Fernando Marías - Todo el amor y casi toda la muerte

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Premio Primavera de Novela 2010.
Una novela sobre la fuerza del deseo y la oscuridad de los sentimientos que redefine la literatura amorosa y el thriller psicológico a través de las historias de dos hombres unidos por una misma maldición.
Principios del siglo xx: Gabriel, infortunado poeta itinerante, vive atrapado en la pasión por una mujer que no existe, y tal obsesión condicionará su amor por Leonor, mujer de carne y hueso cuyo destino está trágicamente unido al del atormentado indiano Tomás Montaña.
Principios del siglo xxi: Sebastián, un hombre corriente en el punto de mira de una terrorífica banda criminal, se ve obligado a hacerse desaparecer a sí mismo para luego renacer bajo una identidad falsa. Pero no podrá superar el deseo que, como una condena a muerte, lo atrae sin remedio hacia Vera, insólita femme fatale que desapareció misteriosamente de su vida tiempo atrás.

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Bastian recuerda cómo Sebastián sintió que las tres sílabas que componían el nombre de Humberto venían teñidas de algo parecido a la admiración, y por ello alentaron un imperceptible viento frío sobre su amor sin fisuras ni límites. La paz salvaje de la posesión exclusiva se descolocó, levemente estremecida por el temblor de lo que, quisiera él o no, parecía razonable denominar celos.

14

¡El timbre del móvil!

Los pitidos rasgan la soledad de la habitación barata en Madrid, y se aterran al unísono los dos hombres que habitan el mismo cuerpo, crispados como siameses pugnando por desgajarse sin asistencia quirúrgica: el que siempre ha sido pero sabe que debe dejar de ser Sebastián Díaz y el otro, todavía sin nombre, que para que sobreviva físicamente el primero no tiene más remedio que nacer de golpe, irrumpiendo sin gestación ni parto en ese cuerpo ya adulto que está, y lo sabe, en el punto de mira de los sicarios de Humberto, condenado a la muerte del serrucho y el alfiler.

El teléfono es el único y acuciante sonido en el cuarto a oscuras de la pensión situada en la calle Fuencarral, frente a un neón vertical verde con la mitad de las letras apagadas que señala un bar de copas al otro lado de la calle. Pero Sebastián no atiende la llamada. Se limita a tragar saliva, progresivamente inquieto por la insistencia del timbre, y elige seguir mirando a través del cristal hacia el bullicio enmudecido por la ventana cerrada de la cercana zona de Chueca, como si el simple hecho de observar la generalizada alegría nocturna constituyera una guarida donde refugiarse de los verdugos que acaban de marcar su número, tal vez desde mucho más cerca de lo que él imagina. Es la primera llamada en varios días, la única desde el tiroteo, la única desde que hace unas horas llegó a Madrid huyendo de Padrós.

Aguanta la respiración, aferrándose a la idea que constituye la columna vertebral de su frágil serenidad: No saben que estoy aquí, he recorrido quinientos kilómetros, nadie me ha seguido… Aun así sólo expulsa el aire cuando cesan los pitidos tras saltar el contestador, pero la tregua apenas dura lo que tarda en vibrar el aviso del buzón de voz, y sólo cuando éste calla osa Sebastián volverse hacia el teléfono, que resulta visible en la oscuridad gracias al parpadeo luminoso del mensaje entrante. Tienen que ser ellos. Ellos, los hombres de Humberto, porque Vera está muerta . ¿O no?, prueba a mentirse… En realidad, nada es palpable, científico, irrefutable, excepto la bolsa con el dinero y el arma en su mano, nada excepto el disparo que escuchó dentro del caserón y la paranoia de la fuga. Pero ¿cómo han logrado el número si sólo Vera y él lo conocían? Juntos, plenos de alegría física compartida en fase de esplendor, compraron tres teléfonos nuevos de numeración correlativa: uno que Vera necesitaba para asuntos de trabajo y los otros dos dedicados a comunicarse exclusivamente entre ellos. Fue otro de los juegos eróticos que inventaron sobre la marcha, muy al principio de su relación, en la primera salida a la calle tras el primer y determinante encuentro sexual. «Cuando vibre -le había susurrado Vera al oído mientras el vendedor, ajeno a las osadas palabras de sus clientes al otro lado del mostrador, desplegaba un catálogo ante ellos -querrá decir que mi boca y mi coño están pensando en tu polla». Esa frase, pronunciada en realidad tan cerca en el tiempo que Sebastián casi cree oírla rebotar viva contra las paredes de su memoria, es ahora el pasado remoto y sólo sirve para estimular el miedo, porque la llamada que le acaba de azorar se ha realizado desde un número sin identificar, y porque los muertos no llaman por teléfono. ¿Tendrá voz aguardentosa el verdugo que acaba de dejarle el mensaje, o habrá querido que entrevea él mismo los espantos que le aguardan mediante inflexiones sádicas en tono sedoso? ¿Qué se escuchará de fondo, el motor del coche que los trae hacia Madrid aunque él pensase que era imposible localizar su rastro o el ambiente del bar de la esquina, donde hace un rato se ha comido un pincho de tortilla para taponar el repentino agujero del hambre? ¿Y el alfiler? ¿Lo torturarán con el alfiler? Ese suplicio que Vera le presentó como la especialidad de Humberto resulta lo peor de todo. Un alfiler, un solo alfiler en manos del sádico Humberto. «¿Para qué más, si un solo alfiler le basta para traerte el peor de los infiernos?», había explicado ella en voz alta. Sebastián busca con la mirada su coche, que aparcó en la calle Infantas tras comprobar que resultaría bien visible desde la pensión; una estratagema de seguridad que ahora se le antoja disparatada y altamente peligrosa: usar de cebo el coche, como una cabrita atada en un claro del bosque de Chueca para atraer a los invisibles tigres de la noche. Un enemigo con rostro es más débil que un enemigo sin rostro, y por esa razón había puesto en práctica ese absurdo plan: una estratagema de seguridad ideada por un hombre que nada sabe de estratagemas de seguridad. ¿Y si han visto ya el coche y están esperando a que sea yo el que aparezca? Sebastián se deja derrumbar sobre la cama, sobresaltándose por el gemido de muelles que provoca su peso, y cuando queda sentado y, todavía estremecido, alza la vista, le asusta verse sin verse en el espejo frente a él: una silueta negra sentada sobre la cama, que escruta a la silueta negra sentada sobre la cama que mira hacia el espejo. Nada en ella, ni la desvalidez identificable en la oscuridad por el encorvamiento de hombros caídos, ni el temblor de las manos refugiadas como cachorros ateridos entre los muslos, ni el contagio febril a todo el cuerpo de la respiración agitada, le resulta tan desasosegante como el contorno de su cabeza calva, vislumbrada por primera vez desde que hace dos horas escasas, al poco de llegar a Madrid, antes incluso de buscar dónde pasar la noche, entró en una barbería de barrio para que le raparan su abundante y siempre impecable cabellera, única y burda operación de camuflaje personal que su imaginación fue capaz de planear. Encogido en el sillón giratorio y ajeno a la trivial conversación del peluquero, con los ojos clavados sobre la bolsa del dinero de la que bajo ningún concepto se separa encajada entre los pies, y ceñida a la cintura el arma que ni siquiera sabe amartillar, intentaba decidir cuál debía ser su siguiente paso cuando la realidad, inopinadamente, había lanzado la primera ofensiva surgiendo como una revelación traidora desde su propio cerebro:

Vera está muerta. No desaparecida, ni perdida, ni huida. Muerta.

Hasta este instante su mente había bloqueado la información que ahora le parece tan fatídicamente obvia. La implicación de Vera en el breve tiroteo había pasado por distintas fases dentro de su cabeza: primera, la convicción irracional de que los muertos habían sido otros, de que los muertos tenían que haber sido otros; luego la duda, una ansiedad intensa, muscularmente fatigosa, ramificándose dentro de él a medida que pasaban las horas sin noticias. ¿Y si la han herido? ¿Y si se está desangrando en algún descampado? Incertidumbre sólida y racional, progresivamente verosímil desde el instante en que el pánico le forzó a huir de Padrós sin mirar atrás. Y por último, esta brutal comprensión sin retorno en el sillón giratorio mientras el peluquero rasuraba con la maquinilla su nuca desnuda, como el verdugo que prepara al condenado para la silla eléctrica… Está muerta… Hasta este momento, se había defendido contra esa revelación a sablazos de pura cabezonería: algo le impide llamar, pero tiene que estar viva. Antes o después llamará, pero tiene que estar viva. El miedo a la verdad avalaba las mentiras. Al salir de la barbería a toda prisa, sin recoger el cambio y tropezando con el siguiente cliente, le sorprendió en la calle el alivio mínimo, puramente físico, del aura de frescor que parecía masajearle la cabeza, liberada de repente del sudor pegajoso de los últimos días, y aferrado al vestigio húmedo del agua de colonia como si constituyera un presagio venturoso, pudo pensar con un poco de calma.

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