Fernando Marías - Todo el amor y casi toda la muerte

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Premio Primavera de Novela 2010.
Una novela sobre la fuerza del deseo y la oscuridad de los sentimientos que redefine la literatura amorosa y el thriller psicológico a través de las historias de dos hombres unidos por una misma maldición.
Principios del siglo xx: Gabriel, infortunado poeta itinerante, vive atrapado en la pasión por una mujer que no existe, y tal obsesión condicionará su amor por Leonor, mujer de carne y hueso cuyo destino está trágicamente unido al del atormentado indiano Tomás Montaña.
Principios del siglo xxi: Sebastián, un hombre corriente en el punto de mira de una terrorífica banda criminal, se ve obligado a hacerse desaparecer a sí mismo para luego renacer bajo una identidad falsa. Pero no podrá superar el deseo que, como una condena a muerte, lo atrae sin remedio hacia Vera, insólita femme fatale que desapareció misteriosamente de su vida tiempo atrás.

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La bolsa a sus pies contiene una cantidad por fin precisa, esos quinientos treinta y seis mil euros que en los últimos días se han convertido en un apósito casi físico de su cuerpo, pues teme aún más perder la bolsa que ser sorprendido por sus perseguidores con ella encima. Debe ponerla a salvo y soltar a la vez el lastre que supone para su efectividad de movimiento, y debe hacerlo aprisa, pues ha resuelto que no leerá el mensaje de Vera hasta hallarse en un lugar donde se sienta mínimamente seguro. Pero ¿dónde guarda un fugitivo tan enorme cifra de dinero sucio en efectivo? Pide otro café y se sienta a la mesita del fondo, la más discreta del local. Toma del servilletero una hoja de papel y comienza a garabatear sobre ella: líneas hacia arriba, líneas hacia abajo y ningún plan en la primera servilleta; círculos, rectángulos, trapecios y ningún plan en la segunda; triángulos y borrones, y ningún plan en la tercera. Las primeras soluciones que se le ocurren son las obvias para las personas que viven dentro de la legalidad, pero él ya no se encuentra entre ellas, no exactamente, y por ello descarta abrir una cuenta corriente o contratar una caja de seguridad, o varias, en distintos puntos de la ciudad. Tanto dinero despertaría el recelo de los empleados del banco en el primer caso, y la propia ubicación de las sucursales donde se hallasen las cajas le supondrían, en la práctica, una movilidad menor que llevar la bolsa encima. Sin contar con que formalizar cualquiera de esas dos opciones requiere la presentación de un documento de identidad. Sólo tiene su carné de identidad a nombre de Sebastián Díaz Moyano, y la constatación de este hecho le muestra su desolación desde un ángulo nuevo e inesperado. Pero por otro lado, está el acicate del papelito en su bolsillo. ¿Y si es alguna clave, y si Vera le dice en él que lo espera en un lugar concreto? El ansia de saber choca frontalmente contra sus miedos. El mensaje podría ser también un regodeo burlón de sus perseguidores; ¿cómo puede saber que no le han seguido, que no son, sin ir más lejos, esos tres hombres que charlan animadamente en la calle? Sea como sea, el vértigo de la ansiedad se convierte en una brújula que estimula su determinación y guía sus pasos.

Paga el segundo café con las mismas monedas que le entregaron antes en el cambio y sale al exterior, caminando a buen paso hasta la calle Serrano. El trío de supuestos sicarios ni siquiera le ha dedicado una mirada. El trayecto a pie, treinta o cuarenta minutos bajo el incipiente sol matinal del verano madrileño, se transforma en calor pegajoso y sudor sobre la piel, en olor corporal repentinamente intenso, revelador de los días que, cae de pronto en la cuenta, lleva sin lavarse, sin cambiarse de ropa, sin desnudarse para intentar dormir. No le importa, casi lo prefiere. La suciedad se convierte en otro motor; cuanto antes actúe, antes se liberará de ella y será de verdad un hombre nuevo. No puedo ser Bastian mientras lleve la ropa y el sudor de Sebastián, se dice en un juego que es absurdo y efectivo a la vez, pues le hace acelerar el paso, aumentar su temperatura y su excreción de sudor, revolucionar el motor de la suciedad nítidamente percibida por el olfato. Recorre las tiendas más caras de la calle Serrano. En la primera elige camisas, ocho o diez; en la segunda, varios pantalones y dos o tres pares de zapatos; en la siguiente, ropa interior y complementos, y en la última, elementos de aseo. Todo sin mirar las etiquetas con los precios, se ha limitado a abrir la bolsa en el probador de la primera de las tiendas, sacar tres billetes de quinientos euros, otros tantos de doscientos y algunos más de cien, diez o doce, y con ellos, siempre uno distinto ante las cajeras de cada tienda a fin de obtener con el cambio billetes limpios de las posibles marcas con que la banda mafiosa pudiese haber señalado los fajos, ha ido pagando las sucesivas cuentas. También se detiene en una farmacia y, llevado de una súbita inspiración que le parece brillante, adquiere cinco altavoces nocturnos para bebés. La displicente exhibición de liquidez es un salvoconducto, una magia, un milagro: su barba de días no es ya la de un vagabundo desaseado que huye sino, por ejemplo, la de un viajero cosmopolita que entre vuelo transatlántico y vuelo transatlántico no ha tenido tiempo de rasurarse. Con esa reluciente convicción cruza la puerta giratoria de un hotel de cinco estrellas de la Castellana, muestra el carné de identidad de Sebastián Díaz Moyano y contrata, argumentando ante la indiferente señorita de la recepción una reunión de abogados de alto nivel que está organizando; la cortina de humo puede parecer ingenua, pero a él se le antoja efectiva: cinco habitaciones contiguas y comunicadas que alquila para una semana y paga por adelantado. Sube en el ascensor a la cuarta planta portando las cinco llaves, abre la puerta de la habitación central, que flanquean otras dos de las habitaciones alquiladas a cada lado y, sin pérdida de tiempo, va abriendo las puertas interiores que las comunican todas. En cada una de ellas abre la puerta que comunica con el pasillo, coloca el cartel de «no molesten», cierra e instala luego sobre la mesa el altavoz infantil, sintiéndose infinitamente ridículo por ello. La operación le lleva una hora larga, y al concluirla y tratar de conectar en la habitación del centro, su cuartel general, los cinco receptores de los altavoces no es capaz de hacer que funcionen, lo que le provoca un ataque de irritación y le lleva a recorrer de nuevo las cuatro habitaciones recogiendo a tirones los altavoces, que arroja luego de mala manera a una esquina. Está en la misma situación de peligro que al principio, aunque es cierto que si los sicarios del serrucho y el alfiler hubiesen logrado seguirlo hasta el pasillo de la cuarta planta del hotel tendrían cinco puertas delante, y no sólo una. Es algo, pero es más que nada. Además, la renuncia a la estrategia de los altavoces infantiles le otorga una sensación de dignidad recuperada que le permite, una vez ha llenado la bañera de agua caliente y espumosa, sumergirse en ella con la sensación de que está avanzando; no sabe hacia dónde, pero avanzando. La bolsa del dinero está en el suelo del baño, con el revólver sobre ella, bien al alcance, y la camisa con el papelito en el bolsillo pende de uno de los colgadores de la puerta. La mira cada poco mientras se afeita cuidadosamente. Al rato, el agua y el jabón han despegado del cuerpo de Bastian la suciedad acumulada por Sebastián Díaz. Sale del agua así de ingenuamente renovado, se envuelve en el albornoz, toma el papelito y sosteniéndolo entre los dedos se sienta en el centro de la amplia cama, ansioso como el amante que esperase ver surgir de un momento a otro, envuelta en los vapores del baño, a la mujer de sus sueños. Como haría también ese hombre figurado, aunque por razones distintas, se quita el albornoz. Siente que es su deber emocional leer desnudo el mensaje de Vera.

El papelito está doblado en cuatro. Lo desdobla una vez, lo desdobla otra, lo mira.

Once palabras en letras mayúsculas con tinta roja:

TODO ES NADA, TODO ES A LO SUMO TIEMPO QUE FLUYE.

La tinta de algunas letras aparece emborronada por zonas, como si nada más haber sido escritas una lengua húmeda las hubiese lamido para desdibujarlas.

Y al pie, la firma.

Vera.

Una bruma de silencio frío se expande por la habitación, vaciando la mente de Bastian. Herido por el recuerdo, abate la espalda muy despacio hacia atrás, hasta estirar su cuerpo derrengado y sin aliento sobre la cama. No hace ni… ¿Cuánto? ¿Quince días? ¿Veinte? Tal vez ni eso. Estaba desnudo como ahora sobre su cama del caserón, esa con dosel en la que nunca volverá a dormir. Las manos de Vera escribían la frase sobre un rectángulo de papel, utilizando a modo de escritorio agitado por la respiración el vientre de Sebastián, justo encima del vello púbico. Como una caricatura premeditadamente provocativa de niña traviesa, mostraba fruncidos los ojos y dejaba que asomase la punta de la lengua por la comisura izquierda de los labios mientras dibujaba las letras. Podría representar la imagen misma de la inocencia, pensó Sebastián, si estuviese sentada a la mesa del salón, con uniforme de colegiala y un vaso de leche y galletas a su lado, junto a los deberes colegiales; pero desnuda a cuatro patas sobre las sábanas sudadas parecía la felicidad en su forma más simple y a la vez compleja: la mujer amada desnuda con apacible impudor, plena de perversidad tierna y limpia. Nada más. Nada menos. Habían descubierto la frase sobre el fluir del tiempo un rato antes, por casualidad, durante uno de los paseos de exploración que entre escena sexual y escena sexual se obstinaba ella en dar por lugares recónditos del caserón, en este caso uno de los dormitorios de la primera planta, clausurados décadas atrás. Curioseándolo todo y haciendo preguntas sobre cada detalle de la casa, de sus antiguos ocupantes, de las estancias cerradas, Vera se había empeñado en abrir un armario cerrado con llave que, según echó cuentas Sebastián, llevaba allí desde siempre, sin que ni él ni sus padres antes hubieran intentado mirar en su interior. Ese armario, junto a otros muebles viejos, se había pasado años esperando a que alguien se decidiera a llamar al anticuario del Pueblo, pero por una cosa u otra nunca llegó a hacerse. Vera, igual que había explorado las estancias cerradas una por una, sin olvidar ninguna, se encaprichó en ese momento de mirar dentro del armario y él, vanidosamente henchido en su papel de amante desprendido y gran señor del castillo, no puso obstáculos a la idea de hacer saltar la cerradura, y como si fuera un juego de cazadores de fantasmas la reventaron entre los dos. El armario sólo contenía cofres de madera, cinco o seis de distintos tamaños, todos abiertos excepto uno, el más pequeño, de roble con adornos de cuero repujado, al que también había alguien echado la llave, quién sabe cuántas décadas atrás, y que por supuesto no dudaron un instante en forzar. Contenía un papel que ella tomó entre los dedos y se llevó ante los ojos. Sebastián observó con curiosidad y extrañeza el ensimismamiento, acaso un punto lúgubre, que asomó al rostro de Vera cuando leyó el texto. «Parece una sentencia de muerte», dijo tan repentinamente seria, demudada, que él le quitó el papel de las mano y leyó en un susurro… «Todo es nada, todo es a lo sumo tiempo que fluye»… La piel de Vera se estremecía aún por el escalofrío y él la estrechó entre sus brazos, consolándola con la narración de historias más o menos exageradas en ese momento sobre los amantes malditos que habían habitado en el caserón. «Seguro que follaban aquí mismo mucho antes de que mi familia comprase la casa», había relatado en tono dicharachero a pesar de que sabía bien, y por eso prefirió ocultarlo, que los dueños anteriores, el matrimonio de Tomás Montaña y su esposa Leonor habían conocido la tragedia, el asesinato de su bebé y la posterior locura de la mujer. «Podíamos convocar a sus fantasmas y hacer con ellos intercambio de parejas», bromeó Vera, plenamente recuperada de repente para la alegría. «Así que es una sentencia de amor, ¿eh? No de muerte… Espera, voy a hacerte un regalo». Y minutos después se encontraba copiando la frase en un papel apoyado sobre el vientre desnudo de Bastian, que la miraba con embeleso, demasiado enamorado para preguntarse por qué una mujer como ella había elegido a un hombre tan mediocre y apagado como él. Pero no quería saber la respuesta, nunca quiso, sólo le interesó disfrutar de la posible mentira que parecía tan inmensa verdad. Vera, que juguetonamente fingía teatral concentración en la escritura de la frase letra a letra y se detenía unos instantes en la contemplación de cada una de ellas, tomó con suavidad, casi indiferencia, el pene al alcance de su mano izquierda y se lo llevó a la boca sin apartar la vista del papel, evocando todavía la imagen de la colegiala que se aplica con el lápiz. Fue esa idea de la felación displicente, ejecutada sin prisa ni glotonería, como mero recurso para hallar mayor concentración ante el papel, la que provocó en Sebastián una erección férrea y peculiar, presidida por la morbosa sensación de que Vera despreciaba a su miembro. Se lo sacaba cada poco de la boca y lo masajeaba con la mano sin prisa ni pasión, antes de pararse de golpe para escribir, llevada de una repentina inspiración, otra letra más y retomar entonces la fría masturbación del pene que enseguida volvía a llevarse a la boca. La extrañeza de sentirse ausente en su propia erección era ajeno a ella, le provocó una excitación de violencia inexplicable, primitiva, y culminó en la eyaculación más desconcertante de toda su vida, rara, como una expulsión de semen acontecida en la lejanía de su ser. Sintió que la dejaba transcurrir sin disfrutarla, en silencio, demasiado absorto en la actuación de Vera, cuya mano aceleró la fricción casi con desdén, sin apartar la vista del papel ni mostrar reacción alguna, ni instintiva ni meditada, a los golpes de semen que le cayeron sobre los labios y la mejilla antes de que se le aflojase el miembro en la misma mano. La limpió sobre el muslo de Sebastián y luego, al fin, alzó la vista hacia él y sonrió, tal vez por constatar su expresión de entrega estupefacta. Tomó el papel donde había escrito la frase y lo usó como servilleta para limpiarse los labios y la mejilla, como una jovencita pulcra y bien educada. «No se refiere al tiempo, Sebastián. Ya lo he entendido», dijo entonces misteriosamente. Y con una expresión obscena que habría sonrojado a los demonios que inventaron la lujuria se encaramó hasta su cuello y se recostó a su lado, caricatura repentina de mujer saciada que reposa su cuerpo extenuado de placer junto al del sabio amante incansable. «Se refiere al semen». Dobló el papelito embadurnado en cuatro y lo puso sobre el pecho masculino. Luego susurró: «Todo es nada, todo es a lo sumo semen que fluye». Bastian, al rememorarlo con el recuperado papelito sobre el pecho, siente que la inexistencia de Vera, la ausencia de su cuerpo junto a él, es lo que verdaderamente llena la habitación, y se expande bajo las otras puertas como una niebla invisible y malsana, hasta ocupar por completo su patético fortín de cinco habitaciones de lujo que, en repentina inspiración pesimista, le parecen ahora no el enigma de cinco puertas que podría hacerle ganar tiempo ante sus asesinos, sino un agujero sin salida al que se puede acceder por cinco puntos distintos, en vez de por uno sólo, que a cambio sería más fácil de vigilar. No quiere vivir así ni un minuto más, se está diciendo cuando en ese instante suena de nuevo el móvil. Pero esta vez, enardecido por su resolución, lo descuelga en el acto. Desea que sean sus perseguidores. Sabe que lo son.

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