Bastian se esfuerza por respirar calladamente, por no hacer el menor ruido cuando comienza a desplazarse hacia la salida muy despacio. No quiere distraer a las mujeres. No quiere que dejen de emitir ternura, aunque le aterrorice a él atreverse a sentirla. Sus pasos le llevan hacia el aire fresco de la calle, donde espera que el ataque de los sentimientos, lejos del foco de infección amorosa, remitirá hasta disolverse, permitiéndole volver a respirar. Con todo, las mira antes de salir. La estanquera susurra en el oído de su protegida palabras inaudibles para Bastian que, sin embargo, van logrando el milagro de consolar y aliviar a Clara.
– Su libro, sí… Lo tengo ahí dentro… -le parece a Bastian que acaba de decir Emilia justo cuando él se agacha y desliza el cuerpo por el hueco del cierre metálico hacia el frío confortador de la plaza.
Permanece apoyado en la fachada, bajo el viejo cartel con la palabra «Estanco» burdamente pintada sobre él. Piensa que esta extraña estanquera, dueña al parecer de sensibilidades casi sobrenaturales, podría muy bien haber sido testigo de la entrada de Amir o Amin en esta plaza. Casi siente Bastian celos de Clara, consciente de que le gustaría tener su propio rato a solas con Emilia. ¿Podría captar mis inquietudes? ¿Podría verte, darme pistas de dónde estás?
No hay nadie, absolutamente nadie en la plaza, excepto un mínimo vestigio humano al otro lado de la cristalera de uno de los bares: bandeja en mano, un camarero sirve al cliente que se halla sentado a una de las mesas interiores. El camarero se convierte en una silueta difusa, levemente deformada por el cristal esmerilado, cuando cruza ante el ventanal en el recorrido de ida y luego en el de regreso, y el cliente no es más que un bulto identificable sólo por el antebrazo izquierdo a la vista, que calmosamente baja hacia el vaso de vino que acaban de servirle. Fuera de esos dos candidatos a espectros nadie podría ser testigo de cómo Bastian inspira con fuerza, repeliendo aún la ofensiva de ternura que a punto ha estado de doblegarlo dentro del estanco. Casi le alivia el golpe seco que rasga el aire a su espalda. Emilia ha echado el cierre del todo, aislándolo de las amorosas vibraciones que electrifican el interior del local. Las mujeres han elegido estar a solas, no ser molestadas, y Bastian agradece ese rechazo que lo aboca de nuevo a la estable paz de sus miedos y le permite regodearse en la contemplación del lugar donde estuvo la mesa a la que se sentaron Vera y él la mañana en que comenzó a hablarle de los sucesos y personas que acabarían por arruinarle la vida… «Humberto, si se lo propone, puede parecer cualquiera de todas las cosas buenas que no es».
Le sorprende la fluidez con que surgen, precisas y casi literales desde su memoria, las frases que fueron componiendo la conversación. Tal vez aquellas palabras de Vera fueron las verdaderamente importantes, y no las frases de amor que generosa y manipuladoramente derrochó a lo largo de las ciento ochenta y siete horas. «Cualquier cosa buena que se te ocurra: un médico altruista, de esos que ayudan en África, un poeta capaz de escribir y decir cosas maravillosas, un padre bondadoso, un marido ejemplar, el premio Nobel de lo que se te ocurra. Es el seductor más seductor que ha nacido, pero también el mayor hijo de puta, un cabrón culto y simpático. Yo lo imagino desayunando cada mañana con el Diablo mientras comentan los titulares de prensa. En uno de esos ratos debieron de inventar entre los dos la tortura del alfiler. Es dueño de esa mirada que si quiere te folla, y se jacta de poseer a raudales la mayor virtud del ser humano, como él mismo la llama: la inmoralidad perfecta. Eso y su pinta de aristócrata decidieron su profesión: canalla de guante blanco», recuerda Bastian que escupió Vera sin tomar aire, inspirada por el odio y la rabia, con el cuerpo apoyado muy rígido contra el respaldo de la silla metálica y la mirada perdida sobre los trazos azarosos que la uña de su índice, esmaltada de rojo sangre, dibujaba sobre la redondez desnuda de la rodilla. Él escuchaba en silencio inquieto, pero también solidario con la mujer de la que se había enamorado, y para transmitírselo desplazó la diestra y le apretó la rodilla con ternura protectora. No eran capaces el hombre y sus manos de estar separados de esa piel y esa carne de mujer. «¿Cómo es que entraste en la vida de un personaje así?», quiso saber, y al formular la pregunta fue consciente de que estaba eludiendo la verdadera cuestión que la ansiedad de enamorado le empujaba precipitadamente hacia los labios: si era cierto o no que, pese al tono irritado, la descripción de Humberto había estado presidida por un fondo de fascinación. «Lo conocí por mi padre, que era aparejador y trabajó algunas veces para Humberto, en sus negocios inmobiliarios. Empecé a trabajar para él, de esto hace ya diez años. En mala hora». Asomó en los labios de Vera el soplo de una sonrisa plena, de cariñosos recuerdos limpios, al referirse a su padre. «Era el colmo de la honradez, mi pobre padre. Así le fue. Murió ya. El pilar que me sostenía, mi referencia. Al perderlo me metí en negocios feos, errores que se cometen y se pagan. El dinero fácil tienta, sobre todo si no lo tienes. Parecían simples operaciones de compraventa de casas, aunque a nivel muy alto. Tardé bastante en comprender que se blanqueaba dinero del narcotráfico, y cuando lo supe ya estaba implicada». Bastian recuerda cómo escuchaba Sebastián, por una parte con la lógica preocupación esmerada y sincera, pero también invadido por fascinación teñida, incluso, de cierta euforia sin duda infantil. Esa narración de hechos delictivos, al ser inconcreta y ambigua y pertenecer además a un pasado que parecía superado, había adquirido un tono casi inocente. Pero, de paso, confería a la mujer que lo tenía deslumbrado un aura romántica, de frontera con la aventura extrema, que le permitía a él dejarse llevar, sin riesgos reales, por la fantasía de estar viviendo un salvaje idilio con una transgresora de los límites de la sociedad. Asomado al abismo del crimen sin peligro de caer en él, el deseo puramente sexual bullía como agua al fuego. Su mano renunció al cariño protector con que acariciaba la rodilla femenina y descendió con ansiedad por la Pantorrilla de carne dorada y prieta, hasta ceñir el tobillo y desde ahí deslizar los dedos hacia el pie desnudo mientras su mirada expresaba el interés de saber más, de seguir sabiendo para poder alimentar la trepidante aventura de la imaginación sin dar nada a cambio. Vera, intuyéndolo así aunque él no lo captara entonces, alzó un poco el pie, que pendió así más cerca de la mano masculina, aparentemente a su merced. Fue un gesto de aproximación física que buscó subrayar la reciprocidad del deseo, seguramente para amortiguar el probable impacto de la siguiente frase: «Me impliqué hasta el fondo. Mucho… Mucho… Entre otras cosas, porque al poco de conocer a Humberto me casé con él». En aquella décima de segundo sostuvo Vera una pausa alargada, y Bastian sabe ahora que lo hizo para observar la reacción de Sebastián. Sus ojos, le parece recordar, lograron disfrazar de sorpresa la inquietud desatada en las tripas por ese súbito protagonismo de Humberto. «El muy cabrón puso casi todos sus chanchullos a mi nombre. Por eso quiso casarse, para blindarse con una esposa. Que las cosas estén a nombre de otro no te salva de la cárcel, pero puede darte tiempo para escapar, eso debió de calcular. Cuando vi dónde me estaba metiendo, me largué. Hace dos años. Dos años de tranquilidad, pero dos años también de retorno a la miseria». Vera se estiró en la silla como si esas palabras contuviesen alguna fórmula secreta de relajación y alargó a la vez ambas piernas hasta colocarlas sobre los muslos de Sebastián. No brotaron en la mente masculina recelos ni interrogantes sobre la pasión excesiva con que esa mujer más joven se estaba entregando a él, y si hubieran surgido los habría enterrado bajo tierra. Pero incluso desde su seguridad temeraria, que hoy no dudaría en definir como suicida, quiso saber para qué había venido Vera a Padrós, y se lo preguntó. A Bastian, ahora, le irrita rememorar la facilidad con que se dejó embelesar por aquella sonrisa que exhibió ella como prólogo de la pregunta con que respondió a su pregunta. «¿Por qué he venido a Padrós o por qué he venido hasta ti? No, espera, deja que conteste a las dos», suspiró hondamente Vera durante unos segundos con la mirada clavada al otro lado de la plaza, como si allí se encontrara alguien que pudiera ayudarla, hasta que habló muy despacio, como si hubiese elegido con rigor absoluto las palabras que pronunció: «He venido para vengarme de Humberto. Hacerle pagar de una sola vez todas las putadas que me hizo. Voy a robarle un dinero que va a traer a Padrós en los próximos días. Dinero negro, mucho. Ésa es la primera respuesta. La segunda es que, aunque no estaba previsto, aunque seguramente sería mejor que no hubiese ocurrido, me he enamorado de ti». Ante esta frase, vertida por Vera con seriedad que pareció afligida de puro intensa, Sebastián sintió cómo un brutal impacto de alegría le convulsionaba el cuerpo entero. Un cañonazo de felicidad que hizo estallar en mil pedazos el fracaso de su vida previa. Incluso sabiendo la verdad como la sabe hoy, debe reconocerlo: si Sebastián hubiera sospechado entonces que todo era mentira, no le habría importado. Pero no lo sospechó. Incluso fue necesario que transcurrieran unos instantes para que bajase de las nubes y recordase que Vera también había hablado de cometer un robo. «Seis millones de euros, amor. Mil y pico de los millones antiguos. Para eso he venido a Padrós. Para eso quise alquilar el caserón, sin suponer que iba a pasar entre nosotros lo que ha pasado. Por eso conté el cuento del rodaje de la película. Todo formaba parte de mi plan. De ese plan para el que necesito tu ayuda». Mi ayuda… El pasado y el presente giran alrededor de esa idea que la razón y la lógica acumuladas a lo largo de su existencia gris le instaron a rechazar de forma tajante. Sin embargo, pesó más el deseo fiero y pleno que ella había traído a su vida, y dijo sí a todo.
Читать дальше