– ¡Oye, chaval! -grita como si buscara huir del hilo de sus pensamientos, llamando a un chico de trece o catorce años que pasa junto a él con un cigarrillo encendido entre los dedos-. ¿Sabes dónde puedo comprar tabaco? ¿Un estanco por aquí?
El chico lo mira con recelo, rascándose la barbilla como si buscase rastros del primer asomo de barba. Está harto de que los adultos le repitan que fumar mata, pero éste no parece un pelmazo, sino alguien extraviado que ni siquiera ha reparado en que el estanco está ahí mismo, a cinco metros de donde ha aparcado el coche, y por eso le cae simpático. Se lo señala agitando con suavidad el índice arriba y abajo, muy despacio, recreándose en la arrogante indolencia de su gesto, que le hace sentirse superior al adulto, y luego se aleja, regalándose, retador con el mundo, una calada profunda.
Bastian lo mira y se ve a sí mismo de adolescente. Optó por no fumar porque pensó que la imagen del cigarrillo en la mano desacreditaba su vocación de buen chico conservador y cabal, siempre con las mejores notas escolares. Su sólido acatamiento a toda forma de orden, calcado del acatamiento previo de sus padres, no le había permitido eludir el fracaso profesional ni vital, ni tampoco ser inmune a la seducción letal de Vera; tal vez fue incluso determinante para que ésta se produjera, hasta puede que ella lo considerara al elaborar su plan: «Busco hombre de cuarenta-cuarenta y tantos, vida gris y mediocre, a ser posible educado en colegio de curas. Imprescindible no haber vivido jamás una salvaje pasión sexual». Bastian se pregunta, cuando el chico fumador ha girado en la esquina desapareciendo de su vista, si el desparpajo que ha exhibido ante él se desarrollará en el futuro, evolucionará hacia una personalidad segura de sí, pletórica, dominadora de su entorno. ¿Qué habrías hecho si el dueño del caserón llega a ser un vividor experimentado? ¿Con qué recursos me habrías seducido entonces?
– Buenos días. ¿Trabaja aquí una chica llamada Emilia? -nada más entrar al estanco vacío de clientes, se dirige al sesentón calvo y alto, de gafas de gruesos cristales apoyadas sobre la punta de la nariz, que anota cifras en un papel inclinado sobre el mostrador. Si éste hubiera sido el dueño del caserón, ¿también te habrías apañado para hacerlo enloquecer?
El hombre alza la vista a la vez que se ajusta las gafas con un instintivo golpe seco. Inspira gravemente antes de contestar. Bastian piensa que algunas personas inspiran gravemente antes de contestar hasta la pregunta más simple. El estanquero es una de ellas.
– No, aquí no.
– ¿Y en algún otro estanco del pueblo? ¿Le suena?
El hombre inspira de nuevo.
– No.
Bastian se fuerza a sonreír:
– Y… ¿hay algún estanco más por aquí cerca?
Tras inspirar, esta vez largamente, el hombre extiende el brazo derecho hacia la puerta. Bastian cree que lo está expulsando de su local.
– En la plaza Indiano Sánchez, por ahí a la derecha.
– Sé dónde está la plaza, gracias. Y ahora caigo en que también me suena el estanco. Un millón de gracias -agradece a la vez que retrocede hacia el exterior. El hombre inspira y vuelve a enfrascarse en sus cuentas antes de que Bastian llegue a salir.
Sí, ¿qué habría pasado si éste llega a ser el dueño del caserón?
A Clara le han sobrado algunos de los quince minutos para encontrarse lista junto al coche. Ataviada a su estilo, el que debe de ser el verdadero, con pantalón vaquero, jersey verde, botas negras y una cazadora de cuero también negra, genera en Bastian una insólita desazón: le alivia que ya no vista como Vera, le decepciona que ya no vista como Vera.
– Emilia trabaja en el estanco de la plaza del pueblo, me lo han dicho en recepción. ¿Sabes llegar?
Se le ha adelantado para conseguir, rápida y efectiva, la información que buscaban. Es lista, resuelta, imparable. Le gusta, y por ello le dedica una sonrisa mientras se pone a su lado para descender por una calle a la izquierda, y luego otras dos a la derecha, antes de desembocar en la plaza. En el trayecto le pregunta:
– ¿Has colgado el vestido azul junto al tuyo de buzo por alguna razón?
– Manías de orden -lo mira Clara con naturalidad que desarma cualquier recelo-. Lo puse en el lavabo mientras me duchaba. Con el gel del hotel. No es lo mejor, pero olía a humedad, seguramente por llevar tanto en esa bolsa. Y luego lo tendí.
– Mmm… Oye, discúlpame, es una simple curiosidad. ¿A qué te dedicas?
Durante las horas en que Clara permaneció desmayada, Bastian elucubró, entre otras cosas, sobre el oficio de esta mujer surgida de las aguas, y su fantasía había sugerido que podía ser artista, tal vez pintora o escultora o, más pragmático pero también dentro de lo creativo, ejecutiva de una casa discográfica o una productora de televisión, tal vez editora o galerista de arte, galerista especializada en arte africano, o centroamericano, o algo así.
– Soy economista. Trabajo para una firma holandesa especializada en auditorías. ¿Por?
– No, por nada. Curiosidad -zanja Bastian el tema, remotamente decepcionado.
La plaza, entre el tiempo desapacible y la hora laboral, se encuentra desierta. A Bastian le parece el negativo triste, apagado, de la colorida foto de años atrás, cuando Vera y él aparecieron desde otra de las callejuelas buscando, a pesar de la temprana hora, un lugar para desayunar. Habían pasado juntos la noche, abrazados, y por la mañana, tras el sexo implacable, fueron a desayunar en el pueblo y resurgieron las preocupaciones de Vera, que Sebastián quiso hacer suyas para demostrarle la sinceridad de su amor. A pocos metros del estanco hacia el que se dirige ahora con Clara, y en el que ni siquiera reparó entonces, quedaban sin desmontar algunas mesas de las cenas al aire libre de la víspera, y entre los dos despejaron la superficie de una de ellas y se sentaron, imaginando que algún camarero acabaría por aparecer antes o después. Vera permaneció en silencio con gesto solemne, concentrada en problemas que su rostro nunca había exteriorizado así. Medio minuto, tal vez un minuto. Él la observaba, contagiándose de la gravedad. Era la hora noventa, o la hora noventa y cinco. El tiempo, aunque él lo ignorase entonces, apremiaba ya a Vera, y a pesar de que le urgía solicitarle ayuda, debía también mostrarse cautelosa a la hora de exponer un plan criminal a un hombre normal y corriente. Podía asustarse, huir. Contárselo debía ser necesariamente un movimiento de alta precisión, como el primer golpe del joyero sobre el diamante en bruto: la precipitación no tendría vuelta atrás. «Estoy metida en un lío muy gordo, necesito tu ayuda», le había adelantado horas antes a modo de preámbulo para que las palabras comenzasen a operar sobre él, predisponiendo su mente enamorada. «Y supongo que para contártelo bien es necesario que empiece por hablarte de Humberto», continuó apenas se hallaron con sendos cafés frente a sí, tras pedírselos por señas a un camarero somnoliento que había asomado desde la puerta del bar. Ahí había vuelto a escuchar el nombre de Humberto ya escuchado antes una vez, pero ahora le pareció que Vera lo pronunciaba con un matiz más complejo que el simple miedo, y más perturbador que la lineal inquietud. La frase siguiente, tal vez por toda esa ambigüedad significativa, se le quedó pegada a la memoria. La recuerda aún, la revive hoy, y por supuesto la entiende en su totalidad ahora, mientras entra detrás de Clara al estanco, fascinado por la idea de que ahí al lado, apenas a unos metros de donde está pisando en este instante, Vera lo miró a los ojos y habló muy despacio, esmerándose en dotar de dramatismo a sus palabras: «Humberto, si se lo propone, puede Parecer cualquiera de todas las cosas buenas que no es».
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