Fernando Marías - Todo el amor y casi toda la muerte

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Premio Primavera de Novela 2010.
Una novela sobre la fuerza del deseo y la oscuridad de los sentimientos que redefine la literatura amorosa y el thriller psicológico a través de las historias de dos hombres unidos por una misma maldición.
Principios del siglo xx: Gabriel, infortunado poeta itinerante, vive atrapado en la pasión por una mujer que no existe, y tal obsesión condicionará su amor por Leonor, mujer de carne y hueso cuyo destino está trágicamente unido al del atormentado indiano Tomás Montaña.
Principios del siglo xxi: Sebastián, un hombre corriente en el punto de mira de una terrorífica banda criminal, se ve obligado a hacerse desaparecer a sí mismo para luego renacer bajo una identidad falsa. Pero no podrá superar el deseo que, como una condena a muerte, lo atrae sin remedio hacia Vera, insólita femme fatale que desapareció misteriosamente de su vida tiempo atrás.

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– Este hombre era poeta, o actor, iba por los pueblos recitando, viviendo de lo que podía. Era bastante popular, porque además de ser por lo visto un tío muy guapo, con fama de don Juan, fue un héroe en la guerra de Cuba. Pero aquí, en Padrós, cometió un crimen horrible.

– Mató a un bebé de pocos meses, lo sé -y de nuevo le viene a Clara a la cabeza la imagen submarina descrita por Eloy… un adulto, hombre o mujer, eso no lo sé, sosteniendo en brazos a un niño pequeño, a un bebé…

– Todavía peor, más cruel, más monstruoso. Sí, ésa es la palabra, monstruoso. El niño era hijo de su amante. Debió de ser una venganza, o algo así, una cosa de odio salvaje, demencial. Pero ahora sí que te voy a sorprender. Dime, ¿crees en las casualidades?

– No, no creo en las casualidades -afirma Clara, contundente. No creo en nada. Sólo quiero creer en Eloy.

– ¿Sabes quién era la madre del bebé? -Bastian alarga un poco la pausa, inesperadamente divertido por la intensa curiosidad que ha logrado despertar en Clara. Pero no es sólo eso, se demora también en el aprecio de esta conversación relajada, interesante, llena de estímulo, con una mujer que nada sabe de sus turbulencias pasadas, una mujer que leal y apaciblemente lo ha aceptado como Sebastián, el hombre que, simplemente, la ha ayudado tras su desmayo. Tras cuatro años, la primera vez que soy el que fui -. Pues la madre era una mujer que vivía con su marido en mi casa, en la casa donde has estado hace cinco minutos. ¿Qué te parece? Mis padres la compraron en los años sesenta, cuando llevaba ya un tiempo deshabitada. La dueña se llamaba Leonor, y el marido, Montaña, Tomás Montaña. Fue a América de joven y volvió muy rico. Era el amo de Padrós, aunque lo cierto es que hizo mucho por el pueblo, todo el mundo lo quería. Esa letra eñe enorme que cuelga de la entrada de mi casa la puso él, por eso en el pueblo a Leonor se la llamaba Leonor la de la Eñe. La habitación donde has estado era la suya. Has dormido en su cama.

Clara, que no cree en las casualidades, siente un estremecimiento en todo su cuerpo y en toda su razón. La mente trata de definir la causa exacta de su crispación sin conseguirlo. Mira a Bastian en silencio, vapuleada por emociones indescifrables. El azar, o quien se oculte bajo ese disfraz, la ha depositado, literalmente, sobre la cama de la mujer cuya historia investigaba su hijo. Clara siente que su vínculo con los pasos que dio Eloy en Padrós es ahora de una solidez inquebrantable, y sólo puede conducirla hasta el último aliento del espíritu de su hijo. El vértigo la invade. Hace un instante estaba ante un abismo desconocido. Ahora se ha lanzado de cabeza a él.

– ¿Qué fue de Leonor?

– Murió.

– Hombre, ya… Obvio, ha pasado un siglo.

– Obvio, sí, aunque bueno, no tanto… También surgieron leyendas sobre su fantasma, que erraba buscando a su hijo. Un chaval que llevaba los bueyes de regreso al establo vio a su fantasma en los años cincuenta. Todo esto lo sé bien, en detalle, hasta lo de los bueyes, porque ya te imaginas que en Padrós lo he hablado mil veces con los vecinos. En los pueblos, este tipo de leyendas son comunes. Si ahora hay poco en qué entretenerse, imagínate en 1900. Leonor debió de morir a finales de los años cuarenta o principios de los cincuenta, creo. Todo el mundo piensa que cuando el chaval de los bueyes la vio ya era un fantasma.

– ¿Entonces no es seguro cuándo murió? ¿Ni cómo?

– No, ni cuándo ni cómo. Estaba muy trastornada, loca desde la muerte del hijo. Cuarenta años loca, ¿te imaginas? El marido la llevó a un sanatorio mental no muy lejos de aquí, todavía quedan restos del edificio. Pero un día Leonor, ya anciana, desapareció del sanatorio, escapó. Y no se supo más de ella. A mí, de joven, me daba cierto morbo vivir en una casa con esta historia tan dramática dentro.

Mientras habla, recuerda el día en que Vera, tras conocer alrededor de la hora ciento diez la historia que acaba él ahora de contar a Clara, sintió el obsceno apremio de hacer el amor sobre la cama de dosel de Leonor, por si se avenía el espectro de la desdichada a formar un trío con ellos. Lo hicieron entre risas, sin que por supuesto acudiera fantasma alguno. Pero hoy, tras fluir sin prisas ni aspavientos el tiempo inexorable, también son sombras transparentes aquellos Sebastián y Vera que se abrazaron sobre la cama arrebatada al espíritu de una loca que murió de pena, y de pronto aquel acto le parece lo que no le pareció entonces: la vejación indigna de la intimidad del espectro.

– ¿Y el marido, el tal Tomás Montaña?

– También chiflado, supongo que por la muerte del bebé. Tomás Montaña, a pesar de todo su dinero y de todo el cariño y respeto de la gente, murió también con la cabeza perdida. De muerte natural, sobre mil novecientos cincuenta y poco. Se dice que en sus últimos tiempos se paseaba por el caserón con los revólveres que trajo de América al cinto, pegando tiros. Si quieres, luego volvemos y te enseño algunos balazos en las paredes.

Clara apenas escucha los detalles biográficos de Tomás Montaña. Una imagen del relato ha adquirido protagonismo, pegándosele al corazón encogido: Leonor erraba buscando a su hijo…

– El mar de este acantilado vive una maldición de amor -dice Clara en voz baja, y la frase que sustentaba la carta de Eloy les hace callar como si el mar que bordea la carretera por la que avanza el coche tuviera efectivamente poderes sobrenaturales. Con la vista en el camino de curvas y la emoción fijada sobre sus respectivos muertos, Bastian y Clara llegan hasta las callejuelas del centro y, tras un laberíntico recorrido, Bastian frena con suavidad en una placita en medio del pueblo, ante un antiguo palacete convertido en apacible hotel familiar.

– Aquí está tu hotel. Aparco en ese hueco mientras subes. Te acompaño a buscar el estanco y ya te dejo. ¿Te basta una hora?

– Me sobran quince minutos -corrige Clara. Pero en vez de apearse permanece mirando a su compañero, con la sensación de que éste desea añadir algo.

A Bastian le gustaría que Clara no se moviera del coche, que durante el resto del día siguieran hablando como acaban de hacerlo ahora, que sus respectivos pasados les concedieran la tregua de un día agradable, paseando bajo la lluvia de noviembre. Pero sabe que no puede ser.

– Vale. Quince minutos -dice tan sólo.

Cuando Clara desciende por fin y rodea el coche camino de la entrada del hotel, Bastian ve alejarse a una mujer que por una décima de segundo, el vestido y las sandalias, mi imaginación, mi delirio, le vuelve a parecer Vera, saturando de plenitud emponzoñada su vida, en cualquiera de sus ciento ochenta y siete horas inmortales.

También él se apea, y cierra de un portazo furioso, como si el coche tuviera la culpa de los picos de su obsesión. ¿Por qué entraría a aquel restaurante y miraría hacia la esquina donde la ciega comía solitaria?

Ya estaba acostumbrado a la rutina de mi muerte en vida…

En una de las terracitas que ofrecen las habitaciones del hotel, una del segundo piso, cuelga de una percha metálica, parcialmente visible desde la posición de Bastian, un traje de buceo negro mecido suavemente por el aire. Bastian comprende que es la habitación de Clara, y siente renovado respeto, casi emoción, hacia la mujer. La salud le impide sumergirse, pero por su hijo ha traído el traje de buceo. Y buceará, acabará por bucear en busca de esa cosa extraña que Parece hallarse bajo el agua. Qué suerte tienes, Eloy. Te aman. El traje negro vacío, desvalido ante el viento, representa bien a su propietaria, esta Clara solitaria, rota y valiente. ¿Quién eres, Clara? ¿Por qué has aparecido? Hay movimiento repentino en el segundo piso del hotel. El ruido de la puerta de la terraza al abrirse rasga un instante la paz de la placita. Un antebrazo, obviamente el de Clara, aparece un instante para colgar junto al traje de buceo el vestido azul que perteneció a Vera. Desaparece el antebrazo, se rasga otro instante la paz de la placita al cerrarse la puerta de la terraza, y Bastian queda a solas con su propia inquietud, fascinado por el inimaginable significado de la visión: dos vestidos de mujer sostenidos en la nada, danzando huecos ante él.

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