Fernando Marías - Todo el amor y casi toda la muerte

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Premio Primavera de Novela 2010.
Una novela sobre la fuerza del deseo y la oscuridad de los sentimientos que redefine la literatura amorosa y el thriller psicológico a través de las historias de dos hombres unidos por una misma maldición.
Principios del siglo xx: Gabriel, infortunado poeta itinerante, vive atrapado en la pasión por una mujer que no existe, y tal obsesión condicionará su amor por Leonor, mujer de carne y hueso cuyo destino está trágicamente unido al del atormentado indiano Tomás Montaña.
Principios del siglo xxi: Sebastián, un hombre corriente en el punto de mira de una terrorífica banda criminal, se ve obligado a hacerse desaparecer a sí mismo para luego renacer bajo una identidad falsa. Pero no podrá superar el deseo que, como una condena a muerte, lo atrae sin remedio hacia Vera, insólita femme fatale que desapareció misteriosamente de su vida tiempo atrás.

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Amigos alrededor, conocidos. Una chica formal del barrio.

Ser normal.

Parecerlo.

19

– ¿Éste es el libro? ¿El libro de Eloy? -pregunta Clara con sílabas desalentadas, incapaz de ocultar la decepción.

Emilia la ha invitado a pasar hasta su vivienda contigua al local del estanco, el piso bajo con salida a la calle donde ha vivido desde que nació hace más de setenta años. Es pequeño, acogedor, convencional en su decoración de muebles imitación madera, mesa camilla con mantel de hule y platos de cerámica decorando las paredes. Es pequeño e insignificante, y sin embargo para Clara representa la gran catedral del mundo, porque según han establecido las dos mujeres rememorando el día y la hora del accidente, en esta casa pasó Eloy los últimos minutos antes de subirse al coche que conduciría hacia su propia muerte. Emilia fue la última persona que lo vio con vida, la última con la que habló. Por eso es única, insustituible, sagrada. Y por eso Clara permanece callada en esta estancia del piso, mientras absorbe con la mirada las paredes, los huecos, las sombras que podrían contener vestigios de su hijo. La estanquera, comprendiéndolo, se ha limitado a permanecer discretamente apartada, en silencio respetuoso, y sólo cuando Clara ha lanzado un breve respingo, indicando que su recogimiento ha terminado, se ha acercado ella a la cómoda. De su interior ha extraído el libro de Eloy, llevándolo con las dos manos, como una ofrenda, hacia Clara.

– Es tuyo -ha subrayado antes de entregárselo con solemnidad, persuadida de estar traspasando un objeto que contiene vida frágil e inmortal-. Sabía que vendrías a por él. Eloy me contó cosas de ti, y sabía que antes o después vendrías. -Clara ha sostenido la mirada de Emilia sin atreverse a bajar la vista hacia el libro de su hijo muerto. Nada le han dicho el tacto áspero del papel ni de la portada, cartón basto o cartulina gruesa, que protege el breve volumen. ¿Tan poco escribió Eloy? ¿O tanto? Un número superior de páginas, quinientas o mil, le habría resultado menos desasosegante. En un libro extenso los sentimientos pueden camuflarse, extraviados en el bosque de papel. Sin embargo, un librito como éste sólo contiene lo esencial, la vida y la muerte sin hueco para adjetivos, anécdotas o elucubraciones. Un libro corto, una de dos: o contiene la verdad o no contiene nada. ¿Qué dirá de mí? ¿Y de sus dos años malos? ¿Cómo contará el horror de su cumpleaños? Todas esas palabras escasas e intensas están ahí, a su alcance, y constituyen por ello un temible, aunque también irrenunciable, salto al vacío. Antes de lanzarse a él, Clara ha buscado en los ojos de Emilia una última bocanada de aliento. Y luego, por fin, ha mirado el libro. La sorpresa y el desencanto han desmantelado su vuelo cuando estaba lista para iniciarlo. Es entonces cuando no ha podido evitar preguntarlo:

– ¿Éste es el libro? ¿El libro de Eloy?

El libro que tiene entre las manos es un volumen antiguo, puede que adquirido en alguna librería de viejo. Se titula Todo el amor y toda la muerte. Ese nombre nada le dice, pero sí el de su autor:

– Gabriel Ortueño Gil -repite, casi para sí, el nombre de aquel oscuro escritor de principios del siglo veinte al que tanta importancia daba Eloy en su carta. No se trata de un libro que hubiera escrito Eloy para ella, comprende recriminándose su propia ingenuidad. Es sólo que Emilia, con toda su buena voluntad, lo ha bautizado así, «el libro de Eloy», porque debe considerarlo un objeto propiedad de su hijo. ¿Por qué te obsesionaste tanto por Gabriel? Sin él no habrías venido a Padrós. Estarías vivo. Y no puede evitar que una corriente de odio, no del todo involuntario, se transmita desde su corazón hacia el nombre maldito.

– Gabriel Ortueño Gil, sí… -asiente Emilia mientras deposita sobre la mesa camilla, al lado de Clara, una bandeja que ha traído de la cocina. De un cazo de aluminio sirve agua hirviendo sobre tazas distintas, una redonda y blanca y otra alargada y verde, con publicidad de un periódico local, y añade luego sendas cucharadas de un preparado casero de hierbas y flores que conserva en un tarro de cristal. No hay protocolo en Emilia, sólo naturalidad a la vista y verdad intuida, invitación a la confianza-. Estas hierbas son muy relajantes, las recojo yo y las mezclo con manzanilla. Bueno, las recogía. Ahora ya no puedo subir hasta el acantilado. Es allí donde crecen. Con estas pobres piernas mías… Es triste hacerse viejo, se tiene más tiempo para verlo todo peor. Últimamente me las trae mi sobrina Emilia, cuando sube por allí. A Eloy esta infusión le gustó mucho -concluye la estanquera, y con esa frase da sentido a toda la explicación previa-. Gabriel Ortueño Gil, sí. Murió hace más de cien años, al menos eso se pensó siempre. Pero ahí está, dando todavía guerra a los vivos. ¿Sabes por qué tengo su libro? Son los caprichos que tiene la vida. Ábrelo, mira la primera página. Ahí, donde viene la fecha.

Clara obedece. El libro tiene unos créditos escuetos, sólo la dirección del impresor en Oviedo y la fecha de edición: 17 de febrero de 1936.

– ¿Has visto? Es la misma fecha que viene al final del prólogo, que por cierto, lo escribió un periodista de aquí, de Padrós. Por esa fecha tengo yo el libro, no por otra cosa. Un día de hace muchos años, yo tendría veintitantos, imagínate el tiempo, lo trajo mi pobre padre que en paz descanse. Venía muy ilusionado. Lo había comprado para mí en la feria del libro de Gijón. En mi casa no comprábamos muchos libros, fue una casualidad que mi padre viera la fecha de éste, o que alguien se la mostrara. Resulta que yo nací ese mismo día, el 17 de febrero de 1936. Aquí, en Padrós. ¿Qué te parece? Cuando pienso que mientras ese señor escribía su prólogo en algún sitio del pueblo, a lo mejor aquí al lado, yo nacía en esta casa… A lo mejor hasta a la misma hora. Por eso lo he guardado siempre como un misal. De una religión sólo mía. Y por eso, cuando apareció Eloy, únicamente pude dejarle hacer fotocopias. Él entendió que no podía dárselo. Ahora es tuyo, quiero que lo tengas. Pensé que si venías merecías que te lo diera.

– No tan rápido, por favor -interrumpe delicadamente Clara-. Entiende, me vienen mil preguntas a la cabeza. ¿Cuándo apareció Eloy en tu casa, en tu vida? Dime de qué manera vino.

Continúa sin poder figurarse cómo llegaron a intimar su hijo y la estanquera casi inválida, prácticamente recluida entre su mostrador y su casa, lo suficiente para que él llegara a sentarse donde ella se encuentra ahora, tomando la misma infusión casera y con el mismo libro de Gabriel Ortueño Gil en las manos.

– Mi sobrina me trajo su anuncio -explica Emilia como si eso aclarara algo.

– ¿Su anuncio?

– Eloy estaba interesado en Gabriel.

– Lo sé. Había oído hablar de él no sé dónde y quiso hacer un reportaje. Le gustó eso del «poeta asesino» -asiente Clara-. Y es verdad, ¿no? Era asesino. Le asesinó a él, al atraerle hasta este lugar.

– Puso un anuncio en la panadería -aclara Emilia pasando por alto el resquemor de Clara-. Y supongo que en más sitios del pueblo. Mi sobrina lo vio en la panadería. En el anuncio pedía información sobre Gabriel, cualquier tipo de información, y a mí me pareció que debía enseñarle el libro. ¿Por qué no? Pensé que era importante para él. Hasta me parece que todavía debe de estar ahí, dentro del libro.

– ¿El anuncio? -pregunta Clara, y de inmediato se lanza a buscarlo. Un objeto que tocó Eloy es de alguna manera Eloy Puede llevar adheridos rastros de su espíritu, sombras de su tacto. Las páginas, rugosas y apelmazadas por la convivencia con el tiempo, no se deslizan con facilidad entre los dedos. Hay entre las dos primeras un sobre azul claro con algunos papeles doblados, que aparta y deja sobre la mesa al ver que no son el anuncio de Eloy. Por tres veces tiene Clara que volver a comenzar la revisión, hasta que la ansiedad le lleva a sacudir el libro boca abajo aunque a la vez con suavidad, para que no sienta Emilia que ha perdido el respeto a ese objeto que la estanquera siente su hermano de papel y tinta. Entonces, meciéndose con una calma que parece querer retar a la paciencia de Clara, sí se desliza hacia el suelo una hoja de papel cuadriculado con barbas en uno de los lados. La observa mecerse en el aire y, así hipnotizada, casi logra visualizar a su hijo arrancando de un tirón una hoja de su cuaderno de espiral metálica en el lomo, esos que maniáticamente usaba siempre porque le traían recuerdos del colegio, para redactar el anuncio. La hoja con el regalo inesperado, palabras que Eloy eligió con su mente y rotuló con su mano, se posa al fin sobre el suelo. Clara la recoge sabiendo que el acto traerá desgarros emocionales. «Periodista de Madrid busca datos sobre el escritor de principios de siglo Gabriel Ortueño Gil, llamado "el poeta asesino". Cuestión de vital importancia». Y debajo, el nombre y teléfono.

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