Sale a la calle con un sobre grande del que asoman billetes de cinco, de diez y de veinte, más una bolsa de plástico repleta de cartuchos de monedas de euro y de dos euros. Hay, lo sabe porque se lo ha especificado el meticuloso cajero, mil trescientos cincuenta euros. Los pone en manos del barbudo, que de pronto es el mendigo más rico del mundo.
– Ahora sí -le dice intentando ser afable.
– Ahora sí -acepta el mendigo sin sonreír ni alterar su expresión. Esa mirada poderosa no es su patrimonio, observa Bastian, sino lo último que le queda. Hay un gran matiz de diferencia.
Se aparta, dejándolo a solas con su nueva fortuna, y se adentra sin rumbo fijo en las callejuelas de su antigua vida, donde cada rincón, y cada bar y cada comercio, y cada esquina contienen recuerdos y formulan preguntas. Quien no se conoce está en peligro de muerte, incluso cuando no lo persiguen sicarios invisibles. Y Sebastián Díaz, osa decirse Bastian hoy, jamás se conoció a sí mismo, ni le interesó demasiado hacerlo. Ese callejear va goteando reflexiones cada vez más sinceras, algunas perturbadoras pero la mayoría simplemente decepcionantes, y cuando emprende el regreso a su nueva casa de San Blas, comprende que tampoco es un hogar, sino una guarida, una caverna. Amasó con sus propias manos, voluntariamente y a veces hasta con euforia ciega, una vida que no ha sido otra cosa que consumir horas, y días, y semanas, y meses, y años. La desolación cerca su espíritu y amenaza con invadirlo y adueñarse de él para arrojarlo al pozo depresivo a cuyo borde se siente asomado de puntillas.
A esa hora del atardecer, su nuevo barrio se apresta para el comienzo de alguna fiesta popular con verbena de música pachanguera y olores a fritanga, entramado de iluminación todavía apagado y gentío que comienza a concretarse. Tal vez por el simple cansancio físico del largo día caminando, o porque rechaza la idea de volver a esa casa donde todo es mortecino y gélido, ocupa una mesa de uno de los chiringuitos y se dedica a observar. Casi en el acto, veloz como un gato ansioso por posarse en sus muslos, salta sobre él la pregunta, matizada por horas girando en su cabeza.
¿Y si en vez de huir me hubiese atrevido a investigar quién disparó?
La amplitud de respuestas es inabarcable, pero sí esta claro que ahí nació o comenzó a nacer, a correr, Bastian. Y ahí murió, o más bien fue metafóricamente herido de muerte, Sebastián Díaz. Nunca antes lo había visto de esta manera. El disparo mató a Sebastián. ¿Y el gatillo? ¿Quién lo apretó? Tal vez porque se siente a salvo en medio de la indiferente multitud, encuentra valor para adentrarse en el análisis del crucial momento, que hasta ahora ha rehuido rigurosamente. La razón toma las riendas del instinto, que se limitó a escuchar el pistoletazo de salida, como lo ha definido siempre, y echó a correr. La razón recupera la respiración, la razón mira, la razón quiere saber y pregunta. La razón acosa. Absorbida toda su atención por la fuga, la mente bloqueada de Sebastián fue incapaz en ese momento, y lo siguió siendo hasta que se metamorfoseó en Bastian, de ver la escena con frialdad, a cámara lenta, hacia atrás, imagen a imagen como está haciendo ahora. Entonces, el instinto le dijo que quien había apretado el gatillo era una amenaza y no pensó más. Eso tenía lógica. Pero ¿no es también cierto que si alguien oye un tiro en el interior de su casa se levanta para saber qué ha ocurrido? Mientras él se consumía de ansiedad en el salón tenía que haber dos personas en otra zona de la casa: una, la que disparó, y otra, la que recibió el disparo. Una de las dos pudo muy bien ser Vera. ¿Y la otra? Ambos papeles, el de víctima o el de verdugo, encajaban en la trayectoria criminal que voluntariamente había elegido para su vida, y de eso él tampoco era responsable. Si Vera fue verdugo, disparara contra quien disparara lo mató también a él, al traicionarlo, al abandonarlo. Pero si fue víctima… Si Vera fue víctima, quien la abandonó fui yo. Puede que muerta, puede que desangrándose, puede que suplicándome que la salvara. Sin embargo, lo natural, fuera la víctima o fuera el verdugo, es que hubiese llegado antes del disparo a la casa. Y si fue así, ¿por qué no vino de inmediato a reunirse con él? ¿No repetía hasta la saciedad que el amor de ambos era el acicate máximo para cualquiera de sus movimientos, el motor último de todo? ¿O era mentira? Humberto debe de tener respuesta para algunas de sus preguntas. ¿Qué habrá sido de él? ¿Por qué no ha venido a la cita?
La feria va llenándose de luz artificial a medida que llega la noche. Potentes altavoces informan del inminente comienzo de un concierto pop y unos adolescentes intentan entre risas, en una mesa cercana, trocear con los dedos una enorme pizza que se les desparrama entre las manos. Por ese gesto inocente, Bastian se siente inexplicablemente el último hombre desdichado sobre la tierra, abandonado a su suerte en la masa humana que se desplaza hacia la carpa del concierto. Los adolescentes, de pronto, salen en estampida hacia la carpa, apresurados como si hubiera una bomba bajo la mesa. Sobre ella, además de unos cuantos vasos de plástico con cerveza sin espuma y refresco recalentado, queda la destrozada pizza. Bastian, al verla a su alcance, siente el mordisco del hambre, natural en quien apenas ha comido desordenadamente en los últimos días, y se atreve a hacer algo que el pulcro Sebastián nunca habría hecho: tomar un trozo y comérselo tranquilamente. Hay cierto placer arrogante en ese acto, cierta ruptura del orden que le satisface aunque sea nimia, y se aventura a picotear también los restos de patatas fritas que asoman de un recipiente de cartón.
Normalidad, se dice de pronto como si hubiera descubierto una clave mágica.
Pasar inadvertido, confundirme con la gente, ser anónimo para que Humberto me pierda la pista.
Convertirme en uno más de los habitantes del barrio, partir de cero para ir no se sabe adónde. Ser normal.
Mira a su alrededor. Las familias normales con niños normales inician la retirada hacia sus normales casas respectivas, igual que las parejas maduras normales y algún anciano normal. ¿Ocultarán todos secretos como el suyo, inimaginables imposturas? Tal vez ser normal consiste en aparentar lo que uno no es verdaderamente, parecerse lo más posible a la multitud de impostores, que únicamente por la noche, en sus dormitorios a oscuras, duermen solos o acompañados, liberan sus verdaderas pulsiones. Podría ser que esas dos señoras que se alejan cogidas del brazo estén conversando, ahora que nadie las oye, para planificar su próxima maldad moral, una más de su larga lista. Podría ser que esa niña modosita aferrada a la mano de su padre mientras él se despide cordialmente de otro hombre estuviera cargándose de irritación e incluso odio contra los adultos porque no le dejan quedarse al concierto. Podría ser que el camarero del puesto de perritos calientes, tan simpático con las tres chicas a las que entrega el cambio, fuera un maltratador que apenas cierre el negocio se disponga a desencadenar el infierno en su hogar una noche más.
Ser normal. ¿Hay escondite más perfecto para él que la mediocre, aburrida, oscura normalidad? Sigue con la vista a una pareja de mediana edad que camina sin prisas con los dedos distraídamente entrelazados. El hombre, con algún kilo de más bajo la amplia camisa a cuadros de manga corta, es tan anónimo en su legítima vulgaridad que resulta imposible memorizar sus rasgos, recordarlo dos minutos después de haberse cruzado con él. Pero lo realmente interesante de la escena no es el hombre, sino la mujer. Es algo más alta que su compañero, lleva el pelo rubio discretamente corto a media altura del cuello y tiene un rostro de rasgos bonitos pero anodinos; si algo en ella llama la atención es el color rojo de su vestido de domingo por la tarde. Si él tuviera una novia como ella le pediría que usara ropa más discreta, y tendría entonces un escudo perfecto. Caminar solo es peligroso. Así es como caminaría un tipo que ha robado a la mafia. La repentina ocurrencia se agarra a él con tesón paranoico. Sería más fácil pasar inadvertido con una mujer al lado, una como la chica de rojo. Humberto, que tal vez no tiene demasiada información sobre él, busca a un hombre solo. Solo como está él en ese instante, solo y a tiro de cualquier asesino mínimamente eficaz, que podría acuchillarlo o tirotearlo sin que nadie se percatara; solo y a merced de posibles secuestradores que, pistola en mano, lo llevarían hasta el maletero de un coche próximo camino del serrucho y el alfiler. Se pone en pie, urgido por un impulso, y va hacia la carpa justo cuando una voz eufórica anuncia el nombre del grupo invitado. Bracea para abrirse paso entre el mar de gente apretada, camino de las primeras filas donde siente que la seguridad será mayor, como si los decibelios de las guitarras trenzaran en el aire las paredes de una cueva infranqueable para sus enemigos. Huir de la soledad, caminar acompañado… Desde la mañana siguiente ésa será su estrategia de camuflaje y su pulso con los verdugos: relacionarse con la gente del barrio, rodearse de ellos, hacer amigos mientras las aguas se van estabilizando, amigarse con una mujer como la de rojo. Una chica buena y discreta que no llame la atención, sin ambiciones ni excesiva personalidad, eso es lo que necesita. La primera canción es un cañonazo que dispara rock electrificado contra la audiencia expectante. Se erige alrededor de Bastian una muralla de gritos enfervorizados, saltos frenéticos y manos rítmicamente alzadas hacia el aire. Sonríe para sí, eufórico por su astuto hallazgo.
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