorizado voyeur de su felicidad muerta y enterrada, se pega el móvil al oído a tiempo de escuchar con pudor doloroso su propio orgasmo. Luego, silencio. Luego, la voz de Vera. Poderosa, salvaje, también jocosa, inofensivamente frívola, llena de luces de amor y de vida que entonces parecieron verdaderas y por lo tanto lo fueron:

Cuidado… ¡Mira que si entras en mí ya no podrás salir!

15

Leonor.

Gabriel.

Han pronunciado los nombres y ahora callan, agitados los pechos como los de peregrinos exhaustos ante el recodo último del camino. Encontrarse a solas era el afán máximo, la primera puerta de un universo que ambos, aunque por distintas razones, intuyen sin límites, y ahora que lo sienten cumplido se quedan paralizados, a merced por completo cada uno del siguiente gesto del otro. Se temen a sí mismos, se temen más que al ser anhelado y anhelante que tienen enfrente.

Es Leonor quien toma la iniciativa. Su mano cautelosa osa estirar los dedos hasta rozar con las yemas el pecho de Gabriel. Da un respingo: el torso masculino es de carne real, y respira, y responde a sus dedos con latidos de ritmo creciente. Ese roce simple y a la vez complejo resulta inauditamente acogedor y constituye la primera experiencia sensual verdadera de su vida. ¿Dónde está el rechazo rotundo que experimenta en cada acercamiento del hombre con quien la casaron en transacción casi comercial, hasta llegar a considerar que ese rechazo es el natural prolegómeno del doloroso sexo seco? Su cuerpo y su alma querrían agolparse en las yemas que le arden en los dedos, infiltrarse enteras dentro de ese torso y expandirse en él. Intuye Leonor que contiene ternura y fuerza, y que es un río por el que fluyen preguntas nunca enunciadas ni sospechadas antes, y aunque teme las consecuencias de esa entrega que la reclama con urgencia rabiosa, se ampara en la convicción de que los latidos que palpan sus dedos sólo pueden deberse al deseo del poeta por corresponder a su dichosa perturbación. Si en ese instante le pidiera Gabriel que huyera con él, raptaría a su propio hijo y aceptaría en el acto. ¿Cómo podría sospechar Leonor, aun cuando fuera la amante más experimentada del mundo, que el bombeo en apariencia jubiloso de Gabriel se debe al puro terror?

Inmóvil y acobardado por sus propias razones, el poeta se imagina a sí mismo acercándose a Leonor, y en su fantasía la rodea con los brazos y comienza a contarle sin adornos ni temores la verdad sobre la maldición que, inicialmente disfrazada de amor eterno, le ha perseguido desde Cuba hasta Padrós. Es tal su prisa por exteriorizar la verdad que antepondría su relato al abrazo, al primer beso. Pero sus brazos, a pesar de esa premura, permanecen muertos a los costados, y sus labios sólo logran temblar por el deseo de pronunciar la primera sílaba, tras la que no habrá vuelta atrás. ¿Y si ella no le cree? ¿Y si lo toma por loco? El poeta mira hacia el mar que tanto teme pero sin el cual, literalmente, no puede respirar. Si la muchacha transparente que acecha en el agua ya mató a la aldeana vasca con la que osó mantener un apresurado romance de pajar, ¿con qué represalias no será capaz de castigar esta paz infinita que siente ante Leonor?

Lejanos relámpagos iluminan desde el horizonte de este atardecer la balsa apacible del mar. Al poco, un trueno es la señal para que la lluvia comience a descargar sobre los indecisos Gabriel y Leonor que, todavía tímidamente, se miden en la playa sin osar tocarse. La lluvia pronto es feroz, inmisericorde, y como una celestina incorpórea los cubre con su manto líquido, empujándolos a buscar cobijo al pie del acantilado, donde en tiempo inmemorial, y tal vez para que hoy ellos puedan aislarse del mundo sin temor, tallaron las caprichosas formas de la roca un hueco rectangular casi perfecto, con lecho de arena y techo de piedra, a salvo de las inclemencias atmosféricas y de las miradas humanas, donde resultaría natural despojarse de las ropas mojadas. Pero ellos no sabrían qué hacer con la propia desnudez ni con la del otro, y optan por la solución, también acuciante, de mirarse fijamente a los ojos, la única lumbre de que disponen para combatir la tiritona que asalta sus carnes desde los vestidos empapados. En Leonor pugna contra el pudor inculcado a lo largo de sus veintidós años de existencia la tentación de vivir, hasta apurarlo, este instante sin fin. Ha surgido en ella, previo a cualquier plan de fuga, el deseo instintivo de abrazar el cuerpo desnudo del poeta, y resulta tan desconocido y acuciante que se le agolpa en el cuello y la garganta, amenazando con ahogarla, instándola a tomar la iniciativa de quitarse las ropas si no es Gabriel quien lo hace. Él, convencido de que si la abraza despertará a la muerte que duerme en el fondo del mar, opta por parecer tan indeciso y asustado como realmente se siente, aunque en esa sinceridad encuentra a la vez valor para pegarse a Leonor en un abrazo que, lejos de querer ser posesivo o dominante, sólo demanda protección y auxilio, el simple y total amparo de los brazos femeninos. Ella, aunque desconcertada por el aplazamiento de lo sexual, le regala ese amparo sin asomo de duda, resuelta a averiguar si, como sospecha, la verdad se encuentra en las pieles desnudas que aguardan bajo los ropajes húmedos.

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